/ domingo 23 de mayo de 2021

Las desapariciones

Hay ciertos pensadores y futurólogos contemporáneos que, como ya lo había hecho a mediados del siglo pasado el británico Aldous Huxley en su novela “Un mundo feliz”, predicen que ciertas cosas desaparecerán en un futuro inmediato, para ser inevitablemente sustituidas por otras. En el caso de la novela mencionada, el escritor afirma que mediante innovaciones tecnológicas referidas fundamentalmente a la manipulación genética, los cultivos humanos, como la llamada eugenesia y el manejo de las emociones a través de drogas y la hipnosis, el mundo y las personas cambiarán radicalmente.

Todas esas dramáticas afirmaciones con relación a hechos que, según dichos visionarios del futuro, acaecerán más adelante y que en otro tiempo ni imaginarse podían, son resultado del análisis y la observación de circunstancias, sucesos y experiencias actuales, cuya lógica supone la posibilidad de que otros, a su vez, se desencadenarán como consecuencia de los anteriores.

George Orwell, otro novelista inglés, predijo, en 1948, en su libro “1984”, lo que sería la vida de las personas, rigurosamente vigiladas por los policías a través de monitores y convertidos en guardianes hasta del pensamiento de los ciudadanos, sometidos por un Estado autoritario que doblegaría su voluntad. Y aunque más tarde diría que quizás no suceda tal como lo describe en su novela, reitera que “podría ser algo semejante”. Y junto con ellos, Alvin Toffler imaginando en los años 60 la posibilidad de la clonación humana; o Arthur C. Clark hablando de las redes y la virtualidad en las comunicaciones. Y muchos como F. Fukuyama, quien analiza la pérdida de valores en la sociedad del futuro, y su necesidad de rescatarlos. Todos ellos previendo el posible futuro de nuestro mundo, con solo contemplar lo que está sucediendo en el presente.

Ahora, adentrados ya en este nuevo siglo, nosotros mismos hemos podido ver cómo algunas predicciones de esos futurólogos comienzan a cumplirse en nuestra vida, y se hace cada día más evidente que en un corto tiempo ciertas cosas ya no existirán más, o al menos no como ahora las conocemos y empleamos. El dinero físico, ya suplido por plásticos; muchas ventas en tiendas, ahora realizadas por transacciones electrónicas; los famosos bitcoins, que ya incluso se empiezan a emplear en Corporativos financieros; los códigos que suplen a otros códigos ya obsoletos. La paulatina desaparición de los periódicos, el papel mismo, el libro, la pantallización de la vida por tabletas, smartphones y todo tipo de dispositivos móviles que ya sin duda dominan nuestras comunidades y que han convertido al hombre en un “simio tecnologizado”, según dice un pensador moderno.

Pero yo quiero hacer un énfasis especial en dos fenómenos de desaparición-sustitución cuya trascendencia pueden impactar el mundo sobre todo el de los niños y los jóvenes, porque se refieren al futuro que les tocará vivir: las instituciones educativas y la relación del hombre con los ecosistemas, cuya atención o descuido marcará para siempre sus vidas.

La escuela, como paradigma mundialmente aceptado para la educación formal, está ahora sujeta a un análisis riguroso, en cuanto a las formas y sistemas hasta hoy empleados en el proceso enseñanza-aprendizaje. La pandemia dejó ver muchos resquicios antes no contemplados, que la innovación tecnológica aplicada a la educación pudo ayudar a solventar, porque de otra manera, el daño en el aprovechamiento escolar, hubiera sido mayor. Afortunadamente la sabiduría y la prudencia de educadores, trabajando junto con diseñadores de plataformas tecnológicas útiles para la didáctica académica, podrán dar un nuevo rumbo a todo el proceso, sin que la esencia misma del quehacer educativo se pierda, ni los afanes de los modernos disruptores pedagógicos busquen o pretendan reemplazar, con solo herramientas tecnológicas, a las aulas o a los maestros ni a los contenidos de los programas escolares. Todo será cuestión de sano equilibrio.

Más dramático que lo anterior es el desastre profetizado para nuestro planeta si, como hasta ahora hemos hecho, descuidamos nuestra relación con los ecosistemas físicos que sostienen nuestras vidas. Y no se trata solo del calentamiento global, el plástico y la polución de los mares, ríos y lagunas, ya de por sí una amenaza seria. Es también el desprecio hacia las energías limpias y su uso como un necesario respiro para nuestro planeta y el no querer abandonar definitivamente todo uso de combustibles fósiles cuyo consumo está ya sobrepasando los límites que señalan los expertos para nuestra supervivencia en la Madre Tierra.

Pero ojalá que también, por muy moderno y progresista que el mundo devenga, algunas otras cosas no sean sustituidas jamás. Que no desaparezca la pasión por la lectura y el pensamiento complejo. Que juntamente con las cosas que por inútiles desecharemos ya de nuestros hogares, no se vayan también el amor, el gusto por la música y la poesía y que la creatividad sencilla y la construcción de sueños perviva en el tiempo más allá de los resultados tangibles que nos dan las cosas materiales. Y que el afecto siga siendo el motor de su vida, sin el cual todo progreso será solo una tragedia o una estupidez. O ambas, lo que sería más patético.

Pero quizás una de las cosas que más debería dolernos será la ausencia de nuestra privacidad. Esa sagrada posesión que por desgracia hemos descuidado neciamente. Ahora ya nadie es capaz de preservar su intimidad sin el riesgo de que ella pueda ser violada sistemáticamente por esa multitud de “voyeuristas” cibernéticos, mercaderes del morbo y el escándalo, que se han montado sobre el progreso tecnológico pero solo para su beneficio. Pero afortunadamente, lo único que no cambiará en el futuro serán los recuerdos. Y esto de muchas formas es verdad. Gabriel García Márquez afirmó alguna vez que “la vida no es lo que se vive, sino lo que se recuerda. Y de ella, lo que se recuerda para contarlo”.

Ojalá que esas modificaciones, que sin duda vendrán, no sean solo cosméticas, sino que transformen en verdad el corazón del hombre. Y permanezca siempre en él lo que le reconcilia con su esencia y no solo aquello que, por novedoso y reciente, piensa lo hará mejor. Porque si así no fuera, quizás en ese futuro los cambios serán aceptados solo porque lo son, y estos serán únicamente para mentes brillantes, es cierto, pero sin corazón, ni sentimientos.

LAS DESAPARICIONES

“…buscar como quien va a encontrar,

encontrar como quien aún busca,

porque cuando encontramos,

es que realmente comenzamos…”

San Agustín De Trinitate

Hay ciertos pensadores y futurólogos contemporáneos que, como ya lo había hecho a mediados del siglo pasado el británico Aldous Huxley en su novela “Un mundo feliz”, predicen que ciertas cosas desaparecerán en un futuro inmediato, para ser inevitablemente sustituidas por otras. En el caso de la novela mencionada, el escritor afirma que mediante innovaciones tecnológicas referidas fundamentalmente a la manipulación genética, los cultivos humanos, como la llamada eugenesia y el manejo de las emociones a través de drogas y la hipnosis, el mundo y las personas cambiarán radicalmente.

Todas esas dramáticas afirmaciones con relación a hechos que, según dichos visionarios del futuro, acaecerán más adelante y que en otro tiempo ni imaginarse podían, son resultado del análisis y la observación de circunstancias, sucesos y experiencias actuales, cuya lógica supone la posibilidad de que otros, a su vez, se desencadenarán como consecuencia de los anteriores.

George Orwell, otro novelista inglés, predijo, en 1948, en su libro “1984”, lo que sería la vida de las personas, rigurosamente vigiladas por los policías a través de monitores y convertidos en guardianes hasta del pensamiento de los ciudadanos, sometidos por un Estado autoritario que doblegaría su voluntad. Y aunque más tarde diría que quizás no suceda tal como lo describe en su novela, reitera que “podría ser algo semejante”. Y junto con ellos, Alvin Toffler imaginando en los años 60 la posibilidad de la clonación humana; o Arthur C. Clark hablando de las redes y la virtualidad en las comunicaciones. Y muchos como F. Fukuyama, quien analiza la pérdida de valores en la sociedad del futuro, y su necesidad de rescatarlos. Todos ellos previendo el posible futuro de nuestro mundo, con solo contemplar lo que está sucediendo en el presente.

Ahora, adentrados ya en este nuevo siglo, nosotros mismos hemos podido ver cómo algunas predicciones de esos futurólogos comienzan a cumplirse en nuestra vida, y se hace cada día más evidente que en un corto tiempo ciertas cosas ya no existirán más, o al menos no como ahora las conocemos y empleamos. El dinero físico, ya suplido por plásticos; muchas ventas en tiendas, ahora realizadas por transacciones electrónicas; los famosos bitcoins, que ya incluso se empiezan a emplear en Corporativos financieros; los códigos que suplen a otros códigos ya obsoletos. La paulatina desaparición de los periódicos, el papel mismo, el libro, la pantallización de la vida por tabletas, smartphones y todo tipo de dispositivos móviles que ya sin duda dominan nuestras comunidades y que han convertido al hombre en un “simio tecnologizado”, según dice un pensador moderno.

Pero yo quiero hacer un énfasis especial en dos fenómenos de desaparición-sustitución cuya trascendencia pueden impactar el mundo sobre todo el de los niños y los jóvenes, porque se refieren al futuro que les tocará vivir: las instituciones educativas y la relación del hombre con los ecosistemas, cuya atención o descuido marcará para siempre sus vidas.

La escuela, como paradigma mundialmente aceptado para la educación formal, está ahora sujeta a un análisis riguroso, en cuanto a las formas y sistemas hasta hoy empleados en el proceso enseñanza-aprendizaje. La pandemia dejó ver muchos resquicios antes no contemplados, que la innovación tecnológica aplicada a la educación pudo ayudar a solventar, porque de otra manera, el daño en el aprovechamiento escolar, hubiera sido mayor. Afortunadamente la sabiduría y la prudencia de educadores, trabajando junto con diseñadores de plataformas tecnológicas útiles para la didáctica académica, podrán dar un nuevo rumbo a todo el proceso, sin que la esencia misma del quehacer educativo se pierda, ni los afanes de los modernos disruptores pedagógicos busquen o pretendan reemplazar, con solo herramientas tecnológicas, a las aulas o a los maestros ni a los contenidos de los programas escolares. Todo será cuestión de sano equilibrio.

Más dramático que lo anterior es el desastre profetizado para nuestro planeta si, como hasta ahora hemos hecho, descuidamos nuestra relación con los ecosistemas físicos que sostienen nuestras vidas. Y no se trata solo del calentamiento global, el plástico y la polución de los mares, ríos y lagunas, ya de por sí una amenaza seria. Es también el desprecio hacia las energías limpias y su uso como un necesario respiro para nuestro planeta y el no querer abandonar definitivamente todo uso de combustibles fósiles cuyo consumo está ya sobrepasando los límites que señalan los expertos para nuestra supervivencia en la Madre Tierra.

Pero ojalá que también, por muy moderno y progresista que el mundo devenga, algunas otras cosas no sean sustituidas jamás. Que no desaparezca la pasión por la lectura y el pensamiento complejo. Que juntamente con las cosas que por inútiles desecharemos ya de nuestros hogares, no se vayan también el amor, el gusto por la música y la poesía y que la creatividad sencilla y la construcción de sueños perviva en el tiempo más allá de los resultados tangibles que nos dan las cosas materiales. Y que el afecto siga siendo el motor de su vida, sin el cual todo progreso será solo una tragedia o una estupidez. O ambas, lo que sería más patético.

Pero quizás una de las cosas que más debería dolernos será la ausencia de nuestra privacidad. Esa sagrada posesión que por desgracia hemos descuidado neciamente. Ahora ya nadie es capaz de preservar su intimidad sin el riesgo de que ella pueda ser violada sistemáticamente por esa multitud de “voyeuristas” cibernéticos, mercaderes del morbo y el escándalo, que se han montado sobre el progreso tecnológico pero solo para su beneficio. Pero afortunadamente, lo único que no cambiará en el futuro serán los recuerdos. Y esto de muchas formas es verdad. Gabriel García Márquez afirmó alguna vez que “la vida no es lo que se vive, sino lo que se recuerda. Y de ella, lo que se recuerda para contarlo”.

Ojalá que esas modificaciones, que sin duda vendrán, no sean solo cosméticas, sino que transformen en verdad el corazón del hombre. Y permanezca siempre en él lo que le reconcilia con su esencia y no solo aquello que, por novedoso y reciente, piensa lo hará mejor. Porque si así no fuera, quizás en ese futuro los cambios serán aceptados solo porque lo son, y estos serán únicamente para mentes brillantes, es cierto, pero sin corazón, ni sentimientos.

LAS DESAPARICIONES

“…buscar como quien va a encontrar,

encontrar como quien aún busca,

porque cuando encontramos,

es que realmente comenzamos…”

San Agustín De Trinitate