/ domingo 28 de junio de 2020

Las trampas de la mente

Basada en una supremacía que, según los filósofos es de naturaleza metafísica y por eso al parecer incontrovertible, la mente nos pone a menudo trampas de las cuales es difícil escapar.

El primero, aunque quizás el menos evidente engaño a que nos somete la razón, parte de nuestra misma esencia constitutiva. El hombre es “un animal racional”, sentenció Aristóteles. A partir de eso, que es cierto lo define, la razón pretende establecer que todo lo que enuncia, determina y especula, debe ser lógico, congruente y correcto. Pero la verdad es que no siempre es así.

Porque aún sin dudar de su origen magnífico, debemos aceptar que la mente puede a veces equivocarse cuando emite sus juicios, y que su razonamiento puede ser también falaz. Por eso y desde una visión de conocimiento puro, los dictados de la razón, para que sean razonables, deberían ser de “lo razonable”. Y esta lógica sí es al parecer indiscutible.

Quizás el ejemplo más claro y definitivo que demuestra lo anterior, es la mentalidad errada que sobre sí mismos debieron los líderes de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Nadie pone en duda la inteligencia y la capacidad raciocinante de los alemanes. Pero seducidos por la trampa de su ego, creyeron ser de una raza superior, la única que debería sobrevivir, que duraría “al menos mil años” y de ello convencieron a su pueblo. El resultado fue el holocausto. Millones de judíos, negros, polacos y gitanos murieron en sus campos de exterminio como consecuencia de los dictados de su “mente brillante”, y de su autoproclamada “insuperable” genética.

Cuando la mente nos engaña lo hace siempre con “razonadas sinrazones”: (la razón de la sinrazón, la llama Cervantes) Así, pensadores cuyas sentencias no dudaríamos en apoyar con nuestra firma, han expresado alguna vez ideas que distan mucho de poder ser sostenidas. Santo Tomás llegó a afirmar que las mujeres “no tenían alma”; Nietzsche afirmaba de ellas también que eran seres “de cabello largo e ideas cortas” y modernamente algunos filósofos avalan el falso dilema de que “es mejor un tramposo eficiente en un negocio, que un santo ineficiente”. Y Aristóteles estaba convencido que la razón aceptaba la esclavitud.

Basados en esa lógica falaz fue también que actuaron los conquistadores en nuestro continente. Ellos determinaron que nuestros ancestros los indígenas no eran “gentes de razón”, por lo cual era normal esclavizarlos, quitarles todos sus bienes o incluso asesinarlos. Y lo mismo sucedió con la persecución en contra de Galileo por la Inquisición y sus dogmas excluyentes, todos ellos frutos de un razonamiento en apariencia bien meditado, pero cuyo error de diseño aún lamentan los descendientes de quienes lo decretaron, ya que fueron trampas que la mente propuso a su vanidad, y que el poder, la autocomplacencia y la soberbia se encargaron de presentar como verdades probadas, cuando no lo eran.

Pero las trampas con que la mente nos sigue engañando en la actualidad y tal vez con mayor vehemencia, son más seductoras cada día. La razón nos dice, por ejemplo, que son los títulos por sí mismos y los puestos, cuanto más encumbrados mejor, los que determinan finalmente nuestra calidad como personas. No el conocimiento o la sabiduría, sino un papel colgado en la pared. No el trabajo o la decisión de servir, sino el lugar que ocupamos en el escalafón laboral, que casi siempre se mide por los metros de oficina, la comodidad del ambiente y las personas que están a nuestro servicio.

La razón nos engaña infundiendo en nosotros la absurda creencia de que no es mejor ser sabios, sino astutos, que actuar de acuerdo con normas civilizadas es de tontos y que no importa la presencia de quienes amas si tu ausencia es recompensada con objetos relucientes que son sólo afanes compensatorios, como decía Freud, que llenan vacíos, pero no los colman.

La mente nos lleva así de la mano a adorar “el borrego de oro”, como única posibilidad del logro y el reconocimiento. Si no se tiene acceso al “círculo rojo”; si no se tiene dinero, fama o poder, la persona no vale nada, como quiera que todo lo anterior haya sido conseguido. Por eso la mente hace a un lado lo único que vale la pena cultivar, que es el pensamiento reflexivo y profundo, convierte al hombre en esclavo de lo banal, del “rating” televisivo, de la moda engañosa, del sueño enajenante, de la vanidad efímera y del consumismo; para colocar en su lugar el poseer, en lugar de ser, servir y trascender. Por eso es tan importante educar y no sólo informar, para así dar sentido humano a todo lo que se enseña y se aprende.

Es verdad. Cada vez resulta más evidente que aun siendo nuestra esencia constitutiva la razón, todavía nos puede engañar con ciertos paradigmas, que son a menudo mapas equivocados o incompletos de la realidad objetiva. Puede hacernos creer que efectivamente somos capaces de detener la edad con los mil menjurjes que nos recomiendan los charlatanes o que podemos, con ciertos artefactos mecánicos sofisticados, bajar de peso, aunque no hagamos una dieta efectiva. Que es verdad que el que no transa no avanza y que los avances tecnológicos son fines en sí mismos y no simples herramientas que nos facilitan el progreso. Y que debe ser cierto que la bondad, los valores y los principios son sólo un estorbo para el crecimiento personal y la plena autorrealización, tal como lo demuestra el avasallador e insoslayable espejo social.

Por eso, aun privilegiados con nuestro mayor timbre de gloria que es la razón, con la que fuimos constituidos como “reyes de la creación”, y aprendimos a dar nombre a todas las cosas, podremos un día ser llevados, si no la usamos recta y sabiamente, a destruir nuestro hábitat terrenal en lugar de participar activamente en su perfeccionamiento. Porque aun siendo definidos por ella, la razón requiere de ciertos elementos que le ayuden a discernir entre lo que en verdad es fundamental para el crecimiento del ser humano y lo que no lo es. La razón no es la panacea si no se les somete también a las reglas de la rectitud, la conciencia y la reflexión.

Cuando recibió el premio Nobel de economía, John Forbes Nash Jr. quiso dejar en su discurso de recepción un testimonio de lo infiel que podía ser el sólo razonamiento, si no se le acompaña de cierta dosis de lo que él llamó “la lógica del corazón”. Creer sólo en la infalibilidad del pensamiento es despreciar las posibilidades de las otras potencias del alma que son igualmente importantes, como el sentimiento, la compasión y la generosidad, finalmente las partes torales del ser humano en su continua e inacabada evolución hacia la conciencia.

El presidente JF Kennedy afirmó en una ocasión ante un grupo de intelectuales, que suele suceder que mientras más conocimientos adquirimos, más ignorantes nos volvemos.

Si no me cree, reexamine un día sus certidumbres. Le aseguro se llevará más de una sorpresa.

LAS TRAMPAS DE LA MENTE.

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“…de nada sirven unos ojos vivos,

en un cerebro muerto…”

Proverbio árabe

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Rubén Núñez de Cáceres V.

“…de nada sirven unos ojos vivos,

en un cerebro muerto…”

Proverbio árabe

Basada en una supremacía que, según los filósofos es de naturaleza metafísica y por eso al parecer incontrovertible, la mente nos pone a menudo trampas de las cuales es difícil escapar.

El primero, aunque quizás el menos evidente engaño a que nos somete la razón, parte de nuestra misma esencia constitutiva. El hombre es “un animal racional”, sentenció Aristóteles. A partir de eso, que es cierto lo define, la razón pretende establecer que todo lo que enuncia, determina y especula, debe ser lógico, congruente y correcto. Pero la verdad es que no siempre es así.

Porque aún sin dudar de su origen magnífico, debemos aceptar que la mente puede a veces equivocarse cuando emite sus juicios, y que su razonamiento puede ser también falaz. Por eso y desde una visión de conocimiento puro, los dictados de la razón, para que sean razonables, deberían ser de “lo razonable”. Y esta lógica sí es al parecer indiscutible.

Quizás el ejemplo más claro y definitivo que demuestra lo anterior, es la mentalidad errada que sobre sí mismos debieron los líderes de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Nadie pone en duda la inteligencia y la capacidad raciocinante de los alemanes. Pero seducidos por la trampa de su ego, creyeron ser de una raza superior, la única que debería sobrevivir, que duraría “al menos mil años” y de ello convencieron a su pueblo. El resultado fue el holocausto. Millones de judíos, negros, polacos y gitanos murieron en sus campos de exterminio como consecuencia de los dictados de su “mente brillante”, y de su autoproclamada “insuperable” genética.

Cuando la mente nos engaña lo hace siempre con “razonadas sinrazones”: (la razón de la sinrazón, la llama Cervantes) Así, pensadores cuyas sentencias no dudaríamos en apoyar con nuestra firma, han expresado alguna vez ideas que distan mucho de poder ser sostenidas. Santo Tomás llegó a afirmar que las mujeres “no tenían alma”; Nietzsche afirmaba de ellas también que eran seres “de cabello largo e ideas cortas” y modernamente algunos filósofos avalan el falso dilema de que “es mejor un tramposo eficiente en un negocio, que un santo ineficiente”. Y Aristóteles estaba convencido que la razón aceptaba la esclavitud.

Basados en esa lógica falaz fue también que actuaron los conquistadores en nuestro continente. Ellos determinaron que nuestros ancestros los indígenas no eran “gentes de razón”, por lo cual era normal esclavizarlos, quitarles todos sus bienes o incluso asesinarlos. Y lo mismo sucedió con la persecución en contra de Galileo por la Inquisición y sus dogmas excluyentes, todos ellos frutos de un razonamiento en apariencia bien meditado, pero cuyo error de diseño aún lamentan los descendientes de quienes lo decretaron, ya que fueron trampas que la mente propuso a su vanidad, y que el poder, la autocomplacencia y la soberbia se encargaron de presentar como verdades probadas, cuando no lo eran.

Pero las trampas con que la mente nos sigue engañando en la actualidad y tal vez con mayor vehemencia, son más seductoras cada día. La razón nos dice, por ejemplo, que son los títulos por sí mismos y los puestos, cuanto más encumbrados mejor, los que determinan finalmente nuestra calidad como personas. No el conocimiento o la sabiduría, sino un papel colgado en la pared. No el trabajo o la decisión de servir, sino el lugar que ocupamos en el escalafón laboral, que casi siempre se mide por los metros de oficina, la comodidad del ambiente y las personas que están a nuestro servicio.

La razón nos engaña infundiendo en nosotros la absurda creencia de que no es mejor ser sabios, sino astutos, que actuar de acuerdo con normas civilizadas es de tontos y que no importa la presencia de quienes amas si tu ausencia es recompensada con objetos relucientes que son sólo afanes compensatorios, como decía Freud, que llenan vacíos, pero no los colman.

La mente nos lleva así de la mano a adorar “el borrego de oro”, como única posibilidad del logro y el reconocimiento. Si no se tiene acceso al “círculo rojo”; si no se tiene dinero, fama o poder, la persona no vale nada, como quiera que todo lo anterior haya sido conseguido. Por eso la mente hace a un lado lo único que vale la pena cultivar, que es el pensamiento reflexivo y profundo, convierte al hombre en esclavo de lo banal, del “rating” televisivo, de la moda engañosa, del sueño enajenante, de la vanidad efímera y del consumismo; para colocar en su lugar el poseer, en lugar de ser, servir y trascender. Por eso es tan importante educar y no sólo informar, para así dar sentido humano a todo lo que se enseña y se aprende.

Es verdad. Cada vez resulta más evidente que aun siendo nuestra esencia constitutiva la razón, todavía nos puede engañar con ciertos paradigmas, que son a menudo mapas equivocados o incompletos de la realidad objetiva. Puede hacernos creer que efectivamente somos capaces de detener la edad con los mil menjurjes que nos recomiendan los charlatanes o que podemos, con ciertos artefactos mecánicos sofisticados, bajar de peso, aunque no hagamos una dieta efectiva. Que es verdad que el que no transa no avanza y que los avances tecnológicos son fines en sí mismos y no simples herramientas que nos facilitan el progreso. Y que debe ser cierto que la bondad, los valores y los principios son sólo un estorbo para el crecimiento personal y la plena autorrealización, tal como lo demuestra el avasallador e insoslayable espejo social.

Por eso, aun privilegiados con nuestro mayor timbre de gloria que es la razón, con la que fuimos constituidos como “reyes de la creación”, y aprendimos a dar nombre a todas las cosas, podremos un día ser llevados, si no la usamos recta y sabiamente, a destruir nuestro hábitat terrenal en lugar de participar activamente en su perfeccionamiento. Porque aun siendo definidos por ella, la razón requiere de ciertos elementos que le ayuden a discernir entre lo que en verdad es fundamental para el crecimiento del ser humano y lo que no lo es. La razón no es la panacea si no se les somete también a las reglas de la rectitud, la conciencia y la reflexión.

Cuando recibió el premio Nobel de economía, John Forbes Nash Jr. quiso dejar en su discurso de recepción un testimonio de lo infiel que podía ser el sólo razonamiento, si no se le acompaña de cierta dosis de lo que él llamó “la lógica del corazón”. Creer sólo en la infalibilidad del pensamiento es despreciar las posibilidades de las otras potencias del alma que son igualmente importantes, como el sentimiento, la compasión y la generosidad, finalmente las partes torales del ser humano en su continua e inacabada evolución hacia la conciencia.

El presidente JF Kennedy afirmó en una ocasión ante un grupo de intelectuales, que suele suceder que mientras más conocimientos adquirimos, más ignorantes nos volvemos.

Si no me cree, reexamine un día sus certidumbres. Le aseguro se llevará más de una sorpresa.

LAS TRAMPAS DE LA MENTE.

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“…de nada sirven unos ojos vivos,

en un cerebro muerto…”

Proverbio árabe

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Rubén Núñez de Cáceres V.

“…de nada sirven unos ojos vivos,

en un cerebro muerto…”

Proverbio árabe