/ domingo 25 de septiembre de 2022

Lo grandote por lo grandioso

Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir: Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí. Cuévano es ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro.

Si no es cabeza de la diócesis es nomás porque durante el siglo pasado fue hervidero de liberales. Por esta razón, el obispo está en Pedrones, que es ciudad más grande.

Los de Pedrones, dicen en Cuévano, confunden lo grandioso con lo grandote.

En “Estas ruinas que ves”, obra en donde tiene lugar el anterior relato, Ibargüengoitia describe con su genial mordacidad esa astuta característica con la que los mexicanos sustituimos subrepticiamente a falta de mejor cosa que presumir la cantidad por la calidad, lo grandote por lo grandioso.

Algunos dirán que la cantidad tiene su propia calidad, pero lo cierto es que la calidad reviste características esenciales intransferibles de una cosa a otra, mientras la cantidad es mudable en cualquier clase de objeto sin detrimento alguno.

Basta ver cómo en nuestro país abundan “competencias” en las que por cierto nadie más está interesado en participar, por ejemplo, recientemente en Tampico se anunció la preparación del pozole más grande del mundo, mientras el récord por la preparación del cóctel de camarón más grande lo obtuvo Mazatlán, Sinaloa y posteriormente le fue arrebatado el título por la ciudad de San Fernando, Tamaulipas, pero también existen récords en la preparación de roscas, tamales etc., certámenes que sin detrimento alguno entre ellos comparten la misma e indiferenciada característica basada solo en el volumen.

El artificio de esta confusión radica en el hecho de que fonéticamente lo grandote y lo grandioso parecieran estar emparentados por compartir la misma raíz gramatical, pero poseen una distinta derivación.

Imaginemos a la inversa algo grandioso que no sea susceptible de encajar en el concepto de grandote, por ejemplo cuando escuchamos una pieza musical o presenciamos una obra de arte, si la misma colma de manera excepcional nuestras emociones podemos y solemos decir que la misma es magnífica o grandiosa, no exclamamos que es grandota como si nos refiriéramos a un cóctel de camarón, en cuyo caso sólo cabría decirlo sobre su sabor que atañe solo a su calidad y no a la cantidad.

Lo anterior importa no solo como crítica social, sino que atañe a la constatación de una carencia en nuestra educación estética porque nosotros, a diferencia de los griegos, carecimos en nuestra formación cívica de la determinación estética.

En la poética, Aristóteles, el gran mediador de extremos, describe las características que deben guardar las cosas para que sean bellas, entre ellas la proporción, porque la grandeza descomunal no se abarca de un solo golpe de vista; “no perciben los ojos de los que miran por partes el uno y el todo, como si hubiese un animal de legua y media. Así que como los cuerpos y los animales han de tener grandeza, sí, mas proporcionada a la vista, así conviene dar a las fábulas tal extensión que pueda la memoria retenerla”.

Como se dijo, Aristóteles no establece sino solo se limita a describir una regla estética que regía desde muchos siglos antes de él en la Grecia clásica como lo era el de la proporción.

Por ejemplo, cuando Pericles mandó construir el Partenón, templo que produce admiración y es causa de imitación por su equilibrio y severo aspecto en la actualidad, pero que en la antigüedad fue motivo de consternación entre la población de Atenas, por su volumen monumental con sus ocho columnas en lugar de las tradicionales seis con las que la mayoría de las edificaciones eran construidas.

El modelo, como han señalado algunos expertos en el tema, tan no tuvo éxito que sus dimensiones no se replicaron más allá de un par de templos y no más, por resultar exagerado.

En los griegos, con sus rígidos valores estéticos, era sancionado aquello que se salía de la norma de la proporcionalidad, nada más ajeno para ellos que hacer algo solo por el gusto a lo descomunal.

Finalmente, el problema no es que haya tantas competencias desmesuradas, sino que sean las que más destaquen en ausencia de otras en las que como país y sociedad, también se puedan resaltar de forma constante los aspectos cualitativos que hablarían de nuestro orden y propósito en la vida como nación, como con los griegos pasó con el prestigio que los acompaña a lo largo de los siglos.

Regeneración.

Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir: Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí. Cuévano es ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro.

Si no es cabeza de la diócesis es nomás porque durante el siglo pasado fue hervidero de liberales. Por esta razón, el obispo está en Pedrones, que es ciudad más grande.

Los de Pedrones, dicen en Cuévano, confunden lo grandioso con lo grandote.

En “Estas ruinas que ves”, obra en donde tiene lugar el anterior relato, Ibargüengoitia describe con su genial mordacidad esa astuta característica con la que los mexicanos sustituimos subrepticiamente a falta de mejor cosa que presumir la cantidad por la calidad, lo grandote por lo grandioso.

Algunos dirán que la cantidad tiene su propia calidad, pero lo cierto es que la calidad reviste características esenciales intransferibles de una cosa a otra, mientras la cantidad es mudable en cualquier clase de objeto sin detrimento alguno.

Basta ver cómo en nuestro país abundan “competencias” en las que por cierto nadie más está interesado en participar, por ejemplo, recientemente en Tampico se anunció la preparación del pozole más grande del mundo, mientras el récord por la preparación del cóctel de camarón más grande lo obtuvo Mazatlán, Sinaloa y posteriormente le fue arrebatado el título por la ciudad de San Fernando, Tamaulipas, pero también existen récords en la preparación de roscas, tamales etc., certámenes que sin detrimento alguno entre ellos comparten la misma e indiferenciada característica basada solo en el volumen.

El artificio de esta confusión radica en el hecho de que fonéticamente lo grandote y lo grandioso parecieran estar emparentados por compartir la misma raíz gramatical, pero poseen una distinta derivación.

Imaginemos a la inversa algo grandioso que no sea susceptible de encajar en el concepto de grandote, por ejemplo cuando escuchamos una pieza musical o presenciamos una obra de arte, si la misma colma de manera excepcional nuestras emociones podemos y solemos decir que la misma es magnífica o grandiosa, no exclamamos que es grandota como si nos refiriéramos a un cóctel de camarón, en cuyo caso sólo cabría decirlo sobre su sabor que atañe solo a su calidad y no a la cantidad.

Lo anterior importa no solo como crítica social, sino que atañe a la constatación de una carencia en nuestra educación estética porque nosotros, a diferencia de los griegos, carecimos en nuestra formación cívica de la determinación estética.

En la poética, Aristóteles, el gran mediador de extremos, describe las características que deben guardar las cosas para que sean bellas, entre ellas la proporción, porque la grandeza descomunal no se abarca de un solo golpe de vista; “no perciben los ojos de los que miran por partes el uno y el todo, como si hubiese un animal de legua y media. Así que como los cuerpos y los animales han de tener grandeza, sí, mas proporcionada a la vista, así conviene dar a las fábulas tal extensión que pueda la memoria retenerla”.

Como se dijo, Aristóteles no establece sino solo se limita a describir una regla estética que regía desde muchos siglos antes de él en la Grecia clásica como lo era el de la proporción.

Por ejemplo, cuando Pericles mandó construir el Partenón, templo que produce admiración y es causa de imitación por su equilibrio y severo aspecto en la actualidad, pero que en la antigüedad fue motivo de consternación entre la población de Atenas, por su volumen monumental con sus ocho columnas en lugar de las tradicionales seis con las que la mayoría de las edificaciones eran construidas.

El modelo, como han señalado algunos expertos en el tema, tan no tuvo éxito que sus dimensiones no se replicaron más allá de un par de templos y no más, por resultar exagerado.

En los griegos, con sus rígidos valores estéticos, era sancionado aquello que se salía de la norma de la proporcionalidad, nada más ajeno para ellos que hacer algo solo por el gusto a lo descomunal.

Finalmente, el problema no es que haya tantas competencias desmesuradas, sino que sean las que más destaquen en ausencia de otras en las que como país y sociedad, también se puedan resaltar de forma constante los aspectos cualitativos que hablarían de nuestro orden y propósito en la vida como nación, como con los griegos pasó con el prestigio que los acompaña a lo largo de los siglos.

Regeneración.