/ domingo 8 de abril de 2018

Los avatares del teatro

El desaparecido director Fernando Wagner (1905-1973) en su libro “Teoría y técnica teatral”, mencionaba que había tres factores que integraban el quehacer teatral...

El público, el actor y el autor teatral (aunque para algunos intelectuales, el verdadero actor no necesita el aplauso del respetable, sólo necesita un foro vacío para desarrollar su arte, lo cual le brindará su satisfacción total). Y del equilibrio de estas tres fuerzas dependía en gran manera el éxito de la puesta en escena.

Por eso, los espectadores que asisten a una función teatral se enfrentan a un cúmulo de inquietantes sensaciones que podrán erizarle la piel, subyugarlo hasta la saciedad o provocarle terribles emociones que lo alejarán para siempre de este apasionado arte. Pero cuando los actores logran la comunión con los espectadores, convertirlos de un ser individual, a lo que decía Wagner, “un alma colectiva” pueden suceder las más disparatadas escenas en cuanto se refiere a la comedia.

Como lo que me tocó observar en una función que se desarrolló en el extinto cine Madero, cuando se presentó en los ochentas la obra “Cleopatra metió la pata”. Corrían los primeros minutos de la obra, cuando Benny Ibarra, quien personificaba a Cleopatra, aparecía en escena con un vestido entallado, rojo pasión, con el cabello ensortijado a la usanza de aquellos tiempos, el público que había abarrotado el recinto, brincó de gusto al contemplar la cómica transformación, situación que a Ibarra pareció no gustarle la cantidad de piropos y chiflidos de admiración que los concurrentes le lanzaban. Y así salió del escenario, no sin antes con un ademán de brazos recordarnos a nuestra progenitora, ante los azorados ojos de los presentes, para regresar segundos después por un lado del escenario ante la ovación y carcajeadas del público que estaba feliz por la puntada del recordatorio materno.

Ya en el sexenio del presidente Zedillo, asistí de nueva cuenta al cine Madero, a presenciar la obra “¡Carlos y Raúl, qué encanto!” con el comediante Luis de Alba, quien interpretaba a Carlos Salinas de Gortari. En una de las escenas donde tenía una conversación telefónica con el propio Zedillo, Salinas de Gortari le reclamaba el encarcelamiento de su hermano. Gortari (Luis de Alba): - ¿Cómo que yo te dije que metieras a la cárcel a mi hermano? Te dije que ahora que ya estabas de presidente le dieras duro al saqueo, a la corrupción, que te fijaras en mi carnal, aprende a Raúl, aprende a Raúl, no que lo metieras al bote. Sin embargo, cuando estaba por finalizar el primer acto, una de las bocinas empezó a fallar, ocasionando que una parte de la gente no escuchara el micrófono que usaba el cómico, agudizándose la falta de acústica en el lugar, para esto De Alba dejó de actuar, se dirigió muy solícito a la parte del público que gritaba que no se percibía su voz: -No se escucha, preguntó el actor. Un estruendoso, no se escuchó por parte del grupo de personas, a lo que el histrión cómicamente reviró, entonces para que ingaos me contestan si no me escuchan; no se crean, en un momento les arreglan la bocina. Y la función continuó.

Para el dramaturgo mexicano Alejandro Licona, la comedia es un género que se presta muy bien para ejercitar la sátira social, pues como ha dicho el propio escritor: “Mediante la comedia uno se queja, señala o critica a una persona, un sistema y ni quien se enoje”. Por supuesto, lo dicho en ese género debe de estar justificado, para no caer en algo que en el argot teatral se llama “Morcilla” (diálogo improvisado, sin ton ni son), como la enseñanza que nos dejó el considerado “El señor teatro”, Manolo Fábregas, cuando produjo en 1958 “Mi bella dama”, estrenando la obra en el Palacio de Bellas Artes, siendo inmediatamente un trancazo de taquilla. En ella actuaba el tenor mexicano Mario Alberto Rodríguez, que interpretaba al bonachón padre de la bella dama. Sucede que por aquellos tiempos logró el campeonato de box José “Joe” Becerra, la felicidad nacional fue tanta que hizo que Rodríguez se emocionara con la hazaña, que durante su número musical (que era de los más gustados y que el público pedía repetir, gritó: “Ganó Becerra”, hecho que los espectadores aplaudieron la morcilla, sin darle mucha importancia que la obra estuviera ambientada en Inglaterra, hecho que a Manolo Fábregas molestó, decidiendo respetar el libreto e imponer la disciplina teatral, sustituyendo a Rodríguez por otro actor en la segunda función. Sí, el teatro es mágico, instantáneo, irrepetible y verdadero, más verdadero que la vida misma.

El desaparecido director Fernando Wagner (1905-1973) en su libro “Teoría y técnica teatral”, mencionaba que había tres factores que integraban el quehacer teatral...

El público, el actor y el autor teatral (aunque para algunos intelectuales, el verdadero actor no necesita el aplauso del respetable, sólo necesita un foro vacío para desarrollar su arte, lo cual le brindará su satisfacción total). Y del equilibrio de estas tres fuerzas dependía en gran manera el éxito de la puesta en escena.

Por eso, los espectadores que asisten a una función teatral se enfrentan a un cúmulo de inquietantes sensaciones que podrán erizarle la piel, subyugarlo hasta la saciedad o provocarle terribles emociones que lo alejarán para siempre de este apasionado arte. Pero cuando los actores logran la comunión con los espectadores, convertirlos de un ser individual, a lo que decía Wagner, “un alma colectiva” pueden suceder las más disparatadas escenas en cuanto se refiere a la comedia.

Como lo que me tocó observar en una función que se desarrolló en el extinto cine Madero, cuando se presentó en los ochentas la obra “Cleopatra metió la pata”. Corrían los primeros minutos de la obra, cuando Benny Ibarra, quien personificaba a Cleopatra, aparecía en escena con un vestido entallado, rojo pasión, con el cabello ensortijado a la usanza de aquellos tiempos, el público que había abarrotado el recinto, brincó de gusto al contemplar la cómica transformación, situación que a Ibarra pareció no gustarle la cantidad de piropos y chiflidos de admiración que los concurrentes le lanzaban. Y así salió del escenario, no sin antes con un ademán de brazos recordarnos a nuestra progenitora, ante los azorados ojos de los presentes, para regresar segundos después por un lado del escenario ante la ovación y carcajeadas del público que estaba feliz por la puntada del recordatorio materno.

Ya en el sexenio del presidente Zedillo, asistí de nueva cuenta al cine Madero, a presenciar la obra “¡Carlos y Raúl, qué encanto!” con el comediante Luis de Alba, quien interpretaba a Carlos Salinas de Gortari. En una de las escenas donde tenía una conversación telefónica con el propio Zedillo, Salinas de Gortari le reclamaba el encarcelamiento de su hermano. Gortari (Luis de Alba): - ¿Cómo que yo te dije que metieras a la cárcel a mi hermano? Te dije que ahora que ya estabas de presidente le dieras duro al saqueo, a la corrupción, que te fijaras en mi carnal, aprende a Raúl, aprende a Raúl, no que lo metieras al bote. Sin embargo, cuando estaba por finalizar el primer acto, una de las bocinas empezó a fallar, ocasionando que una parte de la gente no escuchara el micrófono que usaba el cómico, agudizándose la falta de acústica en el lugar, para esto De Alba dejó de actuar, se dirigió muy solícito a la parte del público que gritaba que no se percibía su voz: -No se escucha, preguntó el actor. Un estruendoso, no se escuchó por parte del grupo de personas, a lo que el histrión cómicamente reviró, entonces para que ingaos me contestan si no me escuchan; no se crean, en un momento les arreglan la bocina. Y la función continuó.

Para el dramaturgo mexicano Alejandro Licona, la comedia es un género que se presta muy bien para ejercitar la sátira social, pues como ha dicho el propio escritor: “Mediante la comedia uno se queja, señala o critica a una persona, un sistema y ni quien se enoje”. Por supuesto, lo dicho en ese género debe de estar justificado, para no caer en algo que en el argot teatral se llama “Morcilla” (diálogo improvisado, sin ton ni son), como la enseñanza que nos dejó el considerado “El señor teatro”, Manolo Fábregas, cuando produjo en 1958 “Mi bella dama”, estrenando la obra en el Palacio de Bellas Artes, siendo inmediatamente un trancazo de taquilla. En ella actuaba el tenor mexicano Mario Alberto Rodríguez, que interpretaba al bonachón padre de la bella dama. Sucede que por aquellos tiempos logró el campeonato de box José “Joe” Becerra, la felicidad nacional fue tanta que hizo que Rodríguez se emocionara con la hazaña, que durante su número musical (que era de los más gustados y que el público pedía repetir, gritó: “Ganó Becerra”, hecho que los espectadores aplaudieron la morcilla, sin darle mucha importancia que la obra estuviera ambientada en Inglaterra, hecho que a Manolo Fábregas molestó, decidiendo respetar el libreto e imponer la disciplina teatral, sustituyendo a Rodríguez por otro actor en la segunda función. Sí, el teatro es mágico, instantáneo, irrepetible y verdadero, más verdadero que la vida misma.

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