/ sábado 12 de octubre de 2019

Los domingos de Rigoberto

Todas las noches por el sábado para amanecer domingo, acostado en su cama, clava la mirada en el techo de su casa

Así es como inicia su lucha con el nuevo día que comienza y que, como todos, es el principio de una interminable jornada de ejercicios respiratorios que utiliza como una de las pocas salidas que tiene para vencer la ansiedad que lo agobia.

Respirando boca abajo, exhala con tranquilidad el aire por la boca, tal y como se lo enseñó su doctor en la última consulta.

Es esta la única forma como puede vencer los ataques de ansiedad de los que es víctima todos los domingos.

Para Rigoberto los domingos son una calamidad.

Ya desde el sábado al entrar la noche para recibir al nuevo día es asaltado por el desasosiego que le llena la cabeza de ideas trágicas que le hacen pensar que no podrá salir adelante con éxito las próximas veinticuatro horas.

Llegándole de pronto capítulos enteros de su infancia y su adolescencia que se le agolpan como un aviso previo a los ataques de ansiedad que le cortan la respiración y que lo dejan extenuado durante todo el domingo.

Recuerda con claridad su niñez pegado a la caja registradora de la tienda de su padre que no le permitía jugar con los demás niños y acudir a la" Lucha Libre" que tanto le apasionaba. Para su padre la vida era trabajo. Para Rigoberto: la vida era juego.

Es allí, en ese lapso de tiempo, horas antes de que empezara la función, cuando recuerda que por primera vez, la antigua plaza de toros, donde luchaban sus gladiadores favoritos y no se atrevía a pedirle permiso a su padre para que lo dejara ir.

En medio de un mar de temores no se explicaba por qué su padre, que decía que tanto lo quería, no entendía su afición por estos espectáculos; y que, al contrario, lo obligaba a que atendiera a los clientes que pagaban en la única caja registradora que había en el negocio.

Después, ya adolescente, seguía pegado a la caja como si ésta fuera una especie de "madre toda poderosa".

Ahora ya adulto, sabe que el origen de su obsesión por el dinero y la vida acomodada, se encuentra precisamente en torno de ese objeto inanimado que tanto perjuicio le causó durante su infancia y adolescencia: Una caja registradora marca "Sweda".

Nunca supo de libros, jamás sintió el menor interés por la historia y la poesía. A medida que pasaba el tiempo le resultaba extraño el comportamiento de los jóvenes de su generación, que acudían emocionados a la Universidad para aprender una profesión y hacerle frente a la vida.

Rigoberto decía para sí: "Yo desde los siete años me estoy enfrentando a la vida, trabajando jornadas de catorce horas, atendiendo clientes, cortando telas, y secuestrándolos prácticamente de la calle para que entren a comprar; para qué voy a la Universidad si para mí la mejor Universidad ha sido la vida".

Sin embargo no era feliz del todo, por más que justificaba su falta de preparación con el exitoso estado económico en que vivía. Sentía tristeza, cruel tristeza que lo intranquilizaba y que se acentuaba endemoniadamente los domingos por no haber ido como sus compañeros de generación a la Universidad.

Hoy Rigoberto en los años setenta era un Self made man; era lo que se dice un triunfador. Seguro ante los demás, pero víctima de la inseguridad ante sí mismo.

La etapa más cruel que quería arrancar de su mente era cuando pensó que todas las enfermedades del mundo le llegarían a su organismo. Merced a esta imaginaria sensación, robaba de su propia caja registradora para pagar los mejores especialistas que lo atendían a escondidas de la vigilancia de su padre.

El color rojo era lo que más le gustaba; de rojo había decorado su recámara, sus automóviles eran rojos, sus chamarras en especial eran de este color; y los zapatos (esos, eran su prenda favorita) de una elevada tonalidad rojiza.

El colmo llegó a su vida cuando sin darse cuenta un día caminando por la calle con el garbo que le daba su exitosa vida; de pronto tomó conciencia de que de sus manos colgaba una bolsa de dama color rojo que combinaba coquetamente con sus zapatos.

Fue cuando sintió por primera vez la angustia de que era incorrecta esa combinación y acudió a atenderse inmediatamente; (ahora sí con el consentimiento de su padre que no estaba de acuerdo en que su hijo caminara por las calles vestido de rojo) con el mejor facultativo de la ciudad.

Lo demás ya lo sabemos: sólo mediante ejercicios especiales de respiración, Rigoberto se liberaba de los demonios que por años reprimidos vivían en su mente. Y que eran los responsables de que para él los domingos fueran toda una calamidad.

e-mail: notario177@msn.com

Todas las noches por el sábado para amanecer domingo, acostado en su cama, clava la mirada en el techo de su casa

Así es como inicia su lucha con el nuevo día que comienza y que, como todos, es el principio de una interminable jornada de ejercicios respiratorios que utiliza como una de las pocas salidas que tiene para vencer la ansiedad que lo agobia.

Respirando boca abajo, exhala con tranquilidad el aire por la boca, tal y como se lo enseñó su doctor en la última consulta.

Es esta la única forma como puede vencer los ataques de ansiedad de los que es víctima todos los domingos.

Para Rigoberto los domingos son una calamidad.

Ya desde el sábado al entrar la noche para recibir al nuevo día es asaltado por el desasosiego que le llena la cabeza de ideas trágicas que le hacen pensar que no podrá salir adelante con éxito las próximas veinticuatro horas.

Llegándole de pronto capítulos enteros de su infancia y su adolescencia que se le agolpan como un aviso previo a los ataques de ansiedad que le cortan la respiración y que lo dejan extenuado durante todo el domingo.

Recuerda con claridad su niñez pegado a la caja registradora de la tienda de su padre que no le permitía jugar con los demás niños y acudir a la" Lucha Libre" que tanto le apasionaba. Para su padre la vida era trabajo. Para Rigoberto: la vida era juego.

Es allí, en ese lapso de tiempo, horas antes de que empezara la función, cuando recuerda que por primera vez, la antigua plaza de toros, donde luchaban sus gladiadores favoritos y no se atrevía a pedirle permiso a su padre para que lo dejara ir.

En medio de un mar de temores no se explicaba por qué su padre, que decía que tanto lo quería, no entendía su afición por estos espectáculos; y que, al contrario, lo obligaba a que atendiera a los clientes que pagaban en la única caja registradora que había en el negocio.

Después, ya adolescente, seguía pegado a la caja como si ésta fuera una especie de "madre toda poderosa".

Ahora ya adulto, sabe que el origen de su obsesión por el dinero y la vida acomodada, se encuentra precisamente en torno de ese objeto inanimado que tanto perjuicio le causó durante su infancia y adolescencia: Una caja registradora marca "Sweda".

Nunca supo de libros, jamás sintió el menor interés por la historia y la poesía. A medida que pasaba el tiempo le resultaba extraño el comportamiento de los jóvenes de su generación, que acudían emocionados a la Universidad para aprender una profesión y hacerle frente a la vida.

Rigoberto decía para sí: "Yo desde los siete años me estoy enfrentando a la vida, trabajando jornadas de catorce horas, atendiendo clientes, cortando telas, y secuestrándolos prácticamente de la calle para que entren a comprar; para qué voy a la Universidad si para mí la mejor Universidad ha sido la vida".

Sin embargo no era feliz del todo, por más que justificaba su falta de preparación con el exitoso estado económico en que vivía. Sentía tristeza, cruel tristeza que lo intranquilizaba y que se acentuaba endemoniadamente los domingos por no haber ido como sus compañeros de generación a la Universidad.

Hoy Rigoberto en los años setenta era un Self made man; era lo que se dice un triunfador. Seguro ante los demás, pero víctima de la inseguridad ante sí mismo.

La etapa más cruel que quería arrancar de su mente era cuando pensó que todas las enfermedades del mundo le llegarían a su organismo. Merced a esta imaginaria sensación, robaba de su propia caja registradora para pagar los mejores especialistas que lo atendían a escondidas de la vigilancia de su padre.

El color rojo era lo que más le gustaba; de rojo había decorado su recámara, sus automóviles eran rojos, sus chamarras en especial eran de este color; y los zapatos (esos, eran su prenda favorita) de una elevada tonalidad rojiza.

El colmo llegó a su vida cuando sin darse cuenta un día caminando por la calle con el garbo que le daba su exitosa vida; de pronto tomó conciencia de que de sus manos colgaba una bolsa de dama color rojo que combinaba coquetamente con sus zapatos.

Fue cuando sintió por primera vez la angustia de que era incorrecta esa combinación y acudió a atenderse inmediatamente; (ahora sí con el consentimiento de su padre que no estaba de acuerdo en que su hijo caminara por las calles vestido de rojo) con el mejor facultativo de la ciudad.

Lo demás ya lo sabemos: sólo mediante ejercicios especiales de respiración, Rigoberto se liberaba de los demonios que por años reprimidos vivían en su mente. Y que eran los responsables de que para él los domingos fueran toda una calamidad.

e-mail: notario177@msn.com