Frutos del amor, del deseo, o de la necesidad de perpetuarnos en el tiempo, los niños son nuestra conciencia.
Amados cuando son deseados, indeseables cuando no son amados y tolerados cuando hay más remedio, los niños son sin embargo el claro reflejo de la hermosa danza de la vida.
En los ojos de los niños está nuestra mirada, en sus tímido balbuceos se esconde la infancia de la humanidad y en su inquisitiva curiosidad, la ciencia acumulada por siglos. En la ternura del niño no hay dobleces, en su transparente sonrisa extrañamos nuestra sinceridad perdida, en su lógica tajante, nuestra incongruencia y en sus lágrimas el recuerdo de los pecados que cometimos por sorpresa. El niño es magia fresca que descubre un mundo alucinado de caracolas y madreselvas, es inventiva sin freno, imaginación convertida en metáforas, profunda meditación inconsciente sobre el sentido de la vida.
Si son inquietos nos molestamos, si tranquilos nos preocupamos, si inteligentes nos enorgullecemos y si lentos nos angustiamos, pero en todos los casos, son ejes sobre los que gira nuestra existencia, que aprende, a pesar del tiempo, que nunca es tarde para seguir aprendiendo.
Sin ellos seríamos los seres más desvalidos de la tierra, aunque con ellos nos sintamos muchas veces mortificados: esa es su paradoja y su privilegio. Una caricia suya basta para redimir el cansancio del día más pesado; así como su indiferencia nubla nuestro día más esplendoroso. En ellos amamos la verdad sin cortapisas, la frescura que no entiende de sofisticaciones, la ilusión intemporal, su apetencia de vida y su visión lejana de la muerte.
Cuando nos abrazan creemos estar abrazando un cielo, cuando nos sonríen, oímos el tintineo de mil millones de cascabeles, como dice el poeta, y cuando sufren, no hay dolor que pueda compararse al nuestro. De su esencia, vivimos, su existencia nos consagra y su clara filosofía nos da más luces que todos los libros de la tierra. Son el esplendente arcoíris que perseguimos, el horizonte de nuestras ansias y la tibia placidez que hace que olvidemos los más necios afanes.
Cuando nos sorprenden es nuestra culpa por haber perdido el maravilloso don del asombro, cuando asaltan nuestro sentido común es porque quizás nos hemos vuelto pragmáticos y cuando nos hacen perder la paciencia es quizás porque los amamos más de lo que deberíamos amarlos. Su visión del mundo es descubrimiento, no decepción, su contemplación de sí mismos es sorpresa, no desencanto y sus interminables expectativas de alguna manera explican las nuestras, aquellas que, por temor, nunca nos atrevimos a explorar.
Dios amó tanto a los niños que quiso hacerse como uno de ellos: su cercanía alegraba su corazón de hombre y llegó a afirmar que nadie sin alma de niño tendría parte con él. Afrentar a un niño es volverse contra Dios mismo y al que atreva a hacerlo más le valdría, palabra del Maestro, “que le ataran una rueda de molino al cuello, y lo arrojaran a lo más profundo del mar.” Porque en la maravilla de su indefensión, el niño es y seguirá siendo la única esperanza cierta que mantiene a este mundo girando en la danza eterna de las demás estrellas.
“Es falso que los adultos hagan adultos a los niños: son los niños los que hacen adultos a los adultos” dijo el poeta. La única vanidad auténtica del hombre es que un día fue niño, y que con la magia de esa niñez supo más tarde forjar al hombre, que a su vez orgullosamente puede seguir formando niños.
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LOS NIÑOS.
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“ …se puede conocer
la cultura de un pueblo,
por la forma en que trata a sus niños…
Gandhi
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Para Ivana y Michelle
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Rubén Núñez de Cáceres V.
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“ …se puede conocer
la cultura de un pueblo,
por la forma en que trata a sus niños…
Gandhi
Para Ivana y Michelle