/ domingo 21 de junio de 2020

Los papás irán al paraíso

Un poeta escribió que un buen día los hijos dejan a sus padres huérfanos de ellos. Y no hay entonces ningún ritual que les enseñe a vivir con esa inevitable cuanto cruel realidad, cuando deban enfrentarla.

Más pronto de lo que se imaginan, los hijos soltarán las dulces amarras que fueron las manos paternas, abandonarán el hogar, primero virtualmente y luego físicamente; descubrirán la fascinación que se encierra en el amor y aprenderán a caminar por sí mismos, en busca de su propio arcoíris. Y cuando ese tiempo llegue y sientan que la vida se les va con su partida, sabrán también con claridad que así tiene que ser, porque esa es la ley de la naturaleza humana, que les recuerda lo que a su vez hicieron un día con los suyos.

Un día los hijos llenan de gozo a sus padres cuando se anuncian; de placer inenarrable cuando al fin nacen y los tienen en sus brazos, aunque sepan que será breve el espacio que los tendrán; de honda satisfacción cuando les dicen que se les parecen, y de orgullo cuando empiezan a dar sus primeros pasos y suavemente balbucean papá, lo que es como música celestial para sus oídos.

Es cierto, también les dolerá el alma cuando la hora llegue de ir al jardín de niños y no quieran quedarse ni soltar su mano porque se sentirán desvalidos, cuando enfrenten su primera enfermedad y sufran el dolor de su primera inyección, y cuando en la espera del pediatra vean su carita triste y el corazón parezca rompérseles, viendo su mirada lánguida en medio de la rubéola, la fiebre y las anginas. Y eso será sólo el principio.

Los papás, a través del amor que sienten por ese préstamo temporal que los hijos son, han consentido y aceptado la pena de un dolor futuro, a cambio de la maravilla del gozo presente que significa tenerlos. Han sabido de la espera vehemente y fervorosa a lo largo de nueve meses, de ese fruto cierto de su amor y estuvieron junto a su esposa en ese proceso por el que ella dio a su renuevo casi cada gota de sangre que corre por sus venas, y cuidaron con ternura de su hijo sin pensar en la ganancia futura. Y aceptaron con paciencia el dulce deber de guiar con amoroso empeño sus pasos incipientes y tímidos, aun sabiendo que un día ya no serían más requeridos.

Ellos estuvieron presentes en su crecer, tan lento al principio, pero tan increíblemente rápido después: en sus mágicos descubrimientos, en el cansancio de sus juegos interminables; en la demandante tarea escolar diaria; en el aprendizaje sencillo y en el difícil; en el rezo nocturno y con la presencia gratificante de esa insustituible cercanía que necesitaron cuando la impaciente y alucinada búsqueda de su propia reafirmación adolescente, como torbellino los arrebató sin remedio.

Pero a pesar de todo eso, un día los hijos les dejarán finalmente sin ellos. En su afán por encontrar su personal horizonte, algunos terminarán una carrera, pero todos buscarán un empleo que les dignifique como personas, edificarán su propio hogar y diseñarán su destino. Pero si ello fue construido sobre el amor que como papás les tuvieron y además lo hicieron con devoción, paciencia y ternura, podrán estar ciertos de que, a pesar del desvelo, el llanto y el reclamo que les supuso, nada les podrá arrebatar esa íntima felicidad, que sintió su corazón.

Por eso estoy seguro que los papás irán un día al paraíso, porque su cariño, a pesar del paradigma de dureza y autoridad con que el espejo social a veces los enmascara, es en verdad auténtico; porque sus afanes y sus luchas interminables siempre fueron asumidos con el espíritu confiado, la audacia y la ilusión del que lo da todo sin esperar nada a cambio. Y porque nadie podrá quitar jamás de ellos el orgullo incomparable que supone admirar la maravilla y la solidez de lo que construyeron, en esas almas nacidas de sus propios sueños, que un día empezarán a edificar los suyos.

Llegado su tiempo, los hijos dejarán a sus padres huérfanos de sí mismos -dijo el poeta-. Pero viéndolos partir alegres hacia su propio santuario, es que comprenderán finalmente porqué el mundo es redondo y perfecto –dice de nuevo el poeta- como la vida misma. Y es hasta que los tiempos y los ciclos se cumplan, que serán capaces de entender cómo es que el misterio de amor se repite, pero solo para encontrar en sí mismo su propia retroalimentación.

Y así otro día, convertidos a su vez en lo que sus padres fueron, merecerán recorrer el mismo sendero luminoso que significa ser llamado papá y empezarán a abonar a la cuenta de la vida que recibieron y a gozar de su magnificencia. Pero es hasta el final del día, como los papás que tuvieron el privilegio de disfrutar, que podrán también gozar de ese otro paraíso, que Dios les dará a su debido tiempo, y por añadidura.

LOS PAPÁS IRÁN AL PARAÍSO

“…Hijo, si quieres,

puedes amarme.

Tu cariño es oro,

que nunca desdeño…”

Rudyard Kipling

Para Don José


Rubén Núñez de Cáceres V.

Un poeta escribió que un buen día los hijos dejan a sus padres huérfanos de ellos. Y no hay entonces ningún ritual que les enseñe a vivir con esa inevitable cuanto cruel realidad, cuando deban enfrentarla.

Más pronto de lo que se imaginan, los hijos soltarán las dulces amarras que fueron las manos paternas, abandonarán el hogar, primero virtualmente y luego físicamente; descubrirán la fascinación que se encierra en el amor y aprenderán a caminar por sí mismos, en busca de su propio arcoíris. Y cuando ese tiempo llegue y sientan que la vida se les va con su partida, sabrán también con claridad que así tiene que ser, porque esa es la ley de la naturaleza humana, que les recuerda lo que a su vez hicieron un día con los suyos.

Un día los hijos llenan de gozo a sus padres cuando se anuncian; de placer inenarrable cuando al fin nacen y los tienen en sus brazos, aunque sepan que será breve el espacio que los tendrán; de honda satisfacción cuando les dicen que se les parecen, y de orgullo cuando empiezan a dar sus primeros pasos y suavemente balbucean papá, lo que es como música celestial para sus oídos.

Es cierto, también les dolerá el alma cuando la hora llegue de ir al jardín de niños y no quieran quedarse ni soltar su mano porque se sentirán desvalidos, cuando enfrenten su primera enfermedad y sufran el dolor de su primera inyección, y cuando en la espera del pediatra vean su carita triste y el corazón parezca rompérseles, viendo su mirada lánguida en medio de la rubéola, la fiebre y las anginas. Y eso será sólo el principio.

Los papás, a través del amor que sienten por ese préstamo temporal que los hijos son, han consentido y aceptado la pena de un dolor futuro, a cambio de la maravilla del gozo presente que significa tenerlos. Han sabido de la espera vehemente y fervorosa a lo largo de nueve meses, de ese fruto cierto de su amor y estuvieron junto a su esposa en ese proceso por el que ella dio a su renuevo casi cada gota de sangre que corre por sus venas, y cuidaron con ternura de su hijo sin pensar en la ganancia futura. Y aceptaron con paciencia el dulce deber de guiar con amoroso empeño sus pasos incipientes y tímidos, aun sabiendo que un día ya no serían más requeridos.

Ellos estuvieron presentes en su crecer, tan lento al principio, pero tan increíblemente rápido después: en sus mágicos descubrimientos, en el cansancio de sus juegos interminables; en la demandante tarea escolar diaria; en el aprendizaje sencillo y en el difícil; en el rezo nocturno y con la presencia gratificante de esa insustituible cercanía que necesitaron cuando la impaciente y alucinada búsqueda de su propia reafirmación adolescente, como torbellino los arrebató sin remedio.

Pero a pesar de todo eso, un día los hijos les dejarán finalmente sin ellos. En su afán por encontrar su personal horizonte, algunos terminarán una carrera, pero todos buscarán un empleo que les dignifique como personas, edificarán su propio hogar y diseñarán su destino. Pero si ello fue construido sobre el amor que como papás les tuvieron y además lo hicieron con devoción, paciencia y ternura, podrán estar ciertos de que, a pesar del desvelo, el llanto y el reclamo que les supuso, nada les podrá arrebatar esa íntima felicidad, que sintió su corazón.

Por eso estoy seguro que los papás irán un día al paraíso, porque su cariño, a pesar del paradigma de dureza y autoridad con que el espejo social a veces los enmascara, es en verdad auténtico; porque sus afanes y sus luchas interminables siempre fueron asumidos con el espíritu confiado, la audacia y la ilusión del que lo da todo sin esperar nada a cambio. Y porque nadie podrá quitar jamás de ellos el orgullo incomparable que supone admirar la maravilla y la solidez de lo que construyeron, en esas almas nacidas de sus propios sueños, que un día empezarán a edificar los suyos.

Llegado su tiempo, los hijos dejarán a sus padres huérfanos de sí mismos -dijo el poeta-. Pero viéndolos partir alegres hacia su propio santuario, es que comprenderán finalmente porqué el mundo es redondo y perfecto –dice de nuevo el poeta- como la vida misma. Y es hasta que los tiempos y los ciclos se cumplan, que serán capaces de entender cómo es que el misterio de amor se repite, pero solo para encontrar en sí mismo su propia retroalimentación.

Y así otro día, convertidos a su vez en lo que sus padres fueron, merecerán recorrer el mismo sendero luminoso que significa ser llamado papá y empezarán a abonar a la cuenta de la vida que recibieron y a gozar de su magnificencia. Pero es hasta el final del día, como los papás que tuvieron el privilegio de disfrutar, que podrán también gozar de ese otro paraíso, que Dios les dará a su debido tiempo, y por añadidura.

LOS PAPÁS IRÁN AL PARAÍSO

“…Hijo, si quieres,

puedes amarme.

Tu cariño es oro,

que nunca desdeño…”

Rudyard Kipling

Para Don José


Rubén Núñez de Cáceres V.