/ domingo 8 de noviembre de 2020

Los “viejos tiempos”... el sentido de su búsqueda

Muchos estudiosos del comportamiento humano afirman que una de sus características más significativas consiste en que, así como anhela siempre proyectarse en el futuro, acude también de tiempo en tiempo al baúl de sus recuerdos para recuperar, a veces con nostalgia y gozo, otras con dolor y melancolía, aquellos momentos por los cuales un día aprendió a crecer.

Ahí, en su muy personal e íntima cápsula del tiempo, en medio de objetos entrañables y fotos desvaídas, hace un silencioso recuento de aquellas etapas por las que la vida le ha conducido y son ahora mudos testigos de su siempre tenaz búsqueda de la felicidad.

Es cierto que para más de alguno eso significará abrir heridas que aún no han cicatrizado en su alma otrora dolorida, pero también es cierto que para otros ello representará la esperanza de hacer una reingeniería de sí mismos, por la cabal comprensión de lo que dice el filósofo: “las heridas nos dicen de dónde procedemos, pero no hacia dónde nos dirigimos…”

Pero cualquiera que sea la premisa de la que se parta, los seres humanos racionales y sociales como son, buscan siempre la manera de reencontrarse, más allá de los lazos familiares, y convivir con aquellos con quienes un día compartieron alegremente un trecho del camino en la magnífica aventura que es el vivir.

Siempre me he preguntado qué pegamento maravilloso se crea en un grupo de personas, para que a pesar del tiempo deseen verse de nuevo y entusiasmados con esa idea traten de recrear la bulliciosa camaradería que en otro tiempo disfrutaron, para de esa manera recordar entre risas y bromas festivas aún no olvidadas, esos instantes felices en que pudieron coincidir y todavía están presentes en su corazón. Confieso que no lo sé. Pero en cada grupo de antiguos compañeros que se reúne para celebrar su graduación; en cada grupo de amigos que festejan el haberse conocido un día; en cada abrazo sincero que se dan y en cada brindis con que recuerdan aquellos “viejos tiempos” de nuevo rescatados, ese pegamento aparece cada vez más robustecido, como si el tiempo no hubiera hecho mella en él.

Pero ahora, inesperadamente sujetos a las duras circunstancias que enfrentamos y que nos han hecho cambiar drásticamente casi todos nuestros paradigmas, estamos viviendo las tristes paradojas en que se nos han convertido, en especial aquellos que tienen que ver con nuestra convivencia diaria: ahora debemos estar encerrados, si queremos volver a ser un día libres; siendo por naturaleza sociables tenemos que estar aislados de los demás y habiendo nacido para amar y ser amados debemos enmascarar no solo nuestros rostros sino también nuestro corazón poniendo barreras a la expresión natural de nuestros sentimientos. Ahora es tiempo de saludar de lejos a quienes querríamos abrazar; de participar a distancia con quienes deseamos comunicarnos personalmente y no por el inefable Zoom, mientras esperamos poder hacerlo un día de nuevo.

Así que por ahora no podremos celebrar el recuerdo de nuestros momentos más entrañables del ayer con aquellos con quienes un día los compartimos, aunque quisiéramos; ni tampoco celebrar nuestro presente que está ahí esperando que lo disfrutemos antes de que huya fugitivo de nuestras manos y se haga pasado; ni siquiera podremos asomarnos a ese pequeño resquicio por donde se asoma tímido nuestro futuro cercano, con sus fiestas estacionales, su bullicio y su alegría desbordante porque no debemos exponernos, aunque así lo deseemos. Y empezamos a añorar un futuro que todavía no llega, junto a un presente cuyo perfume hemos postergado para “después” y cuyo aroma ahora sí quisiéramos aspirar.

Quizás una de las más duras lecciones que nos dejará la pandemia, es que de alguna manera podamos comprender cómo es que neciamente postergamos y hasta desestimamos el presente, ese momento que tuvimos un día en las manos, de admirar “la belleza de la flor y el esplendor en la hierba” que dice el poeta, en aras del trabajo exitoso, el puesto soñado, el título y la profesión y nos hemos olvidado de ese otro tiempo que debemos invertir en el cuidado de nuestra hogar, de nuestra pareja y los hijos; en visitar a los padres, los abuelos, los amigos, de todos esos rostros relegados a causa del trabajo que no termina, de la rutina y el reloj, del tiempo y prisa.

Ojalá y cuando se pueda volver a una nueva “normalidad” cuando “la tormenta pase”, como dice ese bello y estremecedor poema del siglo XIX de K. O*Meara, el trance urbano y la rutina diaria no nos regresen de nuevo a ese egoísmo narcisista que tristemente ha gobernado nuestra vida y nos ha impedido ver en los demás nuestro mismo rostro, esperanzador y vulnerable que en todos existe por igual.

Y quizás entonces, como dice de nuevo ese noble poeta, “recordemos aquello que perdimos, y de una vez aprendamos, todo lo que no aprendimos…”

“… es cierto que el futuro

se escribe desde el presente…

pero el presente se comprende

sólo desde el pasado…”

S. Kierkegaard

Muchos estudiosos del comportamiento humano afirman que una de sus características más significativas consiste en que, así como anhela siempre proyectarse en el futuro, acude también de tiempo en tiempo al baúl de sus recuerdos para recuperar, a veces con nostalgia y gozo, otras con dolor y melancolía, aquellos momentos por los cuales un día aprendió a crecer.

Ahí, en su muy personal e íntima cápsula del tiempo, en medio de objetos entrañables y fotos desvaídas, hace un silencioso recuento de aquellas etapas por las que la vida le ha conducido y son ahora mudos testigos de su siempre tenaz búsqueda de la felicidad.

Es cierto que para más de alguno eso significará abrir heridas que aún no han cicatrizado en su alma otrora dolorida, pero también es cierto que para otros ello representará la esperanza de hacer una reingeniería de sí mismos, por la cabal comprensión de lo que dice el filósofo: “las heridas nos dicen de dónde procedemos, pero no hacia dónde nos dirigimos…”

Pero cualquiera que sea la premisa de la que se parta, los seres humanos racionales y sociales como son, buscan siempre la manera de reencontrarse, más allá de los lazos familiares, y convivir con aquellos con quienes un día compartieron alegremente un trecho del camino en la magnífica aventura que es el vivir.

Siempre me he preguntado qué pegamento maravilloso se crea en un grupo de personas, para que a pesar del tiempo deseen verse de nuevo y entusiasmados con esa idea traten de recrear la bulliciosa camaradería que en otro tiempo disfrutaron, para de esa manera recordar entre risas y bromas festivas aún no olvidadas, esos instantes felices en que pudieron coincidir y todavía están presentes en su corazón. Confieso que no lo sé. Pero en cada grupo de antiguos compañeros que se reúne para celebrar su graduación; en cada grupo de amigos que festejan el haberse conocido un día; en cada abrazo sincero que se dan y en cada brindis con que recuerdan aquellos “viejos tiempos” de nuevo rescatados, ese pegamento aparece cada vez más robustecido, como si el tiempo no hubiera hecho mella en él.

Pero ahora, inesperadamente sujetos a las duras circunstancias que enfrentamos y que nos han hecho cambiar drásticamente casi todos nuestros paradigmas, estamos viviendo las tristes paradojas en que se nos han convertido, en especial aquellos que tienen que ver con nuestra convivencia diaria: ahora debemos estar encerrados, si queremos volver a ser un día libres; siendo por naturaleza sociables tenemos que estar aislados de los demás y habiendo nacido para amar y ser amados debemos enmascarar no solo nuestros rostros sino también nuestro corazón poniendo barreras a la expresión natural de nuestros sentimientos. Ahora es tiempo de saludar de lejos a quienes querríamos abrazar; de participar a distancia con quienes deseamos comunicarnos personalmente y no por el inefable Zoom, mientras esperamos poder hacerlo un día de nuevo.

Así que por ahora no podremos celebrar el recuerdo de nuestros momentos más entrañables del ayer con aquellos con quienes un día los compartimos, aunque quisiéramos; ni tampoco celebrar nuestro presente que está ahí esperando que lo disfrutemos antes de que huya fugitivo de nuestras manos y se haga pasado; ni siquiera podremos asomarnos a ese pequeño resquicio por donde se asoma tímido nuestro futuro cercano, con sus fiestas estacionales, su bullicio y su alegría desbordante porque no debemos exponernos, aunque así lo deseemos. Y empezamos a añorar un futuro que todavía no llega, junto a un presente cuyo perfume hemos postergado para “después” y cuyo aroma ahora sí quisiéramos aspirar.

Quizás una de las más duras lecciones que nos dejará la pandemia, es que de alguna manera podamos comprender cómo es que neciamente postergamos y hasta desestimamos el presente, ese momento que tuvimos un día en las manos, de admirar “la belleza de la flor y el esplendor en la hierba” que dice el poeta, en aras del trabajo exitoso, el puesto soñado, el título y la profesión y nos hemos olvidado de ese otro tiempo que debemos invertir en el cuidado de nuestra hogar, de nuestra pareja y los hijos; en visitar a los padres, los abuelos, los amigos, de todos esos rostros relegados a causa del trabajo que no termina, de la rutina y el reloj, del tiempo y prisa.

Ojalá y cuando se pueda volver a una nueva “normalidad” cuando “la tormenta pase”, como dice ese bello y estremecedor poema del siglo XIX de K. O*Meara, el trance urbano y la rutina diaria no nos regresen de nuevo a ese egoísmo narcisista que tristemente ha gobernado nuestra vida y nos ha impedido ver en los demás nuestro mismo rostro, esperanzador y vulnerable que en todos existe por igual.

Y quizás entonces, como dice de nuevo ese noble poeta, “recordemos aquello que perdimos, y de una vez aprendamos, todo lo que no aprendimos…”

“… es cierto que el futuro

se escribe desde el presente…

pero el presente se comprende

sólo desde el pasado…”

S. Kierkegaard