/ viernes 25 de octubre de 2019

Luctus

En una de las secuencias más célebres del cine, la matanza en la escalinata del puerto de Odessa, del Acorazado Potemkin/ Serguei Eisenstein-1925...

Una mujer carga el cuerpo de su hijo yerto y, en talante desafiante, camina hacia las tropas de Zar. El dolor explayado en el rostro de la mujer es conmovedor.

En El padrino III- 1990, de Francis Ford Coppola (curiosamente también en una escalinata), el dolor en el llanto ahogado de Michael Corleone/ Al Pacino, al ver a su hija muerta, es lastimero.

El dolor es lo más humano que existe. Por el dolor entramos y traspasamos una puerta que nos muestra el paisaje más desolador que pueda existir.

Al dolor lo podemos sentar en las rodillas –a la manera de Rimbaud- pero no sé si podamos encontrar belleza en él.

El dolor viene de adentro, desde la víscera, desde ese rincón donde Dios es extranjero.

El dolor nos acerca a nosotros mismos; también nos aparta.

No hay mayor dolor, se sabe, que el de perder a un hijo. Aunque el mayor dolor sea el no haber hecho nada con la vida que nos tocó vivir.

El dolor es lo más antiguo que existe. Es una voluntad de sobrevivencia y es fuente del arte.

Al dolor, como al cielo, no se le aprehende porque somos pequeños. Nadie es más grande que el dolor.

El dolor nos recuerda que no somos inmortales, que el sol no nos será sempiterno.

El dolor nos dice que algo está vivo aún. La muerte, fin del dolor, nos enseña que nacemos para el dolor.

Si creemos que el dolor es de los otros por el simple hecho de que no nos toca, ¿dónde está entonces la condición humana? El dolor es lo más humano que existe.

Pero el dolor tiene un hálito poderoso: la animalidad. El dolor es irracional, desbocado, total. Nos deja mudos, sin herencia de ánimo. Nos aparta de la miel y el sombrero, del canto y del podio.

El dolor es historia, sangre, uva y agua. Mineral y vena, el dolor es terrible, ateo, bestia, pero es sagrado porque establece un diálogo con la trascendencia y, como anota Ernesto Sabato “rompe el tiempo”.

El dolor mata al orgullo…

El dolor también es pasión, sufrimiento que hace pensar que la eternidad duele.

Por el dolor se derrumba el imperio de nuestro yo.

En las ruinas no hay ya dolor: hay paz. (El dolor siempre, siempre es una guerra entre la carne y el espíritu.)

El dolor nos une y nos enseña lo irrefutable: somos temporales. Cualquier edad es motivo de dolor. El pasado es dolor…

El dolor es secreto y artero. El rostro, los ojos –esas bíblicas ventanas del alma- son los delatores del dolor.

El dolor es memoria, prolongación y petrificación de la carne.

El dolor es conocimiento porque nos acerca a lo miserable y transitorio de la condición humana. Lo temporal es ruin, absurdo, ambiguo. El tiempo es el lenguaje del dolor…

En una de las secuencias más célebres del cine, la matanza en la escalinata del puerto de Odessa, del Acorazado Potemkin/ Serguei Eisenstein-1925...

Una mujer carga el cuerpo de su hijo yerto y, en talante desafiante, camina hacia las tropas de Zar. El dolor explayado en el rostro de la mujer es conmovedor.

En El padrino III- 1990, de Francis Ford Coppola (curiosamente también en una escalinata), el dolor en el llanto ahogado de Michael Corleone/ Al Pacino, al ver a su hija muerta, es lastimero.

El dolor es lo más humano que existe. Por el dolor entramos y traspasamos una puerta que nos muestra el paisaje más desolador que pueda existir.

Al dolor lo podemos sentar en las rodillas –a la manera de Rimbaud- pero no sé si podamos encontrar belleza en él.

El dolor viene de adentro, desde la víscera, desde ese rincón donde Dios es extranjero.

El dolor nos acerca a nosotros mismos; también nos aparta.

No hay mayor dolor, se sabe, que el de perder a un hijo. Aunque el mayor dolor sea el no haber hecho nada con la vida que nos tocó vivir.

El dolor es lo más antiguo que existe. Es una voluntad de sobrevivencia y es fuente del arte.

Al dolor, como al cielo, no se le aprehende porque somos pequeños. Nadie es más grande que el dolor.

El dolor nos recuerda que no somos inmortales, que el sol no nos será sempiterno.

El dolor nos dice que algo está vivo aún. La muerte, fin del dolor, nos enseña que nacemos para el dolor.

Si creemos que el dolor es de los otros por el simple hecho de que no nos toca, ¿dónde está entonces la condición humana? El dolor es lo más humano que existe.

Pero el dolor tiene un hálito poderoso: la animalidad. El dolor es irracional, desbocado, total. Nos deja mudos, sin herencia de ánimo. Nos aparta de la miel y el sombrero, del canto y del podio.

El dolor es historia, sangre, uva y agua. Mineral y vena, el dolor es terrible, ateo, bestia, pero es sagrado porque establece un diálogo con la trascendencia y, como anota Ernesto Sabato “rompe el tiempo”.

El dolor mata al orgullo…

El dolor también es pasión, sufrimiento que hace pensar que la eternidad duele.

Por el dolor se derrumba el imperio de nuestro yo.

En las ruinas no hay ya dolor: hay paz. (El dolor siempre, siempre es una guerra entre la carne y el espíritu.)

El dolor nos une y nos enseña lo irrefutable: somos temporales. Cualquier edad es motivo de dolor. El pasado es dolor…

El dolor es secreto y artero. El rostro, los ojos –esas bíblicas ventanas del alma- son los delatores del dolor.

El dolor es memoria, prolongación y petrificación de la carne.

El dolor es conocimiento porque nos acerca a lo miserable y transitorio de la condición humana. Lo temporal es ruin, absurdo, ambiguo. El tiempo es el lenguaje del dolor…