/ lunes 12 de febrero de 2018

Macario

Ayer se cumplieron diez años de la muerte de uno de los dramaturgos más importantes del siglo XX en México: Emilio Carballido, quien nació el 22 de mayo de 1925 en Córdoba, Veracruz, y murió el 11 de febrero de 2008 en Xalapa, la capital.

Carballido tuvo incursiones exitosas en nuestro cine. Una de ellas fue la legendaria película Macario/ 1959, dirigida por Roberto Gavaldón. Gavaldón, cuya fama de ogro como director fue inherente con el rigor académico de buena parte de su obra.

Si a fuerza de etiquetar el estilo de Gavaldón se trata, cabría el de provocador atmosférico. Me explico. En La otra/ 1946, Rosauro Castro/ 1950 La noche avanza/ 1951, El rebozo de soledad/ 1952 y aun Días de otoño/ 1962, Gavaldón (tildado de frío, distante y sin escudriñamiento sicológico en sus personajes) establece una ecuación de formalismo con el encuadre, la linealidad narrativa y la contemplación explícita del paisaje con un tono, si se me permite, de preciosismo (en especial en los filmes fotografiado por Gabriel Figueroa) para instaurar una atmósfera visual singular, no advertida en otro director de la época.

Macario es cine mexicano por los cuatro costados, y es fábula (de los hermanos Grimm y Traven), Goya estilizado en la mirada de Figueroa, aporte notable en la estructura del guión de Carballido y metáfora de las realidades sociales de nuestro país (con una vigencia notable ahora que se habla de una campaña contra el hambre), pese a que la trama está ubicada en el México virreinal.

Macario/López Tarso sólo desea comerse él solo un guajolote, pero la runfla de hijos no se lo permite. Su mujer/Pellicer roba un plumífero de la casa de donde lava ropa y se lo cocina a Macario para que se vaya al bosque y sacie su atrasada hambre.

El desfile mitológico de Dios, la muerte y el diablo sueltan la ringlera metafísica de la cinta que, empero, Gavaldón, logra sortear aceptablemente (con las consabidas edulcoraciones de nuestro inmanente “cine nacional”).

También es chance de volver a apreciar a uno de los actores más efectivos del cine mexicano y que yace injustamente en las aguas del olvido: Enrique Lucero en el rol de la muerte (a la Indio Fernández, pero sin los excesos manieristas del autor de María Candelaria).

Postulada al Óscar por Mejor Película Extranjera en 1960, Macario forma (o debería formar) parte del patrimonio cultural de este país. Su paso constante por la tv, sobre todo en días de Muertos, la han convertido en una de las preferidas del público de todas las edades…

Ayer se cumplieron diez años de la muerte de uno de los dramaturgos más importantes del siglo XX en México: Emilio Carballido, quien nació el 22 de mayo de 1925 en Córdoba, Veracruz, y murió el 11 de febrero de 2008 en Xalapa, la capital.

Carballido tuvo incursiones exitosas en nuestro cine. Una de ellas fue la legendaria película Macario/ 1959, dirigida por Roberto Gavaldón. Gavaldón, cuya fama de ogro como director fue inherente con el rigor académico de buena parte de su obra.

Si a fuerza de etiquetar el estilo de Gavaldón se trata, cabría el de provocador atmosférico. Me explico. En La otra/ 1946, Rosauro Castro/ 1950 La noche avanza/ 1951, El rebozo de soledad/ 1952 y aun Días de otoño/ 1962, Gavaldón (tildado de frío, distante y sin escudriñamiento sicológico en sus personajes) establece una ecuación de formalismo con el encuadre, la linealidad narrativa y la contemplación explícita del paisaje con un tono, si se me permite, de preciosismo (en especial en los filmes fotografiado por Gabriel Figueroa) para instaurar una atmósfera visual singular, no advertida en otro director de la época.

Macario es cine mexicano por los cuatro costados, y es fábula (de los hermanos Grimm y Traven), Goya estilizado en la mirada de Figueroa, aporte notable en la estructura del guión de Carballido y metáfora de las realidades sociales de nuestro país (con una vigencia notable ahora que se habla de una campaña contra el hambre), pese a que la trama está ubicada en el México virreinal.

Macario/López Tarso sólo desea comerse él solo un guajolote, pero la runfla de hijos no se lo permite. Su mujer/Pellicer roba un plumífero de la casa de donde lava ropa y se lo cocina a Macario para que se vaya al bosque y sacie su atrasada hambre.

El desfile mitológico de Dios, la muerte y el diablo sueltan la ringlera metafísica de la cinta que, empero, Gavaldón, logra sortear aceptablemente (con las consabidas edulcoraciones de nuestro inmanente “cine nacional”).

También es chance de volver a apreciar a uno de los actores más efectivos del cine mexicano y que yace injustamente en las aguas del olvido: Enrique Lucero en el rol de la muerte (a la Indio Fernández, pero sin los excesos manieristas del autor de María Candelaria).

Postulada al Óscar por Mejor Película Extranjera en 1960, Macario forma (o debería formar) parte del patrimonio cultural de este país. Su paso constante por la tv, sobre todo en días de Muertos, la han convertido en una de las preferidas del público de todas las edades…