/ domingo 12 de agosto de 2018

Nada más no empujen

Las canas sí son signos de vejez, más no de pendejez...

Son como la certificación de la experiencia del ser humano, adquirida a lo largo de su vida, porque cierto es que el hombre vive a diario para aprender y con el transcurso de los años, llega a un nivel tal de conocimientos que lo convierten en sabio.

El hombre viejo se torna cada día que pasa, más selectivo en todo lo concerniente a sus gustos, a sus costumbres, a sus actividades sociales o culturales, se vuelve más prudente y pocas veces toma decisiones apresuradas, sabe más y casi nunca se equivoca en lo que hace o lo que dice, salvo, por supuesto, aquellos que son las excepciones de la regla.

Todo aquel que llega a viejo, nunca está solo, porque cuenta con el caudal de los recuerdos de su vida y siempre tiene presente incluso a aquellos que ya viajaron a la región de los espíritus y con ellos platica, aunque lo tilden de chiflado.

Un hombre viejo lo es sólo en apariencia, pues su alma permanece intacta, esta es de la edad que se le antoje, pues lo mismo puede ser niño, joven o maduro, con tan sólo activar el mecanismo de la memoria: “Recordar es vivir”.

Es cierto que físicamente su capacidad se ve disminuida, pero a contrario censu, su caudal de conocimientos se ha incrementado fortaleciendo su mente y su espíritu, un viejo se torna lento al andar o al razonar, pero nunca da pasos en falso, ni en lo uno, ni en lo otro; es cauto para tomar decisiones y por eso es certero en cualquier actividad.

Y lo que es muy importante, todo viejo acumula en su corazón ríos de amor y comprensión a los demás, se vuelve tolerante, paciente y amable, porque sabe muy bien que ese es el camino más corto para llegar a Dios.

En la mirada de un viejo, se puede medir el grado de espiritualidad que ha logrado al paso de los años, es en el fondo de sus ojos donde se refleja su bondad, su inteligencia, su sabiduría.

Incluso, el hombre viejo ya no le teme ni a la muerte, porque sabe que al perder la vida terrenal, alcanza la vida espiritual, es decir, la vida eterna, lo que lo convierte en triunfador de una batalla que empieza al nacer: Una lucha contra la muerte.

Cuando la edad nos hace viejos, entendemos que el perder la vida no es el triunfo de la muerte, no, es más bien su derrota, porque, como la semilla de la parábola bíblica, “hay que morir para vivir”, así nosotros, vivimos para morir y fallecemos para vivir.

Luego entonces, el hombre viejo no muere, simplemente se renueva; nuevo llega y nuevo se va y por siempre nuevo será.

Al menos así me siento yo, soy feliz con lo que tengo, rico en afectos, los de mi familia y los de mis amigos, sé cuál es mi origen y conozco mi destino, sé que provengo del Padre y hacia Él voy.

Y de la muerte les digo que hacia allá vamos todos, sólo que como dijo Enrique Guzmán, “nada más no empujen”.

P.D.- Viejos, los cerros.

e-mail: armando_juarezbecerra@ hotmail.com

Las canas sí son signos de vejez, más no de pendejez...

Son como la certificación de la experiencia del ser humano, adquirida a lo largo de su vida, porque cierto es que el hombre vive a diario para aprender y con el transcurso de los años, llega a un nivel tal de conocimientos que lo convierten en sabio.

El hombre viejo se torna cada día que pasa, más selectivo en todo lo concerniente a sus gustos, a sus costumbres, a sus actividades sociales o culturales, se vuelve más prudente y pocas veces toma decisiones apresuradas, sabe más y casi nunca se equivoca en lo que hace o lo que dice, salvo, por supuesto, aquellos que son las excepciones de la regla.

Todo aquel que llega a viejo, nunca está solo, porque cuenta con el caudal de los recuerdos de su vida y siempre tiene presente incluso a aquellos que ya viajaron a la región de los espíritus y con ellos platica, aunque lo tilden de chiflado.

Un hombre viejo lo es sólo en apariencia, pues su alma permanece intacta, esta es de la edad que se le antoje, pues lo mismo puede ser niño, joven o maduro, con tan sólo activar el mecanismo de la memoria: “Recordar es vivir”.

Es cierto que físicamente su capacidad se ve disminuida, pero a contrario censu, su caudal de conocimientos se ha incrementado fortaleciendo su mente y su espíritu, un viejo se torna lento al andar o al razonar, pero nunca da pasos en falso, ni en lo uno, ni en lo otro; es cauto para tomar decisiones y por eso es certero en cualquier actividad.

Y lo que es muy importante, todo viejo acumula en su corazón ríos de amor y comprensión a los demás, se vuelve tolerante, paciente y amable, porque sabe muy bien que ese es el camino más corto para llegar a Dios.

En la mirada de un viejo, se puede medir el grado de espiritualidad que ha logrado al paso de los años, es en el fondo de sus ojos donde se refleja su bondad, su inteligencia, su sabiduría.

Incluso, el hombre viejo ya no le teme ni a la muerte, porque sabe que al perder la vida terrenal, alcanza la vida espiritual, es decir, la vida eterna, lo que lo convierte en triunfador de una batalla que empieza al nacer: Una lucha contra la muerte.

Cuando la edad nos hace viejos, entendemos que el perder la vida no es el triunfo de la muerte, no, es más bien su derrota, porque, como la semilla de la parábola bíblica, “hay que morir para vivir”, así nosotros, vivimos para morir y fallecemos para vivir.

Luego entonces, el hombre viejo no muere, simplemente se renueva; nuevo llega y nuevo se va y por siempre nuevo será.

Al menos así me siento yo, soy feliz con lo que tengo, rico en afectos, los de mi familia y los de mis amigos, sé cuál es mi origen y conozco mi destino, sé que provengo del Padre y hacia Él voy.

Y de la muerte les digo que hacia allá vamos todos, sólo que como dijo Enrique Guzmán, “nada más no empujen”.

P.D.- Viejos, los cerros.

e-mail: armando_juarezbecerra@ hotmail.com