/ viernes 31 de agosto de 2018

No todo lo que brilla es Almodóvar

En una conferencia, me parece que en 1998 a propósito de un coloquio sobre la novela, organizado por Carlos Fuentes...

Susan Sontag apuntó algo interesante sobre la escritura en computadora en el sentido de que con ello surgía, para el escritor, lo que ella llamaba el hipertexto.

Con lo anterior, la autora de la novela El amante del volcán aducía que de esta manera esta manera se rompía la linealidad para permitir que la estructura del párrafo se sometiera a la flexibilidad de la pantalla de la pc.

Sontag consideraba que la deconstrucción del texto en la pantalla del ordenador quizá podría cambiar el discurso del texto en sí. Aunque, cuestionable, no dejaba de tener razón la fallecida escritora estadounidense.

Igualmente, como forma de contar, el cine ha buscado sino manipular la pantalla apoyarse en ella para replantear, precisamente, nuevas instancias en el discurso fílmico. Desde la nostálgica y poderosa Rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, hasta la fragmentada Times code, de Mike Figgis, pasando por la innovadora Conversando con la otra, de Hans Canosa, los cineastas han intentado el uso del espacio rectangular para situar sus historias en contextos voyeuristas, complementarios, ajustados a una mirada que si bien busca la totalidad del encuadre también destaca algo más importante: la aprehensión del instante fílmico desde varios ángulos.

En Susana, Luis Buñuel adelanta algo del punto de vista relativo de la acción cuando dos hombres espían, a través de la ventana a la mujer, donde cada observador “obtiene” la información sensitiva que le permite su interés subjetivo.

En La soledad/ España-2007, el director Jaime Rosales acudió, en muchas partes del filme, a la división de la pantalla en dos para situar a los personajes en contextos melodramáticos acordes.

No creo que tal recurso sea, como se ha escrito –y el mismo Rosales lo ha explicado- para “añadirle expresividad y unir dos mitades separadas”. De ser así, sería gratuito y no tendría el efecto, como lo tiene sin duda, en el espectador (sin música, con prolongados silencios y acentos minimalistas de la acción) consiguiendo una rara especie de testigo cómplice impotente.

La soledad es una película de desgarre donde fondo y forma integran un binomio único para que la plasticidad de los encuadres (secos, lacónicos) aproximen al espectador hacia una palabra expansiva: desgarre.

Adela/ Sonia Almarcha y Antonia /Petra Martínez son personajes que se desgarran en el sino de sus asfixias existenciales. La primera, tras mudarse a la ciudad con su pequeño hijo, encontrará en la muerte de éste, en un atentado terrorista, la arista faltante de la tragedia.

Antonia encontrará en sus tres hijas los clavos de su clavario que dirimirá en medio de rutinas y asimilaciones interiores quizás interrumpidas por un deseo inútil de comunicarse con los otros.

Siguiendo un lenguaje visual reposado, más próximo a la prosa perturbadora (a fuerzas de poner un paralelismo) del Miguel Delibes de Los santos inocentes, Jaime Rosales entreteje universos personales desoladores (la muerte de Antonia, la toma final de los edificios inconclusos, el círculo familiar como infierno irremediable) para espetarnos hasta la saciedad del colmo el título del filme, el cual obtuvo en su momento (2007) el Goya a la Mejor Película en España y nos hace pensar que en el cine español contemporáneo no todo lo que brilla es Pedro Almodóvar…

En una conferencia, me parece que en 1998 a propósito de un coloquio sobre la novela, organizado por Carlos Fuentes...

Susan Sontag apuntó algo interesante sobre la escritura en computadora en el sentido de que con ello surgía, para el escritor, lo que ella llamaba el hipertexto.

Con lo anterior, la autora de la novela El amante del volcán aducía que de esta manera esta manera se rompía la linealidad para permitir que la estructura del párrafo se sometiera a la flexibilidad de la pantalla de la pc.

Sontag consideraba que la deconstrucción del texto en la pantalla del ordenador quizá podría cambiar el discurso del texto en sí. Aunque, cuestionable, no dejaba de tener razón la fallecida escritora estadounidense.

Igualmente, como forma de contar, el cine ha buscado sino manipular la pantalla apoyarse en ella para replantear, precisamente, nuevas instancias en el discurso fílmico. Desde la nostálgica y poderosa Rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, hasta la fragmentada Times code, de Mike Figgis, pasando por la innovadora Conversando con la otra, de Hans Canosa, los cineastas han intentado el uso del espacio rectangular para situar sus historias en contextos voyeuristas, complementarios, ajustados a una mirada que si bien busca la totalidad del encuadre también destaca algo más importante: la aprehensión del instante fílmico desde varios ángulos.

En Susana, Luis Buñuel adelanta algo del punto de vista relativo de la acción cuando dos hombres espían, a través de la ventana a la mujer, donde cada observador “obtiene” la información sensitiva que le permite su interés subjetivo.

En La soledad/ España-2007, el director Jaime Rosales acudió, en muchas partes del filme, a la división de la pantalla en dos para situar a los personajes en contextos melodramáticos acordes.

No creo que tal recurso sea, como se ha escrito –y el mismo Rosales lo ha explicado- para “añadirle expresividad y unir dos mitades separadas”. De ser así, sería gratuito y no tendría el efecto, como lo tiene sin duda, en el espectador (sin música, con prolongados silencios y acentos minimalistas de la acción) consiguiendo una rara especie de testigo cómplice impotente.

La soledad es una película de desgarre donde fondo y forma integran un binomio único para que la plasticidad de los encuadres (secos, lacónicos) aproximen al espectador hacia una palabra expansiva: desgarre.

Adela/ Sonia Almarcha y Antonia /Petra Martínez son personajes que se desgarran en el sino de sus asfixias existenciales. La primera, tras mudarse a la ciudad con su pequeño hijo, encontrará en la muerte de éste, en un atentado terrorista, la arista faltante de la tragedia.

Antonia encontrará en sus tres hijas los clavos de su clavario que dirimirá en medio de rutinas y asimilaciones interiores quizás interrumpidas por un deseo inútil de comunicarse con los otros.

Siguiendo un lenguaje visual reposado, más próximo a la prosa perturbadora (a fuerzas de poner un paralelismo) del Miguel Delibes de Los santos inocentes, Jaime Rosales entreteje universos personales desoladores (la muerte de Antonia, la toma final de los edificios inconclusos, el círculo familiar como infierno irremediable) para espetarnos hasta la saciedad del colmo el título del filme, el cual obtuvo en su momento (2007) el Goya a la Mejor Película en España y nos hace pensar que en el cine español contemporáneo no todo lo que brilla es Pedro Almodóvar…