/ domingo 23 de febrero de 2020

Nuestras fuerzas armadas

Colocados ya por mucho tiempo en medio de un falso dilema, en el que nuestros brillantes legisladores les tuvieron como en un azaroso limbo entre la seguridad interior o la exterior; entre hacer o no labores policíacas, problema en apariencia resuelto con un debatido cambio de la Constitución, con nuevas normas, estructuras y maneras de realizar su trabajo, los integrantes de nuestras fuerzas armadas viven la cruel paradoja de ser respetados y aceptados; entre enfrentar y reprimir; tolerar o ser considerados débiles, así como muchas veces ser acusados y vistos como victimarios de inocentes en esa lucha a la que se les pidió, quizás a pesar suyo, defender a los ciudadanos comunes de quienes les agreden de muy diferentes formas.

Puestos por la población en general en los primeros sitios en cuanto a confianza y credibilidad, por encima de muchos otros servidores públicos y privados, pero con la ambivalente visión que sobre ellos se tiene de aceptación y crítica respecto a los derechos humanos, nuestras fuerzas armadas tienen que vivir ese conflicto amor-temor que afortunadamente no les define, pero que a veces les hace aparecer “sin ser de aquí, ni ser de allá” y tratando de quedar bien con Dios y con el diablo.

Pero si somos conscientes de esa peculiar situación, deberíamos pensar un poco más profundamente en esa postura ambigua pero afortunadamente no definitiva que muchas veces deben asumir: se les pide que sean exigentes pero comprensivos, que muestren empatía y respeto, y que sientan un natural temor ante el peligro, pero que estén siempre preparados ante el riesgo que deben afrontar a cada instante.

Ellos son disciplinados y deben saber obedecer; no cuestionan las órdenes como hacemos de ordinario el resto de los ciudadanos que no llevamos uniforme. Y no es que no piensen ni razonen, como algunos creen, sino que el respeto a la jerarquía les hace poner entre paréntesis su criterio personal para colocarlo al servicio de quienes ahora son sus mandos, viendo en todo por el bien del pueblo del cual vienen y al cual sirven. Y lo hacen seguros de que escogieron aquello que les hará ser útiles y servir, supeditando el egoísmo a la generosidad con que ayudan a sus semejantes.

Porque ¿acaso conocemos o nos hemos preguntado alguna vez, las condiciones de desventaja a las que se enfrentan cuando están en servicio? No es necesario ser un sabio para conocer la calidad de su equipamiento, sus vehículos, su llamada “fuerza de fuego” en comparación con la que tienen aquellos contra los que luchan y que les hacen vivir en una situación de peligro constante. Quizá muy pocos de nosotros sepamos, o al menos nos ha preocupado saber, el tiempo que tienen para reaccionar ante un ataque premeditado, o la diferencia que hay entre el número de quienes les agreden, y el de aquellos que nos defienden. En el primer caso deben ser milésimas de segundo las que tienen para saber qué hacer ante una situación de peligro, en la que sin más, les va la vida. Y en el segundo, a pesar de la desproporción numérica, jamás se arredran.

Y por otra parte estoy seguro que ni usted ni yo sabemos lo que esos riesgos, al final del día, significan para ellos y sus familias. Cada vez que vemos un convoy de nuestras fuerzas armadas, deberíamos recordar que cada uno tiene una historia personal, que en un instante puede quedar trunca, pero que es gracias a su esfuerzo es que los demás podemos vivir con la relativa tranquilidad, que su devoción por defendernos nos proporciona y que a veces no dimensionamos en su justa medida. ¿Se ha preguntado usted qué pasaría con la población más vulnerable si mañana se decidiera que estuvieran de vuelta en sus cuarteles? Yo prefiero no pensarlo aún.

¿Acaso nos ha preocupado alguna vez saber cómo viven ahora las familias de los soldados, marinos muertos o los ahora nuevos integrantes de la guardia nacional? ¿Las viudas tienen lo suficiente para mantenerse, ya sin la presencia del jefe de la casa? ¿Los hijos, huérfanos ahora, siguen estudiando? ¿Sabemos en realidad cuánto gana un militar, sea cual sea su rango, en relación con el peligro que vive? Cada vez que los vemos en sus rondines, con sus pesados uniformes, con el calor del día, con frío o lloviendo, deberíamos sentir agradecimiento y no recelo respecto a su función, desde nuestra condición de personas que, sin duda, se sienten protegidas por su deseo de servir.

Alguien me envió hace poco un correo en el que los describe como nuestros verdaderos ángeles guardianes. A despecho de muchos que no lo consideran así, e inclusive tengan sus razones para ello, tal vez nos convendría darnos un tiempo para reflexionar sobre lo justo o al menos lo pertinente de nuestros amargos juicios sobre su conducta y nuestras acusaciones sobre su negligencia en el respeto a los derechos humanos y la vida de los demás, que es indudable que dan a veces por la humana imperfección, Y tal vez podríamos tener al menos la misma visión sobre su actuar a favor de la gente y abiertamente aplaudir cuando desarrollan obras sociales en lugares donde los desastres naturales acontecen y ellos son los primeros en llegar.

En las páginas gloriosas de nuestro himno nacional se lee: “…piensa, oh Patria querida que el cielo, un soldado en cada hijo le dio”. Es en nombre de mi muy personal visión y por congruencia que escribo esto, sin otra motivación que el agradecimiento, pero al mismo tiempo con un dejo de pena y de tristeza, porque siento que a pesar de todo, no les hemos honrado como en verdad se merecen.

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NUESTRAS FUERZAS ARMADAS.

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“Porque morir es nada,

cuando por la patria se muere…”

José María Morelos, a su hijo…

Con afecto y respeto

Para el Gral. César Juan López Caballero

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Rubèn Nùñez de Càceres V

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“Porque morir es nada,

cuando por la patria se muere…”

José María Morelos a su hijo…

Con afecto y respeto

Para el Gral. César Juan López Caballero

Colocados ya por mucho tiempo en medio de un falso dilema, en el que nuestros brillantes legisladores les tuvieron como en un azaroso limbo entre la seguridad interior o la exterior; entre hacer o no labores policíacas, problema en apariencia resuelto con un debatido cambio de la Constitución, con nuevas normas, estructuras y maneras de realizar su trabajo, los integrantes de nuestras fuerzas armadas viven la cruel paradoja de ser respetados y aceptados; entre enfrentar y reprimir; tolerar o ser considerados débiles, así como muchas veces ser acusados y vistos como victimarios de inocentes en esa lucha a la que se les pidió, quizás a pesar suyo, defender a los ciudadanos comunes de quienes les agreden de muy diferentes formas.

Puestos por la población en general en los primeros sitios en cuanto a confianza y credibilidad, por encima de muchos otros servidores públicos y privados, pero con la ambivalente visión que sobre ellos se tiene de aceptación y crítica respecto a los derechos humanos, nuestras fuerzas armadas tienen que vivir ese conflicto amor-temor que afortunadamente no les define, pero que a veces les hace aparecer “sin ser de aquí, ni ser de allá” y tratando de quedar bien con Dios y con el diablo.

Pero si somos conscientes de esa peculiar situación, deberíamos pensar un poco más profundamente en esa postura ambigua pero afortunadamente no definitiva que muchas veces deben asumir: se les pide que sean exigentes pero comprensivos, que muestren empatía y respeto, y que sientan un natural temor ante el peligro, pero que estén siempre preparados ante el riesgo que deben afrontar a cada instante.

Ellos son disciplinados y deben saber obedecer; no cuestionan las órdenes como hacemos de ordinario el resto de los ciudadanos que no llevamos uniforme. Y no es que no piensen ni razonen, como algunos creen, sino que el respeto a la jerarquía les hace poner entre paréntesis su criterio personal para colocarlo al servicio de quienes ahora son sus mandos, viendo en todo por el bien del pueblo del cual vienen y al cual sirven. Y lo hacen seguros de que escogieron aquello que les hará ser útiles y servir, supeditando el egoísmo a la generosidad con que ayudan a sus semejantes.

Porque ¿acaso conocemos o nos hemos preguntado alguna vez, las condiciones de desventaja a las que se enfrentan cuando están en servicio? No es necesario ser un sabio para conocer la calidad de su equipamiento, sus vehículos, su llamada “fuerza de fuego” en comparación con la que tienen aquellos contra los que luchan y que les hacen vivir en una situación de peligro constante. Quizá muy pocos de nosotros sepamos, o al menos nos ha preocupado saber, el tiempo que tienen para reaccionar ante un ataque premeditado, o la diferencia que hay entre el número de quienes les agreden, y el de aquellos que nos defienden. En el primer caso deben ser milésimas de segundo las que tienen para saber qué hacer ante una situación de peligro, en la que sin más, les va la vida. Y en el segundo, a pesar de la desproporción numérica, jamás se arredran.

Y por otra parte estoy seguro que ni usted ni yo sabemos lo que esos riesgos, al final del día, significan para ellos y sus familias. Cada vez que vemos un convoy de nuestras fuerzas armadas, deberíamos recordar que cada uno tiene una historia personal, que en un instante puede quedar trunca, pero que es gracias a su esfuerzo es que los demás podemos vivir con la relativa tranquilidad, que su devoción por defendernos nos proporciona y que a veces no dimensionamos en su justa medida. ¿Se ha preguntado usted qué pasaría con la población más vulnerable si mañana se decidiera que estuvieran de vuelta en sus cuarteles? Yo prefiero no pensarlo aún.

¿Acaso nos ha preocupado alguna vez saber cómo viven ahora las familias de los soldados, marinos muertos o los ahora nuevos integrantes de la guardia nacional? ¿Las viudas tienen lo suficiente para mantenerse, ya sin la presencia del jefe de la casa? ¿Los hijos, huérfanos ahora, siguen estudiando? ¿Sabemos en realidad cuánto gana un militar, sea cual sea su rango, en relación con el peligro que vive? Cada vez que los vemos en sus rondines, con sus pesados uniformes, con el calor del día, con frío o lloviendo, deberíamos sentir agradecimiento y no recelo respecto a su función, desde nuestra condición de personas que, sin duda, se sienten protegidas por su deseo de servir.

Alguien me envió hace poco un correo en el que los describe como nuestros verdaderos ángeles guardianes. A despecho de muchos que no lo consideran así, e inclusive tengan sus razones para ello, tal vez nos convendría darnos un tiempo para reflexionar sobre lo justo o al menos lo pertinente de nuestros amargos juicios sobre su conducta y nuestras acusaciones sobre su negligencia en el respeto a los derechos humanos y la vida de los demás, que es indudable que dan a veces por la humana imperfección, Y tal vez podríamos tener al menos la misma visión sobre su actuar a favor de la gente y abiertamente aplaudir cuando desarrollan obras sociales en lugares donde los desastres naturales acontecen y ellos son los primeros en llegar.

En las páginas gloriosas de nuestro himno nacional se lee: “…piensa, oh Patria querida que el cielo, un soldado en cada hijo le dio”. Es en nombre de mi muy personal visión y por congruencia que escribo esto, sin otra motivación que el agradecimiento, pero al mismo tiempo con un dejo de pena y de tristeza, porque siento que a pesar de todo, no les hemos honrado como en verdad se merecen.

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NUESTRAS FUERZAS ARMADAS.

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“Porque morir es nada,

cuando por la patria se muere…”

José María Morelos, a su hijo…

Con afecto y respeto

Para el Gral. César Juan López Caballero

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Rubèn Nùñez de Càceres V

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“Porque morir es nada,

cuando por la patria se muere…”

José María Morelos a su hijo…

Con afecto y respeto

Para el Gral. César Juan López Caballero