/ domingo 3 de octubre de 2021

Octubre hace tiempo que pasó…

Pensar que una serie de eventos, deplorables es cierto, pero aislados y además comunes entre los jóvenes, acaecidos en unos días de agosto y otros a principios de octubre de 1968, pudieran traer como consecuencia un estallido social de dimensiones insospechadas, era casi imposible de imaginar o prever en ese tiempo en que nuestro país gozaba de una aparente paz y tranquilidad, hacía ya varios años.

Parecería, en efecto, que México estaba aún inmerso en una secuela lógica de su celebrado milagro económico, con un muy rentable desarrollo estabilizador; con un crecimiento promedio el 6% anual, una relación gobierno-clase trabajadora en excelente nivel, reconocido por los mismos críticos del Sistema y unos indicadores macroeconómicos de primer orden. No había ninguna razón probable o previsible, para que en su horizonte inmediato se avizoraran barruntos de tormenta o señales ominosas de desestabilización, en nuestro muy peculiar estilo de democracia a la mexicana. Y así creíamos vivir en el mejor de los mundos posibles.

Pero un incidente al parecer inocuo y trivial, una riña entre estudiantes de nivel medio superior, y una sobrevaloración de ello por la autoridad, despertó en muchos jóvenes el deseo por una vida más democrática, inquietud hasta entonces menospreciada y convenientemente relegada por el gobierno, que prefería ignorar esos anhelos. Y comenzó así un movimiento de dimensiones que serán históricamente recordadas. Un grupo de estudiantes desafiando la autoridad en demanda de libertades nunca antes reclamadas abiertamente, pero siempre vivas en su espíritu y en su corazón, se atrevió a salir a las calles a exigirlas.

Lo que siguió entonces fue una sorpresiva y violenta represión hacia sus juveniles actores, con lujo d prepotencia y alarde de autoritarismo, lo que culminó con un hecho que aumentó el disgusto del gobernante: el izamiento de una bandera de huelga en el Zócalo fue considerado como una traición a la patria. La respuesta fue una ciudad con tanquetas y soldados persiguiendo a los inconformes. Y más tarde vendrían la prisión, el duelo, la muerte, los guantes blancos, los francotiradores, la tragedia.

Ya convencida la autoridad, o al menos así lo hizo creer, de que aquello era una siniestra conspiración; contando con la sumisión de algunos medios a los dictados del poder el apoyo vergonzante de quienes repudiaban un movimiento que desconocían, los estudiantes decidieron seguir adelante con aquello que iniciaron con esfuerzo y sacrificio, íntimamente convencidos de que un día daría frutos. Pero ahora ya con el apoyo del Rector de nuestra Máxima Casa de Estudios y un muy buen grupo de ciudadanos que los comenzaron a ver con simpatía y siempre con la esperanza viva de que fueran reconocidas las discrepancias, hasta entonces condenadas, solo por ser discrepancias.

Y vinieron entonces las explicaciones inexplicables, en las que se aducía que la capacidad de tolerancia de la autoridad había sido rebasada por los alborotadores y que los jóvenes eran incautos manipulados por fuerzas extrañas. Y la ignominia: los representantes del pueblo cubriéndose de gloria y aplaudiendo de pie la decisión de destruir a los rebeldes, porque no podían soportar y desde luego menos entender, cómo la sumisión, a la que estábamos tan acostumbrados, no estaría ya más en la agenda.

El epílogo no se ha escrito aún. El entonces estridente vocerío, en aquella plaza ahora muda, en ese octubre funesto, aún clama al cielo. De las heridas de tantos jóvenes ahí abatidos, aún brota la sangre, hecha enemiga por aquellos que tenían la obligación de protegerla. Aún vivimos el largo oficio de tinieblas por nuestros ausentes, que nos duelen y nos dolerán siempre. Pero nosotros, sus herederos, tenemos como legado imperativo no permitir ser de nuevo despreciados solo por protestar y discrepar.

Aun así octubre hace tiempo que pasó. En medio de tantos rostros sin nombre que ofrecieron su vida porque los demás pudiéramos entender que éramos libres para pensar, decidir y actuar, están todavía algunos que lograron permanecer incólumes y fieles al principio de que la dignidad es algo de lo que no debemos ser despojados. Para todos ellos nuestro recuerdo y sincero homenaje, así como para quienes ya murieron.

George Santayana escribió alguna vez que el hombre que no conoce su historia, está condenado a repetirla. Quizá la máxima enseñanza que nos legaron todos esos jóvenes en esos lejanos días del 68, está en hacer viva y actuante en nuestra memoria, la razón por la que soportaron silenciosos la cárcel, la tortura y hasta la muerte. Y que puedan ahora, donde quiera que estén, orgullosos por el privilegio de haber sacudido la adormilada conciencia de una nación, que ya no fue la misma, después de su jamás olvidado testimonio.

OCTUBRE HACE TIEMPO QUE PASÓ…

“…A veces la libertad parece

ser contraria a la realidad...

pero siempre será su Ideal…”

G. K. Chesterton

Para J. Sandoval, con respeto

Pensar que una serie de eventos, deplorables es cierto, pero aislados y además comunes entre los jóvenes, acaecidos en unos días de agosto y otros a principios de octubre de 1968, pudieran traer como consecuencia un estallido social de dimensiones insospechadas, era casi imposible de imaginar o prever en ese tiempo en que nuestro país gozaba de una aparente paz y tranquilidad, hacía ya varios años.

Parecería, en efecto, que México estaba aún inmerso en una secuela lógica de su celebrado milagro económico, con un muy rentable desarrollo estabilizador; con un crecimiento promedio el 6% anual, una relación gobierno-clase trabajadora en excelente nivel, reconocido por los mismos críticos del Sistema y unos indicadores macroeconómicos de primer orden. No había ninguna razón probable o previsible, para que en su horizonte inmediato se avizoraran barruntos de tormenta o señales ominosas de desestabilización, en nuestro muy peculiar estilo de democracia a la mexicana. Y así creíamos vivir en el mejor de los mundos posibles.

Pero un incidente al parecer inocuo y trivial, una riña entre estudiantes de nivel medio superior, y una sobrevaloración de ello por la autoridad, despertó en muchos jóvenes el deseo por una vida más democrática, inquietud hasta entonces menospreciada y convenientemente relegada por el gobierno, que prefería ignorar esos anhelos. Y comenzó así un movimiento de dimensiones que serán históricamente recordadas. Un grupo de estudiantes desafiando la autoridad en demanda de libertades nunca antes reclamadas abiertamente, pero siempre vivas en su espíritu y en su corazón, se atrevió a salir a las calles a exigirlas.

Lo que siguió entonces fue una sorpresiva y violenta represión hacia sus juveniles actores, con lujo d prepotencia y alarde de autoritarismo, lo que culminó con un hecho que aumentó el disgusto del gobernante: el izamiento de una bandera de huelga en el Zócalo fue considerado como una traición a la patria. La respuesta fue una ciudad con tanquetas y soldados persiguiendo a los inconformes. Y más tarde vendrían la prisión, el duelo, la muerte, los guantes blancos, los francotiradores, la tragedia.

Ya convencida la autoridad, o al menos así lo hizo creer, de que aquello era una siniestra conspiración; contando con la sumisión de algunos medios a los dictados del poder el apoyo vergonzante de quienes repudiaban un movimiento que desconocían, los estudiantes decidieron seguir adelante con aquello que iniciaron con esfuerzo y sacrificio, íntimamente convencidos de que un día daría frutos. Pero ahora ya con el apoyo del Rector de nuestra Máxima Casa de Estudios y un muy buen grupo de ciudadanos que los comenzaron a ver con simpatía y siempre con la esperanza viva de que fueran reconocidas las discrepancias, hasta entonces condenadas, solo por ser discrepancias.

Y vinieron entonces las explicaciones inexplicables, en las que se aducía que la capacidad de tolerancia de la autoridad había sido rebasada por los alborotadores y que los jóvenes eran incautos manipulados por fuerzas extrañas. Y la ignominia: los representantes del pueblo cubriéndose de gloria y aplaudiendo de pie la decisión de destruir a los rebeldes, porque no podían soportar y desde luego menos entender, cómo la sumisión, a la que estábamos tan acostumbrados, no estaría ya más en la agenda.

El epílogo no se ha escrito aún. El entonces estridente vocerío, en aquella plaza ahora muda, en ese octubre funesto, aún clama al cielo. De las heridas de tantos jóvenes ahí abatidos, aún brota la sangre, hecha enemiga por aquellos que tenían la obligación de protegerla. Aún vivimos el largo oficio de tinieblas por nuestros ausentes, que nos duelen y nos dolerán siempre. Pero nosotros, sus herederos, tenemos como legado imperativo no permitir ser de nuevo despreciados solo por protestar y discrepar.

Aun así octubre hace tiempo que pasó. En medio de tantos rostros sin nombre que ofrecieron su vida porque los demás pudiéramos entender que éramos libres para pensar, decidir y actuar, están todavía algunos que lograron permanecer incólumes y fieles al principio de que la dignidad es algo de lo que no debemos ser despojados. Para todos ellos nuestro recuerdo y sincero homenaje, así como para quienes ya murieron.

George Santayana escribió alguna vez que el hombre que no conoce su historia, está condenado a repetirla. Quizá la máxima enseñanza que nos legaron todos esos jóvenes en esos lejanos días del 68, está en hacer viva y actuante en nuestra memoria, la razón por la que soportaron silenciosos la cárcel, la tortura y hasta la muerte. Y que puedan ahora, donde quiera que estén, orgullosos por el privilegio de haber sacudido la adormilada conciencia de una nación, que ya no fue la misma, después de su jamás olvidado testimonio.

OCTUBRE HACE TIEMPO QUE PASÓ…

“…A veces la libertad parece

ser contraria a la realidad...

pero siempre será su Ideal…”

G. K. Chesterton

Para J. Sandoval, con respeto