/ domingo 22 de septiembre de 2019

Ojalá y nunca más

Tenía yo 15 años, próximos a los 16, estaba de vacaciones escolares y me hospedaba en la casa de unos familiares en la colonia Vicente Guerrero de Ciudad Madero.

Era el 18 de Septiembre de 1955 y el radio alertaba a la población cada diez minutos, sobre el peligro inminente de un ciclón anunciado para “entrar” en el punto preciso de la playa de Miramar, se trataba del huracán asesino con nombre de mujer: Hilda.

Pasó la noche del 18 y entró la madrugada del l9, no se escuchaba ningún ruido en la calle, la gente se recogió temprano en sus hogares, una calma chicha con pequeñas ráfagas de un aire suave en el ambiente, presagiaban el horror que se avecinaba.

Aquel aire suave comenzó a tornarse agresivo y de repente, como si el Dios Eolo hubiera desatado toda su furia para castigar a la humanidad, la fuerza del huracán descargó sin piedad su letal carga de vientos y agua a lo largo y lo ancho de esta parte del Golfo de México.

Vientos de 240 kilómetros por hora y miles de toneladas de agua comenzaron a arrasar con las construcciones más débiles, las casas crujían ante el embate, los árboles se doblaban hasta el suelo, los animales se refugiaban asustados en cualquier rincón que encontraban y las mujeres rezaban y pedían a Dios su piedad para que cesara el castigo.

El ulular del viento tornaba más tétrico el fenómeno atmosférico, parecía el aullido de un millón de lobos al unísono, o la sirena de miles de ambulancias, convirtiendo en un concierto fúnebre lo que ya de por sí mismo era un lastimero grito de miedo.

Cuando la fuerza del huracán se encontraba en su grado máximo de destrucción, después de casi dos horas de flagelo, de repente, cesó todo, se acabaron el viento y la lluvia y regresó la calma del principio antes del meteoro; era el “ojo” del ciclón.

La gente salió a la calle estimando que todo había terminado, pero menos de media hora después los vientos regresaron con la misma furia que antes, solo que en sentido contrario. Era el ojo, o centro del huracán que precisamente había pasado ya por el centro de Tampico y Ciudad Madero.

Otra vez el terror, el miedo, la ansiedad de la gente y la destrucción inmisericorde de Hilda, que durante otras dos horas continuó su acción depredadora.

Casas destruidas, árboles arrancados de tajo, autos arrastrados, postes caídos, calles intransitables dejó Hilda a su paso por el centro de la costa del Golfo; silencio en las calles y terror en el sentir de maderenses y tampiqueños.

Pero eso no fue nada, lo peor sucedió tres semanas después, cuando la acumulación de las aguas descargadas en la sierra por Hilda y dos huracanes más, arribaron a Tampico bajo una cresta que arrasó a su paso con humildes viviendas y sus moradores dentro de éllas, con toda clase de animales silvestres y domésticos.

En su arribo a Tampico, las aguas provocaron la más funesta y espectacular inundación jamás sufrida, tan grande y destructiva que el Gobierno de Estados Unidos envió el inmediato auxilio a nuestra ciudad.

La tragedia quedó escrita para la historia, las fotografías fueron impresas para el testimonio del tiempo, pero su recuerdo quedó tatuado en la memoria de quienes fuimos testigos de algo que ojalá y nunca más vuelva a suceder.

P.D.- A veces, los recuerdos duelen más que la realidad.

Tenía yo 15 años, próximos a los 16, estaba de vacaciones escolares y me hospedaba en la casa de unos familiares en la colonia Vicente Guerrero de Ciudad Madero.

Era el 18 de Septiembre de 1955 y el radio alertaba a la población cada diez minutos, sobre el peligro inminente de un ciclón anunciado para “entrar” en el punto preciso de la playa de Miramar, se trataba del huracán asesino con nombre de mujer: Hilda.

Pasó la noche del 18 y entró la madrugada del l9, no se escuchaba ningún ruido en la calle, la gente se recogió temprano en sus hogares, una calma chicha con pequeñas ráfagas de un aire suave en el ambiente, presagiaban el horror que se avecinaba.

Aquel aire suave comenzó a tornarse agresivo y de repente, como si el Dios Eolo hubiera desatado toda su furia para castigar a la humanidad, la fuerza del huracán descargó sin piedad su letal carga de vientos y agua a lo largo y lo ancho de esta parte del Golfo de México.

Vientos de 240 kilómetros por hora y miles de toneladas de agua comenzaron a arrasar con las construcciones más débiles, las casas crujían ante el embate, los árboles se doblaban hasta el suelo, los animales se refugiaban asustados en cualquier rincón que encontraban y las mujeres rezaban y pedían a Dios su piedad para que cesara el castigo.

El ulular del viento tornaba más tétrico el fenómeno atmosférico, parecía el aullido de un millón de lobos al unísono, o la sirena de miles de ambulancias, convirtiendo en un concierto fúnebre lo que ya de por sí mismo era un lastimero grito de miedo.

Cuando la fuerza del huracán se encontraba en su grado máximo de destrucción, después de casi dos horas de flagelo, de repente, cesó todo, se acabaron el viento y la lluvia y regresó la calma del principio antes del meteoro; era el “ojo” del ciclón.

La gente salió a la calle estimando que todo había terminado, pero menos de media hora después los vientos regresaron con la misma furia que antes, solo que en sentido contrario. Era el ojo, o centro del huracán que precisamente había pasado ya por el centro de Tampico y Ciudad Madero.

Otra vez el terror, el miedo, la ansiedad de la gente y la destrucción inmisericorde de Hilda, que durante otras dos horas continuó su acción depredadora.

Casas destruidas, árboles arrancados de tajo, autos arrastrados, postes caídos, calles intransitables dejó Hilda a su paso por el centro de la costa del Golfo; silencio en las calles y terror en el sentir de maderenses y tampiqueños.

Pero eso no fue nada, lo peor sucedió tres semanas después, cuando la acumulación de las aguas descargadas en la sierra por Hilda y dos huracanes más, arribaron a Tampico bajo una cresta que arrasó a su paso con humildes viviendas y sus moradores dentro de éllas, con toda clase de animales silvestres y domésticos.

En su arribo a Tampico, las aguas provocaron la más funesta y espectacular inundación jamás sufrida, tan grande y destructiva que el Gobierno de Estados Unidos envió el inmediato auxilio a nuestra ciudad.

La tragedia quedó escrita para la historia, las fotografías fueron impresas para el testimonio del tiempo, pero su recuerdo quedó tatuado en la memoria de quienes fuimos testigos de algo que ojalá y nunca más vuelva a suceder.

P.D.- A veces, los recuerdos duelen más que la realidad.