/ viernes 18 de mayo de 2018

Opúsculo a la desesperación

La desesperación es orfandad de armonía, cárcel moral del ánimo, pétalo de ácido, amputación del alma.

La desesperación tiene como idiomas el llanto, la rabia, la ira, la impotencia, la blasfemia. Desesperado es aquel que ya no busca porque ya el niño de la esperanza (al igual que el personaje de El Tambor de hojalata) ha decidido no crecer más.

Dafoe lo plasmó, mejor que nadie, en su Robinson Crusoe al llamar a su ínsula condenatoria “Isla de la desesperación”.

La desesperación es el brazo ejecutor de la muerte. Antes de llegar al cuerpo, la muerte nos desespera, nos infunde sus influjos. Aunque, curiosamente, después de la desesperación viene una laxitud oprobiosa (porque ya no nos permite abastecer de bálsamo de nuevo a la esperanza).

La desesperanza -citando a Thomas Mann- es “la oscura hermana gemela” de la desesperación, siempre está al lado de nosotros; aguarda que el alma se extasíe de su momentánea alegría.

El desesperado ya no planea, ya no abraza al mañana. Al desesperado lo invaden la negrura, la pequeñez de la mortalidad. Morir no es lo peor del desesperado: es el tiempo que perdió en su vida sin vivirla.

Lavoisier ha dicho, creo yo, la mejor definición sobre qué es la vida: “La vida es una función química”. Vuelvo al pétalo de ácido. Somos, principalmente, ácido. Seres celulares, pero ¿y el alma? No entraré a simas profundas de la ontología. Vivir no es fácil, cuantimás definir a la vida.

Pero volviendo a la desesperación, se puede decir que el desesperado en el fondo es un valiente. Su miedo es el vehículo de la osadía. Estar desesperado es atravesar por una especie de estado de embriaguez (en términos del entumecimiento de los sentidos), por ello es que el desesperado manda al sótano de la civilidad a la vergüenza, a la decencia y a otros cánones de la ética.

El desesperado nunca tiene cerrado los ojos. Los abre a su máximo diámetro para comprobar que padece una ceguera: la soledad.

En la desesperación la única que no te abandona es la soledad, sí ésa que José Gorostiza menciona en su célebre Muerte sin Fin: “Inteligencia: soledad en llamas”; sólo que ignoro si la soledad dé inteligencia al desesperado porque la desesperación es atropellamiento, premura, celeridad.

¿Qué hay que hacer ante la desesperación? Aguardar que los niños internos que no hemos dejado crecer lo hagan: la fe, la paciencia, la tolerancia, la acción. Es paradójico que el desesperado, en su hiperactividad no avance un milímetro para su salvación. Gustavo Cerati decía en un verso de su canción Toma la ruta: “Y si después de tanto andar estás en el mismo lugar”. Así, en la desesperación, tenemos (usando palabras de Jaime Sabines) “un cabrón diablo” cuchicheándonos al oído palabras, soluciones confusas y no avanzamos, quedamos en el mismo lugar: el principio.

La desesperación existe porque no tenemos fe, nos tomamos ese trago de vida que nos corresponde de un solo jalón.

Cuando el amor late, cuando existe y prodiga sus brazos de hiedra sobre nuestros cuellos, sobre nuestros anhelos, la desesperación no aparece. La desesperación es un acto de desamor, dictadura de la desolación…

La desesperación es orfandad de armonía, cárcel moral del ánimo, pétalo de ácido, amputación del alma.

La desesperación tiene como idiomas el llanto, la rabia, la ira, la impotencia, la blasfemia. Desesperado es aquel que ya no busca porque ya el niño de la esperanza (al igual que el personaje de El Tambor de hojalata) ha decidido no crecer más.

Dafoe lo plasmó, mejor que nadie, en su Robinson Crusoe al llamar a su ínsula condenatoria “Isla de la desesperación”.

La desesperación es el brazo ejecutor de la muerte. Antes de llegar al cuerpo, la muerte nos desespera, nos infunde sus influjos. Aunque, curiosamente, después de la desesperación viene una laxitud oprobiosa (porque ya no nos permite abastecer de bálsamo de nuevo a la esperanza).

La desesperanza -citando a Thomas Mann- es “la oscura hermana gemela” de la desesperación, siempre está al lado de nosotros; aguarda que el alma se extasíe de su momentánea alegría.

El desesperado ya no planea, ya no abraza al mañana. Al desesperado lo invaden la negrura, la pequeñez de la mortalidad. Morir no es lo peor del desesperado: es el tiempo que perdió en su vida sin vivirla.

Lavoisier ha dicho, creo yo, la mejor definición sobre qué es la vida: “La vida es una función química”. Vuelvo al pétalo de ácido. Somos, principalmente, ácido. Seres celulares, pero ¿y el alma? No entraré a simas profundas de la ontología. Vivir no es fácil, cuantimás definir a la vida.

Pero volviendo a la desesperación, se puede decir que el desesperado en el fondo es un valiente. Su miedo es el vehículo de la osadía. Estar desesperado es atravesar por una especie de estado de embriaguez (en términos del entumecimiento de los sentidos), por ello es que el desesperado manda al sótano de la civilidad a la vergüenza, a la decencia y a otros cánones de la ética.

El desesperado nunca tiene cerrado los ojos. Los abre a su máximo diámetro para comprobar que padece una ceguera: la soledad.

En la desesperación la única que no te abandona es la soledad, sí ésa que José Gorostiza menciona en su célebre Muerte sin Fin: “Inteligencia: soledad en llamas”; sólo que ignoro si la soledad dé inteligencia al desesperado porque la desesperación es atropellamiento, premura, celeridad.

¿Qué hay que hacer ante la desesperación? Aguardar que los niños internos que no hemos dejado crecer lo hagan: la fe, la paciencia, la tolerancia, la acción. Es paradójico que el desesperado, en su hiperactividad no avance un milímetro para su salvación. Gustavo Cerati decía en un verso de su canción Toma la ruta: “Y si después de tanto andar estás en el mismo lugar”. Así, en la desesperación, tenemos (usando palabras de Jaime Sabines) “un cabrón diablo” cuchicheándonos al oído palabras, soluciones confusas y no avanzamos, quedamos en el mismo lugar: el principio.

La desesperación existe porque no tenemos fe, nos tomamos ese trago de vida que nos corresponde de un solo jalón.

Cuando el amor late, cuando existe y prodiga sus brazos de hiedra sobre nuestros cuellos, sobre nuestros anhelos, la desesperación no aparece. La desesperación es un acto de desamor, dictadura de la desolación…