/ domingo 12 de septiembre de 2021

Para equilibrar la vida

Quizás ante el espectáculo poco edificante que este mundo nos ofrece, con sus excesos, sus injusticias y sus deficiencias valorativas; ante la inconsciencia de quienes lo habitan que parecieran empeñarse, con bastante eficiencia por cierto, en su propia y sistemática autodestrucción, cualquier persona sensata diría que de seguir así, careceremos ya en absoluto de toda posibilidad de redención y que el día del Armagedón está cada vez más cercano. Y si hemos de ser sinceros, nadie que piense que esa puede llegar una realidad objetiva, pero cruel e indiscutiblemente bien ganada, podrá ser acusado de pesimista.

De muchas y muy variadas formas vemos, y por desgracia ya sin que nos asombre, cómo casi todos los humanos buscamos lastimarnos unos a otros, en lugar de encontrar maneras de ayudarnos mutuamente, conscientes de que participamos de la misma naturaleza racional y que somos chispas de la misma divinidad. Contemplamos tristes, pero resignados, sobre todo entre los más vulnerables, cómo somos engañados, burlados y sin ningún recato ofendidos, por quienes, por otra parte, deberían ser nuestros más acendrados defensores. Y eso es una tragedia de lesa humanidad para quien agravia y para quien es agraviado.

Porque en este momento tristemente vemos cómo nos mienten los políticos; los religiosos se descalifican entre sí; las iglesias defienden sus intereses y no los de ese Dios al que dicen servir. Y cómo los padres abandonan a sus hijos y los hijos a sus padres; cómo se abusa del indefenso; el amor se vende y se compra; muchos maestros desertan de su noble vocación; las escuelas se han olvidado de educar en los valores, los funcionarios se enriquecen de manera inexplicable, mientras la sociedad padece hambre y sed de justicia y quienes debían saciarlas contemplan impasibles la pobreza ajena, la desdicha del desposeído, la marginación y la discriminación, incubando así la amargura, el odio y el rencor de quienes, al no verse incluidos entre los privilegiados, acaban por convertirse en delincuentes destructores de sus propios hermanos, los demás hombres.

Pero si hemos de ser justos, tendremos que aceptar que esta triste concepción de nuestro mundo no es, afortunadamente, compartida como horizonte fatal por la totalidad de quienes lo conformamos. Aún existen personas que piensan que el mundo está lleno de heroísmo; que no todos tratan de engañarnos ni ofendernos; que también hay políticos que nos hablan con la verdad; religiosos fieles a su vocación; iglesias que son verdaderos caminos de salvación y puentes hacia ese Dios, que finalmente es el mismo para todos.

Todavía vemos personas que creen, que por un equilibrio natural de la vida misma, no todos tratan de abusar del indefenso, aunque muchos sí lo hagan; que aún hay padres comprometidos con sus hijos y también hay hijos preocupados por sus padres y los cuidan y aman; que afortunadamente aún hay maestros fieles a su compromiso de educar y que a pesar de sus carencias, dan lo mejor de sí mismos en beneficio de aquellos que educan; que todavía hay funcionarios que sirven al pueblo y no se sirven de él y que gran parte de nuestra sociedad aún privilegia la honestidad y la auténtica decencia y se ha descentrado de sí misma y de su egoísmo y siente una verdadera empatía con el desposeído y el marginado y busca cómo ayudarlo, clave definitiva que nos evitará caer en la demencia y la barbarie de que nos devoremos unos a otros, porque no supimos entendernos como partes de un genérico que solo siendo incluyente, nos permitirá crecer sin agraviarnos.

Y sobre todo aún vemos, afortunadamente, que existen quienes creen que el amor sigue siendo el real motor de nuestras vidas, aunque haya quien lo confunda y lo contamine con la posesión y la conveniencia. Y que es por la fe en esa realidad viva y actuante por causa de ese amor por la que el mundo tiene aún redención.

El equilibrio de la vida está pues en la forma como asumimos nuestra responsabilidad de vivirla. Para el simple observador del mal es fácil acusar a Dios de hacerlo o al menos de permitir que suceda pudiendo evitarlo. Para el escéptico pesimista decir que en todos existe la tendencia y la raíz del mal y por eso lo hacemos, es negar la posibilidad de renunciar a hacerlo y poner en su lugar la capacidad de realizar el bien y así justificarse.

En la sabiduría del Budismo Zen se dice que la vida del hombre es como una casa que tiene cuatro habitaciones: la física, la mental, la espiritual y la emocional- social. Para que el hombre pueda vivir en armonía y equilibrio su existencia, debe todos los días visitar cada una de ellas para asearlas, airearlas y ordenar las cosas que ahí se encuentran. Si no nos preocupamos por hacerlo, o solo vemos y preferimos una y no otras, dice el sabio budista que algo nos faltará. Porque nuestro cuerpo necesita alimento y ejercicio; la mente debe cultivarse por la lectura y el ejercicio de la memoria; el espíritu debe aspirar a los valores superiores y las emociones deben ser gestionadas y administradas con energía, así como la sociabilidad a través de la dialéctica de la inclusión y el sentido del servicio.

Tal vez por eso vemos cómo el caos ahoga la vida de tantos entre las olas de su mar tempestuoso. Y por eso también el genial Víctor Hugo afirmó: “el equilibrio de la vida es como andar en la cuerda floja: solo algunos pueden lograrlo…”

PARA EQUILIBRAR LA VIDA

“…la felicidad no es cuestión de intensidad

sino de orden, ritmo, armonía y equilibrio…”

Thomas Merton

Quizás ante el espectáculo poco edificante que este mundo nos ofrece, con sus excesos, sus injusticias y sus deficiencias valorativas; ante la inconsciencia de quienes lo habitan que parecieran empeñarse, con bastante eficiencia por cierto, en su propia y sistemática autodestrucción, cualquier persona sensata diría que de seguir así, careceremos ya en absoluto de toda posibilidad de redención y que el día del Armagedón está cada vez más cercano. Y si hemos de ser sinceros, nadie que piense que esa puede llegar una realidad objetiva, pero cruel e indiscutiblemente bien ganada, podrá ser acusado de pesimista.

De muchas y muy variadas formas vemos, y por desgracia ya sin que nos asombre, cómo casi todos los humanos buscamos lastimarnos unos a otros, en lugar de encontrar maneras de ayudarnos mutuamente, conscientes de que participamos de la misma naturaleza racional y que somos chispas de la misma divinidad. Contemplamos tristes, pero resignados, sobre todo entre los más vulnerables, cómo somos engañados, burlados y sin ningún recato ofendidos, por quienes, por otra parte, deberían ser nuestros más acendrados defensores. Y eso es una tragedia de lesa humanidad para quien agravia y para quien es agraviado.

Porque en este momento tristemente vemos cómo nos mienten los políticos; los religiosos se descalifican entre sí; las iglesias defienden sus intereses y no los de ese Dios al que dicen servir. Y cómo los padres abandonan a sus hijos y los hijos a sus padres; cómo se abusa del indefenso; el amor se vende y se compra; muchos maestros desertan de su noble vocación; las escuelas se han olvidado de educar en los valores, los funcionarios se enriquecen de manera inexplicable, mientras la sociedad padece hambre y sed de justicia y quienes debían saciarlas contemplan impasibles la pobreza ajena, la desdicha del desposeído, la marginación y la discriminación, incubando así la amargura, el odio y el rencor de quienes, al no verse incluidos entre los privilegiados, acaban por convertirse en delincuentes destructores de sus propios hermanos, los demás hombres.

Pero si hemos de ser justos, tendremos que aceptar que esta triste concepción de nuestro mundo no es, afortunadamente, compartida como horizonte fatal por la totalidad de quienes lo conformamos. Aún existen personas que piensan que el mundo está lleno de heroísmo; que no todos tratan de engañarnos ni ofendernos; que también hay políticos que nos hablan con la verdad; religiosos fieles a su vocación; iglesias que son verdaderos caminos de salvación y puentes hacia ese Dios, que finalmente es el mismo para todos.

Todavía vemos personas que creen, que por un equilibrio natural de la vida misma, no todos tratan de abusar del indefenso, aunque muchos sí lo hagan; que aún hay padres comprometidos con sus hijos y también hay hijos preocupados por sus padres y los cuidan y aman; que afortunadamente aún hay maestros fieles a su compromiso de educar y que a pesar de sus carencias, dan lo mejor de sí mismos en beneficio de aquellos que educan; que todavía hay funcionarios que sirven al pueblo y no se sirven de él y que gran parte de nuestra sociedad aún privilegia la honestidad y la auténtica decencia y se ha descentrado de sí misma y de su egoísmo y siente una verdadera empatía con el desposeído y el marginado y busca cómo ayudarlo, clave definitiva que nos evitará caer en la demencia y la barbarie de que nos devoremos unos a otros, porque no supimos entendernos como partes de un genérico que solo siendo incluyente, nos permitirá crecer sin agraviarnos.

Y sobre todo aún vemos, afortunadamente, que existen quienes creen que el amor sigue siendo el real motor de nuestras vidas, aunque haya quien lo confunda y lo contamine con la posesión y la conveniencia. Y que es por la fe en esa realidad viva y actuante por causa de ese amor por la que el mundo tiene aún redención.

El equilibrio de la vida está pues en la forma como asumimos nuestra responsabilidad de vivirla. Para el simple observador del mal es fácil acusar a Dios de hacerlo o al menos de permitir que suceda pudiendo evitarlo. Para el escéptico pesimista decir que en todos existe la tendencia y la raíz del mal y por eso lo hacemos, es negar la posibilidad de renunciar a hacerlo y poner en su lugar la capacidad de realizar el bien y así justificarse.

En la sabiduría del Budismo Zen se dice que la vida del hombre es como una casa que tiene cuatro habitaciones: la física, la mental, la espiritual y la emocional- social. Para que el hombre pueda vivir en armonía y equilibrio su existencia, debe todos los días visitar cada una de ellas para asearlas, airearlas y ordenar las cosas que ahí se encuentran. Si no nos preocupamos por hacerlo, o solo vemos y preferimos una y no otras, dice el sabio budista que algo nos faltará. Porque nuestro cuerpo necesita alimento y ejercicio; la mente debe cultivarse por la lectura y el ejercicio de la memoria; el espíritu debe aspirar a los valores superiores y las emociones deben ser gestionadas y administradas con energía, así como la sociabilidad a través de la dialéctica de la inclusión y el sentido del servicio.

Tal vez por eso vemos cómo el caos ahoga la vida de tantos entre las olas de su mar tempestuoso. Y por eso también el genial Víctor Hugo afirmó: “el equilibrio de la vida es como andar en la cuerda floja: solo algunos pueden lograrlo…”

PARA EQUILIBRAR LA VIDA

“…la felicidad no es cuestión de intensidad

sino de orden, ritmo, armonía y equilibrio…”

Thomas Merton