/ domingo 20 de octubre de 2019

Perdón para sanar el alma

En la universidad, entre juegos y bromas, principié a beber. Fui creciendo, más libertad, mayores años, amistades que perseguían la misma afición, el alcohol.

Al entrar a la universidad se profundizó mi enfermedad. No obstante, por un lado seguía siendo buen estudiante, ya que estaba inscrito en la Facultad de Leyes. Por otro, cuando llegaba a casa embrutecido, vislumbraba soñoliento a mi padre mirándome con profunda conmiseración; mi madre, ríos de lágrimas desbordaban de su rostro, observando ambos a su hijo mayor naufragando en el alcoholismo.

En aquella época la universidad se significaba por su etapa violenta. La sociedad nos catalogaba de “Porros”, y nosotros hacíamos valer el nombramiento a plenitud. Llegábamos a restaurantes para no pagar la cuenta, los hoteles por miedo ofrecían su mejor habitación, terminando en orgías, drogas, excesos. Todos decían “Pertenecen a la UAT”. Finalmente me titulé de Licenciado en Derecho, proseguí bebiendo hasta quedarme tirado en la Plaza de Armas. Un hecho terrible vino un 31 de diciembre, empecé a festejar temprano cuando se aproximó la cena, estaba fuera de mis cabales. Comencé a discutir con mis hermanos, a romper cosas. La reunión se suspendió, cerrándose las puertas de la familia.

Tres jornadas continué sin parar, hasta que el agotamiento me contuvo quedándome en mi departamento. Cuando desperté, un disco se había quedado girando en la canción “Me olvidé de vivir” de Julio Iglesias. Reflexionando en el estribillo “De tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento”. Contaba con 41 años, soltero, sin mujer que me abordara y con 26 años caminando sin dirección. Ese día elevé una oración a Dios solicitando su ayuda. Semanas después llegó el apoyo, convertido en una amiga que me obsequió el nombre de San Judas Tadeo, a quien visité durante meses, en la iglesia San Juanita de la colonia Cascajal, lugar donde se encuentra ubicada la figura del beato.

Libre de la libación, alcancé a casarme. Si antes había llorado de arrepentimiento por el daño que ocasioné, conocí el otro lado, las lágrimas de felicidad, cuando nació mi sucesora, a quien le pusimos de nombre María Virginia. María, porque fuimos a la villa a solicitarle a la Virgen ayuda, porque mi esposa tardó varios años en embarazarse; Virginia, como mi madre, a quien la muerte se llevó meses antes. El evento más terrible que ha ocupado mi mundo fue cuando, después de 23 años de matrimonio, mi mujer avisó que quería separarse, que había aparecido un hombre con quien encontró la felicidad. Dejó a nuestra hija conmigo y se marchó. Me sobrevino una fuerte depresión.

Acudí a terapia sin resultados favorables, las vivencias de pareja son difíciles de desechar. Sobre todo, si especulas que conoces a la persona que duerme contigo, hasta que a los 23 años descubres que estuviste enamorado de la persona equivocada. Devastado una hermana me recomendó tomar el taller “El perdón para sanar el alma”, donde se enseña que es común que odiemos porque es un sentimiento natural. Lo importante es acercarse a Dios para contar con sabiduría para perdonar. Somos hombres que cometemos errores; en mis momentos de alcoholismo escarnecí a bastantes semejantes. Sin embargo, lo trascendental fue que me perdonaron. ¿Si alguien hiere nuestro espíritu, por qué no perdonar?

Mi hija es mi ejemplo, ella perdonó a su madre. Tres meses después mi exmujer se comunicó, solicitándole una reunión. Ella por amor aceptó. Los hijos también brindan lecciones. El amor de María Virginia me ofrece fuerza para seguir caminando. A la lejanía de estos sucesos, descubro que nada es para siempre, debemos ser fiel testigo del disfrute de la existencia. Estuve en la calzada equivocada, enderecé el rumbo, contraje matrimonio, incursioné formando una familia, 23 años después el maridaje finalizó. Ahora soy sanamente feliz, siendo un hombre de fe que suplica a Dios que cuando mi hija se vaya, no me deje solo, que envíe una compañera, quisiera morir en los brazos de una mujer.

En la universidad, entre juegos y bromas, principié a beber. Fui creciendo, más libertad, mayores años, amistades que perseguían la misma afición, el alcohol.

Al entrar a la universidad se profundizó mi enfermedad. No obstante, por un lado seguía siendo buen estudiante, ya que estaba inscrito en la Facultad de Leyes. Por otro, cuando llegaba a casa embrutecido, vislumbraba soñoliento a mi padre mirándome con profunda conmiseración; mi madre, ríos de lágrimas desbordaban de su rostro, observando ambos a su hijo mayor naufragando en el alcoholismo.

En aquella época la universidad se significaba por su etapa violenta. La sociedad nos catalogaba de “Porros”, y nosotros hacíamos valer el nombramiento a plenitud. Llegábamos a restaurantes para no pagar la cuenta, los hoteles por miedo ofrecían su mejor habitación, terminando en orgías, drogas, excesos. Todos decían “Pertenecen a la UAT”. Finalmente me titulé de Licenciado en Derecho, proseguí bebiendo hasta quedarme tirado en la Plaza de Armas. Un hecho terrible vino un 31 de diciembre, empecé a festejar temprano cuando se aproximó la cena, estaba fuera de mis cabales. Comencé a discutir con mis hermanos, a romper cosas. La reunión se suspendió, cerrándose las puertas de la familia.

Tres jornadas continué sin parar, hasta que el agotamiento me contuvo quedándome en mi departamento. Cuando desperté, un disco se había quedado girando en la canción “Me olvidé de vivir” de Julio Iglesias. Reflexionando en el estribillo “De tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento”. Contaba con 41 años, soltero, sin mujer que me abordara y con 26 años caminando sin dirección. Ese día elevé una oración a Dios solicitando su ayuda. Semanas después llegó el apoyo, convertido en una amiga que me obsequió el nombre de San Judas Tadeo, a quien visité durante meses, en la iglesia San Juanita de la colonia Cascajal, lugar donde se encuentra ubicada la figura del beato.

Libre de la libación, alcancé a casarme. Si antes había llorado de arrepentimiento por el daño que ocasioné, conocí el otro lado, las lágrimas de felicidad, cuando nació mi sucesora, a quien le pusimos de nombre María Virginia. María, porque fuimos a la villa a solicitarle a la Virgen ayuda, porque mi esposa tardó varios años en embarazarse; Virginia, como mi madre, a quien la muerte se llevó meses antes. El evento más terrible que ha ocupado mi mundo fue cuando, después de 23 años de matrimonio, mi mujer avisó que quería separarse, que había aparecido un hombre con quien encontró la felicidad. Dejó a nuestra hija conmigo y se marchó. Me sobrevino una fuerte depresión.

Acudí a terapia sin resultados favorables, las vivencias de pareja son difíciles de desechar. Sobre todo, si especulas que conoces a la persona que duerme contigo, hasta que a los 23 años descubres que estuviste enamorado de la persona equivocada. Devastado una hermana me recomendó tomar el taller “El perdón para sanar el alma”, donde se enseña que es común que odiemos porque es un sentimiento natural. Lo importante es acercarse a Dios para contar con sabiduría para perdonar. Somos hombres que cometemos errores; en mis momentos de alcoholismo escarnecí a bastantes semejantes. Sin embargo, lo trascendental fue que me perdonaron. ¿Si alguien hiere nuestro espíritu, por qué no perdonar?

Mi hija es mi ejemplo, ella perdonó a su madre. Tres meses después mi exmujer se comunicó, solicitándole una reunión. Ella por amor aceptó. Los hijos también brindan lecciones. El amor de María Virginia me ofrece fuerza para seguir caminando. A la lejanía de estos sucesos, descubro que nada es para siempre, debemos ser fiel testigo del disfrute de la existencia. Estuve en la calzada equivocada, enderecé el rumbo, contraje matrimonio, incursioné formando una familia, 23 años después el maridaje finalizó. Ahora soy sanamente feliz, siendo un hombre de fe que suplica a Dios que cuando mi hija se vaya, no me deje solo, que envíe una compañera, quisiera morir en los brazos de una mujer.