/ martes 12 de junio de 2018

¿Qué país queremos?

El tercer y último debate público por TV entre los candidatos a la Presidencia de la República debería poder resolver un poco la pregunta sobre qué clase de país queremos los mexicanos...

Pero desdichadamente nos encuentra a los habitantes de este extraordinario país en el que están fincadas nuestras esperanzas y sueños, como espectadores de una sarna política y rasquiña generalizada que provoca el efluvio de pronósticos, insultos y una declaracionitis que tiene por virtud aumentar la incredulidad exacerbada, ya de por sí, por los intereses en juego.

Los candidatos y los partidos políticos como integrantes de una estructura de captación pública, están obligados a motivar el voto y la conducción de este hacia las casillas. El llevar a cabo esta labor con limpieza y propiedad demanda renunciar al uso indiscriminado de las descalificaciones y acusaciones y ocuparse, reitero, de acciones concretas en la búsqueda no solo de la popularidad, sino de todo lo necesario para crear esperanza y certidumbre.

La gente difícilmente acude a las casillas de votación si tiene la idea de que no hay equidad en los procesos electorales y los partidos y las autoridades se burlan de su voluntad expresada en el sufragio.

Como sabemos, alimentar el odio al oponente, el afán de destrucción, el exceso de amor propio y el falso orgullo, sin que el INE, arbitro de la contienda, de manera oportuna tome cartas en el asunto, solo conduce a posiciones irreductibles, a la desconfianza y el descreimiento.

A mi juicio, de acuerdo a los resultados del proceso electoral en marcha y para prevenir el auge de los conflictos sociales, tanto los que están dentro de la ley y muchos otros que rebasan sus límites, sería conveniente dar especial atención a la tarea conciliatoria, entendida como un medio para acercar a las partes que se enfrentan.

Los abocados a ejercer el arte de la conciliación deben estar preparados y tener una visión clara de lo que abarcan los conflictos sociales. Cualquier error podría ser como una caja de resonancia cuyos efectos se reflejarían hasta la tercera o cuarta generación de desprevenidas mexicanas y mexicanos.

Una de las disposiciones que exige la capacidad de llegar a entendimientos de las que emanan todas las demás es no plantear como alternativa algo que de lograrse implique la derrota completa del contrario o la ruptura de una cuestión de principios. Las posturas recalcitrantes, mirar todo en blanco y negro, sin la voluntad de hallarle, dado el caso, lo gris al asunto, solo conduce a muy vistosos desencuentros o algo peor.

Es indispensable dejar la puerta abierta a la ocasión de un encuentro directo, tesis que requiere, sin duda, de los resortes del convencimiento, la inteligencia, el buen carácter y el temple.

Se experimenta, pues, una de las pruebas máximas de nuestro sistema político nacional que en cualquier descuido, puede devenir en una crisis de identidad. Esto en gran parte ocurre porque en la lucha contra la corrupción la gente mira con desconsuelo que casi no hay en quien confiar, manifestándose las inconfundibles señales de un país inmerso en el divisionismo.

En estos cruciales momentos tanto nuestros dirigentes políticos como la iniciativa privada, y las organizaciones sociales, están conscientes, supongo, de que la clave para crear certidumbre es dar respuesta a las demandas sociales y reclamos de los habitantes.

Las cosas no están bien para muchos mexicanos y pese a que las clases medias se defienden como pueden ante las dificultades, los marginados en las ciudades y en el campo cada día agravan la situación.

Al momento que los conflictos permanecen abiertos y sin visos de que puedan cerrarse satisfactoriamente, la misión de llevar a México por el camino del desarrollo y el progreso depende de la pericia de quienes nos gobiernan, de la voluntad para crear confianza, para señalar caminos, para decir la verdad y ser reiterativos, pero a base de hechos y que esto sea la llave para liberarnos de los problemas que existen.

El tercer y último debate público por TV entre los candidatos a la Presidencia de la República debería poder resolver un poco la pregunta sobre qué clase de país queremos los mexicanos...

Pero desdichadamente nos encuentra a los habitantes de este extraordinario país en el que están fincadas nuestras esperanzas y sueños, como espectadores de una sarna política y rasquiña generalizada que provoca el efluvio de pronósticos, insultos y una declaracionitis que tiene por virtud aumentar la incredulidad exacerbada, ya de por sí, por los intereses en juego.

Los candidatos y los partidos políticos como integrantes de una estructura de captación pública, están obligados a motivar el voto y la conducción de este hacia las casillas. El llevar a cabo esta labor con limpieza y propiedad demanda renunciar al uso indiscriminado de las descalificaciones y acusaciones y ocuparse, reitero, de acciones concretas en la búsqueda no solo de la popularidad, sino de todo lo necesario para crear esperanza y certidumbre.

La gente difícilmente acude a las casillas de votación si tiene la idea de que no hay equidad en los procesos electorales y los partidos y las autoridades se burlan de su voluntad expresada en el sufragio.

Como sabemos, alimentar el odio al oponente, el afán de destrucción, el exceso de amor propio y el falso orgullo, sin que el INE, arbitro de la contienda, de manera oportuna tome cartas en el asunto, solo conduce a posiciones irreductibles, a la desconfianza y el descreimiento.

A mi juicio, de acuerdo a los resultados del proceso electoral en marcha y para prevenir el auge de los conflictos sociales, tanto los que están dentro de la ley y muchos otros que rebasan sus límites, sería conveniente dar especial atención a la tarea conciliatoria, entendida como un medio para acercar a las partes que se enfrentan.

Los abocados a ejercer el arte de la conciliación deben estar preparados y tener una visión clara de lo que abarcan los conflictos sociales. Cualquier error podría ser como una caja de resonancia cuyos efectos se reflejarían hasta la tercera o cuarta generación de desprevenidas mexicanas y mexicanos.

Una de las disposiciones que exige la capacidad de llegar a entendimientos de las que emanan todas las demás es no plantear como alternativa algo que de lograrse implique la derrota completa del contrario o la ruptura de una cuestión de principios. Las posturas recalcitrantes, mirar todo en blanco y negro, sin la voluntad de hallarle, dado el caso, lo gris al asunto, solo conduce a muy vistosos desencuentros o algo peor.

Es indispensable dejar la puerta abierta a la ocasión de un encuentro directo, tesis que requiere, sin duda, de los resortes del convencimiento, la inteligencia, el buen carácter y el temple.

Se experimenta, pues, una de las pruebas máximas de nuestro sistema político nacional que en cualquier descuido, puede devenir en una crisis de identidad. Esto en gran parte ocurre porque en la lucha contra la corrupción la gente mira con desconsuelo que casi no hay en quien confiar, manifestándose las inconfundibles señales de un país inmerso en el divisionismo.

En estos cruciales momentos tanto nuestros dirigentes políticos como la iniciativa privada, y las organizaciones sociales, están conscientes, supongo, de que la clave para crear certidumbre es dar respuesta a las demandas sociales y reclamos de los habitantes.

Las cosas no están bien para muchos mexicanos y pese a que las clases medias se defienden como pueden ante las dificultades, los marginados en las ciudades y en el campo cada día agravan la situación.

Al momento que los conflictos permanecen abiertos y sin visos de que puedan cerrarse satisfactoriamente, la misión de llevar a México por el camino del desarrollo y el progreso depende de la pericia de quienes nos gobiernan, de la voluntad para crear confianza, para señalar caminos, para decir la verdad y ser reiterativos, pero a base de hechos y que esto sea la llave para liberarnos de los problemas que existen.