/ lunes 30 de julio de 2018

Remedio contra el hambre

Los mexicanos podemos prescindir de muchas cosas, pero del consumo de la tortilla…no. Sería inimaginable.

Esta representa nuestra cultura e identidad, y su Estatua hecha en bronce debería aparecer en el zócalo de cada ciudad y pueblo.

La humilde torta de maíz es un manjar. Su olor, sabor y textura resulta incomparable. Y lo sigue siendo, pese a que nos volvimos tan modernos que hoy la producimos de manera industrial y unas maquinas cumplen con el trabajo que antes requería de moldear la tortilla con la yema de los dedos pacientemente antes de echarla sobre la superficie ardiente del comal.

Ningún desayuno, comida o cena está completo sin los rimeros de tortillas humeantes en el centro de la mesa, una sobre otra en una cesta o envueltas por un trapo muy limpio y suave, con la familia toda reunida.

Quien diga lo contrario, que lo exponga ahora mismo o lo guarde para sí.

No hay nada como saborear una tortilla calientita (sic) acompañada de un buen guisado y una salsa molcajeteada. Unos chilaquiles con crema en salsa de chile verde, con sus frijoles refritos en manteca de puerco; un buen salpicón de jaiba con su aceite de oliva, apio, cebolla finamente picada, cilantro sal de ajo, pimienta a discreción y chiles serranos al gusto. O bien, unas sopas de fideos y unas albóndigas en caldo de chipotle, sus frijoles parados, un postre de leche y un vaso grande de agua fresca.

La tortilla, fruto de la tierra, regalo divino, remedio contra el hambre, motivo de cantos y alabanzas, ya rebaso por mucho la cuestión gastronómica para volverse un indicador de la economía, preferible a cualquier análisis de econometría de la universidad de Harvard.

La cantidad de kilogramos de tortillas que se pueden adquirir con un salario mínimo en el lapso de un sexenio, refleja, a mi juicio, el valor autentico del peso.

Los aztecas nunca soñaron que al hacer la tortilla redonda como sol de primavera, también inventaron una forma de evaluar la riqueza.



Los mexicanos podemos prescindir de muchas cosas, pero del consumo de la tortilla…no. Sería inimaginable.

Esta representa nuestra cultura e identidad, y su Estatua hecha en bronce debería aparecer en el zócalo de cada ciudad y pueblo.

La humilde torta de maíz es un manjar. Su olor, sabor y textura resulta incomparable. Y lo sigue siendo, pese a que nos volvimos tan modernos que hoy la producimos de manera industrial y unas maquinas cumplen con el trabajo que antes requería de moldear la tortilla con la yema de los dedos pacientemente antes de echarla sobre la superficie ardiente del comal.

Ningún desayuno, comida o cena está completo sin los rimeros de tortillas humeantes en el centro de la mesa, una sobre otra en una cesta o envueltas por un trapo muy limpio y suave, con la familia toda reunida.

Quien diga lo contrario, que lo exponga ahora mismo o lo guarde para sí.

No hay nada como saborear una tortilla calientita (sic) acompañada de un buen guisado y una salsa molcajeteada. Unos chilaquiles con crema en salsa de chile verde, con sus frijoles refritos en manteca de puerco; un buen salpicón de jaiba con su aceite de oliva, apio, cebolla finamente picada, cilantro sal de ajo, pimienta a discreción y chiles serranos al gusto. O bien, unas sopas de fideos y unas albóndigas en caldo de chipotle, sus frijoles parados, un postre de leche y un vaso grande de agua fresca.

La tortilla, fruto de la tierra, regalo divino, remedio contra el hambre, motivo de cantos y alabanzas, ya rebaso por mucho la cuestión gastronómica para volverse un indicador de la economía, preferible a cualquier análisis de econometría de la universidad de Harvard.

La cantidad de kilogramos de tortillas que se pueden adquirir con un salario mínimo en el lapso de un sexenio, refleja, a mi juicio, el valor autentico del peso.

Los aztecas nunca soñaron que al hacer la tortilla redonda como sol de primavera, también inventaron una forma de evaluar la riqueza.