En su bello y sugerente "Mito de la Caverna", Platón nos narra con sencillez esta conmovedora parábola.
Sobre la pared de su caverna oscura, un hombre encadenado contemplaba los pálidos reflejos de las cosas reales que se hallaban a sus espaldas, y que eran proyectadas por una fogata que ardía en la entrada de la cueva. Aquel esclavo, junto con otros, ya se había acostumbrado a ver tan sólo esas sombras, porque en medio de ellas había nacido y así era feliz, siendo su única verdad el aceptar ciegamente esa copia burda del mundo real, el cual estaba más allá de esa prisión donde había crecido, engañado por ese mito fantasioso que otros habían ideado para él.
Subyugado por esas sombras, que por otra parte satisfacían en algo su innata inquietud por descifrarlas, ese hombre descubrió un día que su espíritu ya no estaba conforme aceptando sin más esas falsas imágenes que esquivas traicionaban a su mente. Decidió entonces romper sus ataduras y enfrentar el riesgo que suponía tratar con las cosas reales de las que intuía el mundo exterior estaba lleno y que él no conocía.
Al desatarse y salir de la cueva, la luz del sol le cegó y su anhelo por ver la realidad se vio limitado, ya que las cosas se desvanecían ante sus ojos tal y como se desdibuja una partícula de polvo en el cielo matinal. Había estado tanto tiempo en la oscuridad, que su vista, siempre condicionada a ella, no podía acostumbrarse al esplendor y la belleza de una realidad que, como un nuevo y magnífico universo, rebasaba su capacidad para entenderla y disfrutarla. Pero poco a poco empezó a distinguirla con mayor claridad y a sentir en su alma el vívido colorido de su sorprendente y hasta entonces desconocido caleidoscopio. Así fue como finalmente logró tocar con sus sentidos aquello que sólo en sus sueños pudo alguna vez imaginarse.
Su antes fragmentado universo se hizo entonces completo, y con él vino el gozo alucinado de poderlo ahora disfrutar íntegramente. Ese mundo oscuro que antes era su único horizonte, se transformó en una aspiración diferente: quiso entonces comprender su realidad, más que saber su definición, vivenciar su ritmo, más que especular sobre su contenido y sobre todo, sentir profundamente su latido, en vez de conformarse con ver esa imagen amorfa e irreal a la que había estado tanto tiempo acostumbrado. Fue hasta entonces que supo la diferencia entre vivir la vida y creer que la había estado viviendo, al haber conocido el significado de la existencia humana y su relación con la trascendencia y el porqué de su innata búsqueda de la felicidad.
Para muchos en la actualidad sucede algo semejante. Su vida es como ese retrato de sombras de Platón. Hay quienes pasan por ella viviendo la seductora fantasía de un mundo ilusorio, cegados por la apariencia con que celebran en su caverna oscura hechos que no comprenden, realidades fingidas y escenarios que son sólo sombra y humo. Así viven y mueren como si esa absurda ficción les bastara para colmar su existencia, sin imaginar siquiera la enorme frustración en la que han vivido siempre, por la ausencia de una realidad que ahí está y aunque muchas veces desconocida, les espera para darles plenitud.
Su ceguera existencial les hizo, de esta manera, truncar sus deseos de ser por el anhelo de tener, que es un parecer nunca satisfecho; les llevó a cambiar el deseo de servir por el oculto afán de verse servidos por los demás a través del poder y la fatuidad de la apariencia, que sólo privilegia la parte oscura de su naturaleza, desestimando sus ansias de trascender por la imagen triste de una simulación que el espejo social les exigía como condición para seguir siendo esclavos de sus propias sombras con las que a pesar de todo, experimentaban consuelo.
Pero nuestra naturaleza gime con el dolor del parto, como Sócrates llamó el dar a luz la verdad. Ajeno a sus propios y mentirosos mitos, al hombre finalmente ha comprendido que le espera la realidad viva de otros seres como él que sienten pena y quebranto por las vicisitudes del existir mismo, seres que le reclaman acercarse a ellos y tocar la riqueza de su espíritu para hermanarse entre sí; y sobre todo le espera, más allá de sus habitaciones doradas y su cápsula de vacío, la miseria humana que puede y debe ser sanada por su corazón, si lo entiende como parte del suyo.
Lejos de la nada existencial que nos impulsa a la indiferencia está el sentido de una vida que sólo tiene justificación por cuanto lleva en sí misma la semilla inacabable que el cuidado del otro representa, herencia de esa Inteligencia que alineó los astros para que no marcharan a ciegas y constituye la explicación final de nuestra aventura terrenal.
Es por eso que, aunque perdido en los dédalos de su propia y autoinducida oscuridad, el hombre busca la luz, pero en su búsqueda está el compromiso de llevarla a los demás esclavos, sus hermanos, que gimen en las profundidades de esa caverna donde aparentemente disfrutan de esa engañosa felicidad que adormece sus sentidos y los anestesia para discernir la verdad.
En la conclusión del mito, Platón refiere que ese esclavo se libera de sus ataduras, y pudiendo egoístamente marcharse y disfrutar a solas de su libertad, recién descubierta, regresa para decir a sus compañeros que el mundo que viven es sólo una ficción y que debe abandonarlo si quieren ver la belleza que se encuentra más allá de su esclavitud y sus cadenas. En un emotivo homenaje, Platón recuerda entristecido cómo ellos le pagan volviéndose contra él y matándolo. Ahí está, vívido, el recuerdo de Sócrates, su Maestro.
Así pasa con muchos de nosotros. Habrá quienes deseen seguir en la oscuridad y estarán conformes con ver danzar sólo apariencias en la pared oscura de su caverna. Y aun cuando alguien se empeñara en hacerles conocer la verdad, más de uno querrá seguir amando las tinieblas, siendo para siempre cautivo de su pobre retrato de sombras. E incluso más de alguno, en el colmo de su insensatez, estará dispuesto a negarse a si mismo la posibilidad de conocerla y liberarse para siempre de sus ataduras.
Pero en cambio habrá muchos otros que sentirán la redención de esa luz, tenazmente inscrita en su corazón, por el mismo Autor de la verdad, que desde un principio quiso hacer luminoso y transparente el destino del espíritu inmortal del hombre. Aunque, como pasó con Sócrates, en ello les vaya la vida.
Este que ves, engaño colorido que del arte ostentando los primores…es una necia diligencia errada es un afán caduco y bien mirado, es sombra, es polvo es nada…
Sor Juana Inés de la Cruz