/ domingo 22 de agosto de 2021

Señales

Según eruditos arqueólogos y antropólogos, tanto modernos como contemporáneos, el ser humano apareció sobre la faz de la Tierra hace aproximadamente medio millón de años.

A partir de entonces el hombre, “la obra cumbre de la creación” y “la más aquilatada esencia del Universo”, no ha cesado de dejar su impronta, poderosa e inconmensurable en este su mundo, bello en su finitud, pero con variados claroscuros que han impactado de manera ambivalente su vida así como la del planeta que habita.

Y frente a lo que ha sido capaz de crear y que aún a él mismo le sigue sorprendiendo, se ha convertido, en palabras del eminente jesuita Th. de Chardin, en “el eje y la flecha de su propia evolución”. Pero muchas veces también en “la muerte, el destructor de mundos”, según reza el poema del Bhagavad Gita.

A lo largo del tiempo, el ser humano ha aprendido, desaprendido y reaprendido, lo que le ha significado milenios de búsqueda esforzada, ensayo y error, avances y retrocesos, asombros y decepciones, todo por el afán siempre presente de ir por más, porque al fin y al cabo ese es el ADN primordial inscrito en su naturaleza y al cual no puede renunciar: “buscar para encontrar, pero después de encontrar, seguir buscando…”

Juntamente con esa tenaz sed de infinito, que desde siempre ha albergado en su corazón, el hombre ha tenido que enfrentarse también a sus propios demonios, sus evidentes signos de contradicción, incluida la potencial semilla de su misma autodestrucción.

En ese su deseo irrefrenable por crecer, ha tenido que ir incluso contra él mismo y su hábitat, haciendo prescindible hasta lo necesario y, casi sin darse cuenta, se ha ido exiliando de su naturaleza pensante, para convertirse en reo de sus propias alucinantes creaciones. Y todo ello ha comenzado puntual a pasarle factura.

Para aliviar su carga de trabajo creó máquinas, pero comenzó con ellas la contaminación de su mundo; inventó toda clase de aparatos para comunicarse y perdió privacidad; con su ingenio hizo toda una gama de brillantes dispositivos tecnológicos para hacerse más eficiente y productivo, pero acabó siendo reo de ellos, iniciando así el camino hacia su propia deshumanización.

Y cada paso que dio en busca del logro y el progreso, le supuso sacrificar otras cosas igualmente importantes, especialmente aquellas que tenían que ver con su naturaleza racional, su sentido de ser en el otro y su trascendencia a través del servicio.

Tal vez uno de los costos más elevados que ya ha comenzado a pagar el hombre, en su intento por hacer más funcional su vida, es haber hecho disfuncional su relación con la naturaleza. Con un sentido de mayor urgencia, oímos hablar ahora del calentamiento global, que muchos, incluso líderes mundiales, han desestimado y hasta mixtificado; se nos recuerda la necesidad del manejo prudente del agua y el procesamiento de los basurales y se nos hace hincapié en nuestra relación con los ecosistemas que interactúan con el ecosistema humano.

Pero ¿ acaso hemos hecho algo para atender a todas esas señales que nuestro adolorido mundo nos envía, cada vez más con mayor insistencia? Me temo que no, o si acaso bien poco. No hemos podido ni siquiera hacernos conscientes de nuestra finitud, nuestra pequeñez y nuestra vulnerabilidad, para así convertir en urgente, lo que desde un principio debimos haber considerado como importante.

Un científico norteamericano, Kenneth E. Boulding, presentó en 1965 un documento ante el Comité de Ciencias Espaciales de la Universidad de Washington, el cual tituló “Nave Espacial Tierra”.

Según el autor, la negligencia con que hemos descuidado nuestro hogar común ha sido resultado de la actitud indiferente que hemos asumido la realidad de la propia limitación y contingencia como seres finitos e imperfectos.

Durante milenios, afirma el científico, la tierra era en la mente del ser humano llana e ilimitada, podía usarse sin restricciones, imaginando en su propia cosmovisión que todo estaba ahí, al alcance de su mano para disfrutarlo. El mundo, así visto, era una fuente casi ilimitada de recursos y un gran pozo para sus desechos.

Pero de repente la exploración, la explosión del conocimiento científico, la tecnología y el crecimiento poblacional presentaron al hombre una nueva realidad: la tierra no era ilimitada, sino contingente y finita, una especie de “nave espacial” diminuta, limitada y vulnerable. Y los resultados de aquella otra falsa presunción, están a la vista.

Aunque ésta no es sino una metáfora de Boulding, su validez radica en que no es sólo la amenaza más de una futura catástrofe. Pretende que sea para toda la humanidad, una efectiva toma de conciencia de esa nueva realidad, como la que tienen los pasajeros de un avión que entienden que si no siguen las reglas, el avión se desplomará.

O como la clara previsión de una ama de casa que sabe que si no cuida el recurso que tiene, su hogar colapsará. Y con esa lógica, en el centro de todo progreso, afirma convencido, debería estar el humanismo y la ética.

Según eruditos arqueólogos y antropólogos, tanto modernos como contemporáneos, el ser humano apareció sobre la faz de la Tierra hace aproximadamente medio millón de años.

A partir de entonces el hombre, “la obra cumbre de la creación” y “la más aquilatada esencia del Universo”, no ha cesado de dejar su impronta, poderosa e inconmensurable en este su mundo, bello en su finitud, pero con variados claroscuros que han impactado de manera ambivalente su vida así como la del planeta que habita.

Y frente a lo que ha sido capaz de crear y que aún a él mismo le sigue sorprendiendo, se ha convertido, en palabras del eminente jesuita Th. de Chardin, en “el eje y la flecha de su propia evolución”. Pero muchas veces también en “la muerte, el destructor de mundos”, según reza el poema del Bhagavad Gita.

A lo largo del tiempo, el ser humano ha aprendido, desaprendido y reaprendido, lo que le ha significado milenios de búsqueda esforzada, ensayo y error, avances y retrocesos, asombros y decepciones, todo por el afán siempre presente de ir por más, porque al fin y al cabo ese es el ADN primordial inscrito en su naturaleza y al cual no puede renunciar: “buscar para encontrar, pero después de encontrar, seguir buscando…”

Juntamente con esa tenaz sed de infinito, que desde siempre ha albergado en su corazón, el hombre ha tenido que enfrentarse también a sus propios demonios, sus evidentes signos de contradicción, incluida la potencial semilla de su misma autodestrucción.

En ese su deseo irrefrenable por crecer, ha tenido que ir incluso contra él mismo y su hábitat, haciendo prescindible hasta lo necesario y, casi sin darse cuenta, se ha ido exiliando de su naturaleza pensante, para convertirse en reo de sus propias alucinantes creaciones. Y todo ello ha comenzado puntual a pasarle factura.

Para aliviar su carga de trabajo creó máquinas, pero comenzó con ellas la contaminación de su mundo; inventó toda clase de aparatos para comunicarse y perdió privacidad; con su ingenio hizo toda una gama de brillantes dispositivos tecnológicos para hacerse más eficiente y productivo, pero acabó siendo reo de ellos, iniciando así el camino hacia su propia deshumanización.

Y cada paso que dio en busca del logro y el progreso, le supuso sacrificar otras cosas igualmente importantes, especialmente aquellas que tenían que ver con su naturaleza racional, su sentido de ser en el otro y su trascendencia a través del servicio.

Tal vez uno de los costos más elevados que ya ha comenzado a pagar el hombre, en su intento por hacer más funcional su vida, es haber hecho disfuncional su relación con la naturaleza. Con un sentido de mayor urgencia, oímos hablar ahora del calentamiento global, que muchos, incluso líderes mundiales, han desestimado y hasta mixtificado; se nos recuerda la necesidad del manejo prudente del agua y el procesamiento de los basurales y se nos hace hincapié en nuestra relación con los ecosistemas que interactúan con el ecosistema humano.

Pero ¿ acaso hemos hecho algo para atender a todas esas señales que nuestro adolorido mundo nos envía, cada vez más con mayor insistencia? Me temo que no, o si acaso bien poco. No hemos podido ni siquiera hacernos conscientes de nuestra finitud, nuestra pequeñez y nuestra vulnerabilidad, para así convertir en urgente, lo que desde un principio debimos haber considerado como importante.

Un científico norteamericano, Kenneth E. Boulding, presentó en 1965 un documento ante el Comité de Ciencias Espaciales de la Universidad de Washington, el cual tituló “Nave Espacial Tierra”.

Según el autor, la negligencia con que hemos descuidado nuestro hogar común ha sido resultado de la actitud indiferente que hemos asumido la realidad de la propia limitación y contingencia como seres finitos e imperfectos.

Durante milenios, afirma el científico, la tierra era en la mente del ser humano llana e ilimitada, podía usarse sin restricciones, imaginando en su propia cosmovisión que todo estaba ahí, al alcance de su mano para disfrutarlo. El mundo, así visto, era una fuente casi ilimitada de recursos y un gran pozo para sus desechos.

Pero de repente la exploración, la explosión del conocimiento científico, la tecnología y el crecimiento poblacional presentaron al hombre una nueva realidad: la tierra no era ilimitada, sino contingente y finita, una especie de “nave espacial” diminuta, limitada y vulnerable. Y los resultados de aquella otra falsa presunción, están a la vista.

Aunque ésta no es sino una metáfora de Boulding, su validez radica en que no es sólo la amenaza más de una futura catástrofe. Pretende que sea para toda la humanidad, una efectiva toma de conciencia de esa nueva realidad, como la que tienen los pasajeros de un avión que entienden que si no siguen las reglas, el avión se desplomará.

O como la clara previsión de una ama de casa que sabe que si no cuida el recurso que tiene, su hogar colapsará. Y con esa lógica, en el centro de todo progreso, afirma convencido, debería estar el humanismo y la ética.