/ domingo 24 de marzo de 2019

Si todos los hombres del mundo...

Esta es una historia de la vida real, antes de que el egoísmo de algunas naciones europeas impidiera la libre inmigración de los países de África, asolados por el hambre y la violencia de sus gobiernos. Antes de que el mar se convirtiera en el gran calvario y el triste cementerio que es hoy. Y desgraciadamente sigue sucediendo.

A bordo de una endeble barca en el Mediterráneo, un grupo de pescadores veía cómo amenazante se aproximaba una tormenta. No había ninguna otra embarcación cercana, que pudiera auxiliarles. Sólo a través de la radio, el capitán lanzó sus señales de alarma en busca de ayuda, con la esperanza de que alguien las recibiera y así lograran ser rescatados de ese mar, que empezaba a tornarse embravecido

Muy lejos de ahí, un radioaficionado captó el aviso de emergencia de la embarcación en problemas. A su vez, él la envió a otro y así sucesivamente se fue pasando la voz en el espacio radioeléctrico hasta que, en una magnífica red de ayuda, lograron llevar la señal hasta el punto más cercano a donde se encontraba la barca en peligro. Y por medio de esa formidable cadena humana, aquellos hombres pudieron ser rescatados con vida.

Esta historia, que parece cuento fantástico, es real. Sucedió en la Europa de los años setenta del pasado siglo y quedó consignada en los anales heroicos de la solidaridad y la inclusión, que nos confirman cuán cierto es que las personas pueden sentirse hermanadas entre sí, aunque nunca se hayan visto. Es el sentimiento compartido el que nos muestra que la generosidad no es, finalmente, sino la conciencia de que los hombres, cuando queremos, siempre podremos contar los unos con los otros.

Ojalá que todos los hombres del mundo llegáramos a sentir esa urgencia como real en nuestro corazón. Que pudiéramos apreciarnos por encima de la raza, el color, la preferencia política o de otra índole, incluso de la preferencia religiosa. Que aún sin conocernos, pudiéramos experimentar que somos parte de una misma especie, generosa y creativa, frágil y genial, compasiva y belicosa, pero finalmente unida por el hecho ineludible de que todos participamos de una naturaleza racional que nos hace semejantes.

Ojalá que todos los hombres del mundo sintiéramos que por poco que hagamos por los demás, siempre será mejor que hacer nada. Que seamos capaces de entender que cada vez que sentimos empatía por alguien, estamos generando lazos que convertidos en vínculos incluyentes, un día regresarán a nosotros. Y que salir en busca del otro, es acabar finalmente encontrándonos a nosotros mismos.

Que fuéramos capaces de comprender que en cada lágrima que ayudamos a enjugar está un perdón futuro; que en cada mano que se une a otra para crear el apoyo mutuo, está la redención de todas las manos de la tierra; que si soñamos juntos, cosecharemos realidades y no decepciones; que si todos supiéramos sonreír, Dios mismo sonreiría con nosotros a través de nuestros hermanos; y cada vez que alguien padece y no nos importa, la humanidad entera sufre sin remedio, porque finalmente todos somos parte de esa misma naturaleza pensante y vulnerable que tantas veces menospreciamos a causa de nuestro egoísmo.

Si todos los hombres del mundo se vieran más como amigos que como motivos de interés; como colaboradores más que como socios; si todos los hombres del mundo pensaran en ser más espirituales que religiosos y más incluyentes que simplemente tolerantes, el mundo entero sería la cadena de vida que necesitamos para sobrevivir, aún en las condiciones más adversas. Pero hemos preferido privilegiar la ganancia por encima de la amistad; el razonamiento pragmático y utilitarista sobre el sentimiento que todo lo redime; y el nefasto autoritarismo en lugar de la justicia. Y como nuevos Caín nos hemos levantado contra nuestro hermano Abel, aduciendo que no somos sus guardianes.

Si todos los hombres del mundo pudieran ver dentro de sí mismos, verían que son seres como los demás: que vibran, sufren, gozan y sienten como ellos. Que son corazones que laten por ideales, cerebros cuyas maravillosas neuronas se interconectan para generar ideas; manos y pies que buscan la verdad y la justicia, que tienen aspiraciones nobles y buscan afanosamente la felicidad. Si lo comprendiéramos en toda su profundidad, en lugar de humillar al otro lo abrazaríamos, en lugar de hundirlo más y de esclavizarlo con todas las formas perversas que de ordinario usamos, le daríamos nuestra sangre para hacerlo nuestro hermano por siempre y su pérdida nos significaría un día que sin él ya jamás volveríamos a estar completos.

En Francia, un grupo de jóvenes entusiastas se propuso reconstruir una iglesia destruida en la segunda guerra mundial, así como la imagen de un Cristo que había sido hecho añicos por los bombardeos. Fueron uniendo pacientemente cada pedazo hasta que pudieron restaurar ambas totalmente. Solamente las manos de aquella venerable estatua, que quedaron hechas polvo, no pudieron ser restauradas. Un joven sugirió entonces al cura del pueblo que la dejara así, sin remiendos, y que en el pedestal de la escultura se colocara solamente un letrero que dijera: "no tengo otras manos mas que las tuyas".

Porque al final del día, si lo entendemos bien, todos deberíamos ser eso: las manos que unidas hacen posible que este mundo no marche a ciegas en el universo frío, sino que viéndonos unos a otros podamos vernos reflejados en los demás. Porque solamente entonces, verdaderamente preocupados por nuestro destino como especie pensante, lograremos impedir que esta nuestra casa común quede un día convertida en cenizas, por la soberbia necedad de nuestra indiferencia.

yo soy yo y el otro; si no se salva el otro, tampoco me salvaré yo…

José Ortega y Gasset.


Esta es una historia de la vida real, antes de que el egoísmo de algunas naciones europeas impidiera la libre inmigración de los países de África, asolados por el hambre y la violencia de sus gobiernos. Antes de que el mar se convirtiera en el gran calvario y el triste cementerio que es hoy. Y desgraciadamente sigue sucediendo.

A bordo de una endeble barca en el Mediterráneo, un grupo de pescadores veía cómo amenazante se aproximaba una tormenta. No había ninguna otra embarcación cercana, que pudiera auxiliarles. Sólo a través de la radio, el capitán lanzó sus señales de alarma en busca de ayuda, con la esperanza de que alguien las recibiera y así lograran ser rescatados de ese mar, que empezaba a tornarse embravecido

Muy lejos de ahí, un radioaficionado captó el aviso de emergencia de la embarcación en problemas. A su vez, él la envió a otro y así sucesivamente se fue pasando la voz en el espacio radioeléctrico hasta que, en una magnífica red de ayuda, lograron llevar la señal hasta el punto más cercano a donde se encontraba la barca en peligro. Y por medio de esa formidable cadena humana, aquellos hombres pudieron ser rescatados con vida.

Esta historia, que parece cuento fantástico, es real. Sucedió en la Europa de los años setenta del pasado siglo y quedó consignada en los anales heroicos de la solidaridad y la inclusión, que nos confirman cuán cierto es que las personas pueden sentirse hermanadas entre sí, aunque nunca se hayan visto. Es el sentimiento compartido el que nos muestra que la generosidad no es, finalmente, sino la conciencia de que los hombres, cuando queremos, siempre podremos contar los unos con los otros.

Ojalá que todos los hombres del mundo llegáramos a sentir esa urgencia como real en nuestro corazón. Que pudiéramos apreciarnos por encima de la raza, el color, la preferencia política o de otra índole, incluso de la preferencia religiosa. Que aún sin conocernos, pudiéramos experimentar que somos parte de una misma especie, generosa y creativa, frágil y genial, compasiva y belicosa, pero finalmente unida por el hecho ineludible de que todos participamos de una naturaleza racional que nos hace semejantes.

Ojalá que todos los hombres del mundo sintiéramos que por poco que hagamos por los demás, siempre será mejor que hacer nada. Que seamos capaces de entender que cada vez que sentimos empatía por alguien, estamos generando lazos que convertidos en vínculos incluyentes, un día regresarán a nosotros. Y que salir en busca del otro, es acabar finalmente encontrándonos a nosotros mismos.

Que fuéramos capaces de comprender que en cada lágrima que ayudamos a enjugar está un perdón futuro; que en cada mano que se une a otra para crear el apoyo mutuo, está la redención de todas las manos de la tierra; que si soñamos juntos, cosecharemos realidades y no decepciones; que si todos supiéramos sonreír, Dios mismo sonreiría con nosotros a través de nuestros hermanos; y cada vez que alguien padece y no nos importa, la humanidad entera sufre sin remedio, porque finalmente todos somos parte de esa misma naturaleza pensante y vulnerable que tantas veces menospreciamos a causa de nuestro egoísmo.

Si todos los hombres del mundo se vieran más como amigos que como motivos de interés; como colaboradores más que como socios; si todos los hombres del mundo pensaran en ser más espirituales que religiosos y más incluyentes que simplemente tolerantes, el mundo entero sería la cadena de vida que necesitamos para sobrevivir, aún en las condiciones más adversas. Pero hemos preferido privilegiar la ganancia por encima de la amistad; el razonamiento pragmático y utilitarista sobre el sentimiento que todo lo redime; y el nefasto autoritarismo en lugar de la justicia. Y como nuevos Caín nos hemos levantado contra nuestro hermano Abel, aduciendo que no somos sus guardianes.

Si todos los hombres del mundo pudieran ver dentro de sí mismos, verían que son seres como los demás: que vibran, sufren, gozan y sienten como ellos. Que son corazones que laten por ideales, cerebros cuyas maravillosas neuronas se interconectan para generar ideas; manos y pies que buscan la verdad y la justicia, que tienen aspiraciones nobles y buscan afanosamente la felicidad. Si lo comprendiéramos en toda su profundidad, en lugar de humillar al otro lo abrazaríamos, en lugar de hundirlo más y de esclavizarlo con todas las formas perversas que de ordinario usamos, le daríamos nuestra sangre para hacerlo nuestro hermano por siempre y su pérdida nos significaría un día que sin él ya jamás volveríamos a estar completos.

En Francia, un grupo de jóvenes entusiastas se propuso reconstruir una iglesia destruida en la segunda guerra mundial, así como la imagen de un Cristo que había sido hecho añicos por los bombardeos. Fueron uniendo pacientemente cada pedazo hasta que pudieron restaurar ambas totalmente. Solamente las manos de aquella venerable estatua, que quedaron hechas polvo, no pudieron ser restauradas. Un joven sugirió entonces al cura del pueblo que la dejara así, sin remiendos, y que en el pedestal de la escultura se colocara solamente un letrero que dijera: "no tengo otras manos mas que las tuyas".

Porque al final del día, si lo entendemos bien, todos deberíamos ser eso: las manos que unidas hacen posible que este mundo no marche a ciegas en el universo frío, sino que viéndonos unos a otros podamos vernos reflejados en los demás. Porque solamente entonces, verdaderamente preocupados por nuestro destino como especie pensante, lograremos impedir que esta nuestra casa común quede un día convertida en cenizas, por la soberbia necedad de nuestra indiferencia.

yo soy yo y el otro; si no se salva el otro, tampoco me salvaré yo…

José Ortega y Gasset.