/ jueves 30 de mayo de 2019

Sócrates y la cicuta

Sócrates tendría la edad de 73 años cuando, torpemente y sin medir las consecuencias de desafiar la ira de los políticos, se metió en el ojo del huracán. Cuenta Plutarco que fueron tres atenienses: un poeta, un político que había sido un próspero comerciante en venta de alimentos y un orador los que acusaron al ilustre personaje de la cultura universal y padre de la filosofía.

Estos tres griegos envidiosos víctimas de la ignorancia que lacera el alma sin piedad aseguraban que Sócrates era un hereje, que no veneraba a los dioses de la ciudad, y que había corrompido el tejido social de Atenas, llamando ladrones a sus dirigentes; y lo más grave era que predisponía a que los jóvenes actuaran en contra de sus padres.

El más enconado de los tres acusadores era el excomerciante metido a político, quien había encontrado en este nuevo oficio de dirigir una ciudad al sur de Grecia una veta de oro que veía en peligro si los jóvenes seguían preguntando, -utilizando el método de la mayéutica que Sócrates inventó- el origen de todas las cosas, y sobre todo de todos sus bienes.

Para estos menesteres de instrumentar un juicio contra una celebridad pensante, los políticos tenían preparados medios verdaderamente atroces que palidecerían ante la barbarie de los procedimientos policiacos que hoy en día utilizan, sobre todo los tránsitos locales. Lo cierto era que habían creado una forma más o menos parecida a lo que siglos después escribió Kafka en El proceso, un juicio que celebraban en el ágora en donde se alzaba el tribunal de los heliastas, un gran edificio con estrados de madera como si fuera una plaza de toros, parecida a la que hubo aquí en Tampico en los años cincuenta, para el jurado en un extremo y en el otro una tribuna para la acusación y para los acusados.

Los juicios comenzaban con discursos largos en donde casi siempre el político decía que su honestidad y el honor de su familia había sido manchado por la inquietante forma de pensar de Sócrates. Después seguía un alegato en defensa del acusado, y luego un jurado que casi siempre estaba integrado por 500 personas que no tenían nada que hacer pero que recibían una pieza de pan, indicaban de qué lado debería de caer la verdad, alzando la mano convertían el método para decidir qué era lo correcto y qué era lo incorrecto. La opinión de la mayoría se equiparaba a la verdad.

El día en que Sócrates fue enjuiciado se asegura que cuando menos había quinientos ciudadanos a quienes el político acusador comenzó por pedirles que considerasen que el filósofo que tenían delante era un hombre deshonesto, que se dedicaba a hurgar en asuntos propios de las regiones subterráneas y celestiales y que además cuestionaba la legitimidad de los lujos y los palacios en que la clase gobernante cómodamente vivía. En fin Sócrates fue considerado un hereje que no respetaba la intervención divina.

Sócrates trató de defenderse, no obstante que sabía que la lucha que iba a presentar estaba perdida de antemano, porque eran los tiempos de la barbarie, eran los tiempos en que la inteligencia y el pensamiento limpio y los principios no eran bien vistos por la cauda de ladrones que componían la nomenclatura política griega.

Negó que hubiera dudado de la presencia divina, negó que hubiera pervertido a los jóvenes, negó que hubiese dicho palabra indebida en contra de poderoso alguno, y finalmente negó que hubiese puesto en duda todos los lujos y las formas glamurosas como vivían los que ahora lo juzgaban. Sin embargo, Sócrates tuvo un momento de flaqueza porque admitió que llevaba una vida que podía parecer a los ojos de sus acusadores peculiar: “He abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, y cualquier alianza que me permita obtener más de lo que necesito para vivir”.

Esta formidable alocución de uno de los hombres más grandes de la humanidad fue lo que encolerizó a la clase dominante, y tras una breve deliberación los 500 miembros del jurado tomaron una decisión. 220 decidieron que Sócrates no era culpable y 280 que sí lo era. El filósofo reaccionó con ironía: “En efecto no creía que iba a hacer culpable no por poco sino por mucho”. Pero no perdió el aplomo, ni se alarmó, ni dio muestra de vacilación, mantuvo su fe en un proyecto filosófico que de modo concluyente una mayoría del 56 por ciento de los oyentes había declarado inaceptable.

Cuentan que la serenidad con que Sócrates actuaba en esos momentos era proverbial, ni una lágrima, ni una palabra, ni un parpadear en sus ojos que demostrara temor o resentimiento. Tal vez sea porque la aprobación ajena constituye una esencia de nuestra capacidad de creer que estamos en lo cierto. Creemos justificada la seriedad con que nos tomamos la impopularidad de nuestra forma de pensar, porque podemos sobrevivir siendo objeto de burla, siendo esto un signo inequívoco de que estamos en el camino correcto.

Sócrates comprendió que no tenía ya ninguna posibilidad. Carecía incluso de tiempo para presentar correctamente sus alegatos. Vio cómo se acercó hacía él vestido de blanco el verdugo que traía en una mano una copa de cicuta triturada; al verlo Sócrates le dijo: “Venga, amigo mío, ya que tú eres entendido en esto, ¿qué hay que hacer?” “Nada más que beberlo y pasear, le dijo el verdugo, hasta que notes un peso en las piernas, es cuando deberás acostarte y así la cicuta actuará”. Y Sócrates alzó la copa muy diestra y serenamente y la apuró de un trago.

Correo:

notario177@msn.com

Sócrates tendría la edad de 73 años cuando, torpemente y sin medir las consecuencias de desafiar la ira de los políticos, se metió en el ojo del huracán. Cuenta Plutarco que fueron tres atenienses: un poeta, un político que había sido un próspero comerciante en venta de alimentos y un orador los que acusaron al ilustre personaje de la cultura universal y padre de la filosofía.

Estos tres griegos envidiosos víctimas de la ignorancia que lacera el alma sin piedad aseguraban que Sócrates era un hereje, que no veneraba a los dioses de la ciudad, y que había corrompido el tejido social de Atenas, llamando ladrones a sus dirigentes; y lo más grave era que predisponía a que los jóvenes actuaran en contra de sus padres.

El más enconado de los tres acusadores era el excomerciante metido a político, quien había encontrado en este nuevo oficio de dirigir una ciudad al sur de Grecia una veta de oro que veía en peligro si los jóvenes seguían preguntando, -utilizando el método de la mayéutica que Sócrates inventó- el origen de todas las cosas, y sobre todo de todos sus bienes.

Para estos menesteres de instrumentar un juicio contra una celebridad pensante, los políticos tenían preparados medios verdaderamente atroces que palidecerían ante la barbarie de los procedimientos policiacos que hoy en día utilizan, sobre todo los tránsitos locales. Lo cierto era que habían creado una forma más o menos parecida a lo que siglos después escribió Kafka en El proceso, un juicio que celebraban en el ágora en donde se alzaba el tribunal de los heliastas, un gran edificio con estrados de madera como si fuera una plaza de toros, parecida a la que hubo aquí en Tampico en los años cincuenta, para el jurado en un extremo y en el otro una tribuna para la acusación y para los acusados.

Los juicios comenzaban con discursos largos en donde casi siempre el político decía que su honestidad y el honor de su familia había sido manchado por la inquietante forma de pensar de Sócrates. Después seguía un alegato en defensa del acusado, y luego un jurado que casi siempre estaba integrado por 500 personas que no tenían nada que hacer pero que recibían una pieza de pan, indicaban de qué lado debería de caer la verdad, alzando la mano convertían el método para decidir qué era lo correcto y qué era lo incorrecto. La opinión de la mayoría se equiparaba a la verdad.

El día en que Sócrates fue enjuiciado se asegura que cuando menos había quinientos ciudadanos a quienes el político acusador comenzó por pedirles que considerasen que el filósofo que tenían delante era un hombre deshonesto, que se dedicaba a hurgar en asuntos propios de las regiones subterráneas y celestiales y que además cuestionaba la legitimidad de los lujos y los palacios en que la clase gobernante cómodamente vivía. En fin Sócrates fue considerado un hereje que no respetaba la intervención divina.

Sócrates trató de defenderse, no obstante que sabía que la lucha que iba a presentar estaba perdida de antemano, porque eran los tiempos de la barbarie, eran los tiempos en que la inteligencia y el pensamiento limpio y los principios no eran bien vistos por la cauda de ladrones que componían la nomenclatura política griega.

Negó que hubiera dudado de la presencia divina, negó que hubiera pervertido a los jóvenes, negó que hubiese dicho palabra indebida en contra de poderoso alguno, y finalmente negó que hubiese puesto en duda todos los lujos y las formas glamurosas como vivían los que ahora lo juzgaban. Sin embargo, Sócrates tuvo un momento de flaqueza porque admitió que llevaba una vida que podía parecer a los ojos de sus acusadores peculiar: “He abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, y cualquier alianza que me permita obtener más de lo que necesito para vivir”.

Esta formidable alocución de uno de los hombres más grandes de la humanidad fue lo que encolerizó a la clase dominante, y tras una breve deliberación los 500 miembros del jurado tomaron una decisión. 220 decidieron que Sócrates no era culpable y 280 que sí lo era. El filósofo reaccionó con ironía: “En efecto no creía que iba a hacer culpable no por poco sino por mucho”. Pero no perdió el aplomo, ni se alarmó, ni dio muestra de vacilación, mantuvo su fe en un proyecto filosófico que de modo concluyente una mayoría del 56 por ciento de los oyentes había declarado inaceptable.

Cuentan que la serenidad con que Sócrates actuaba en esos momentos era proverbial, ni una lágrima, ni una palabra, ni un parpadear en sus ojos que demostrara temor o resentimiento. Tal vez sea porque la aprobación ajena constituye una esencia de nuestra capacidad de creer que estamos en lo cierto. Creemos justificada la seriedad con que nos tomamos la impopularidad de nuestra forma de pensar, porque podemos sobrevivir siendo objeto de burla, siendo esto un signo inequívoco de que estamos en el camino correcto.

Sócrates comprendió que no tenía ya ninguna posibilidad. Carecía incluso de tiempo para presentar correctamente sus alegatos. Vio cómo se acercó hacía él vestido de blanco el verdugo que traía en una mano una copa de cicuta triturada; al verlo Sócrates le dijo: “Venga, amigo mío, ya que tú eres entendido en esto, ¿qué hay que hacer?” “Nada más que beberlo y pasear, le dijo el verdugo, hasta que notes un peso en las piernas, es cuando deberás acostarte y así la cicuta actuará”. Y Sócrates alzó la copa muy diestra y serenamente y la apuró de un trago.

Correo:

notario177@msn.com