/ domingo 29 de agosto de 2021

Tiempo de milagros

Los seres humanos tendemos a pensar que una acción debe por fuerza modificar el curso de los acontecimientos, para que sea considerada trascendental y extraordinaria. Precisamente por eso no es sencillo para nadie entender cómo es que las cosas simples de la vida puedan encerrar una grandeza tal, que iguale y hasta supere con creces lo que por tradición se considera como “milagro”.

Esto sucede, desde luego, con los eventos poco comunes. Se espera que se presenten al menos como deslumbrante explosión de colores en fantástica sucesión y de una forma tan inverosímil, que puedan alterar a nivel cósmico la realidad humana. Por obvias razones, con nada menos nos conformaremos, ya que se trata de algo que creemos merece ser llamado milagroso.

Devolver la vida a quien ya murió, caminar sobre el agua, detener la rotación de la Tierra, hacer que un paralítico camine, permitir que el mar se abra o una zarza arda sin consumirse, son maravillas que nos permiten identificar un hecho, aislarlo del resto de los eventos ordinarios para así considerarlo extraordinario. Le llamamos de esta manera, porque su presencia en nuestras vidas desafía toda concepción acerca de causas y efectos, el tiempo y el espacio, la contingencia y la finitud, y eso es lo que lo convierte en admirable. Así, un hecho que tenga ese singular ingrediente, incomprensible para la mente humana y que pueda hacer posible lo imposible, podrá ser llamado “milagro”.

Por desgracia estamos tan acostumbrados a creer que dichos eventos son algo que simplemente nos acontecen, que por eso simplemente los vemos como un don gratuito que, si pedimos y sabemos esperar, sin duda nos llegarán. Pero nunca pensamos que quizás el “milagro” seamos nosotros y por ello no deberían conformarnos sólo con desearlo, sino que también podemos diseñarlo con nuestra mente y nuestro corazón y hacerlo realidad. Pero hemos olvidado que, finalmente, ese milagro está dentro de cada uno, y que tenemos el privilegio de recrearlo, si lo deseamos con nuestro libre albedrío.

Porque milagro es la madre soltera, que trabaja todo el día, y aún se da tiempo para asistir al festival escolar donde participa su hijo. El estudiante o el profesionista que en sus vacaciones va a ese pueblo olvidado, y convertido en misionero lleva un mensaje de amor y solidaridad a sus semejantes. Milagro es la monja ignorada cuyas bendiciones celestes y terrenales son convertidas en pan y sonrisas a los niños y ancianos desvalidos; milagro es el maestro sencillo, quizás de pobre tecnología, pero de vocación noble y benevolente que no permite que sus alumnos perezcan bajo las ruinas de la desesperanza; y milagro es el obrero fatigado, de manos encallecidas que lleva con dignidad y con esfuerzo el pan a sus hijos.

Es un auténtico milagro cada madre que concibe; cada aurora vestida de malva y oro; cada crepúsculo carmesí que nos muestra el esplendente misterio de la vida. Son un milagro los ojos brillantes de un niño ante el juguete que le fascina; la sublime articulación que hace en esas primeras sílabas que construye sorprendido y que solo el tiempo se encargará de contener; es ese fuego en el alma del hombre, cuando es colmado por la gratitud, la compasión y la bondad; milagro es toda alma bien nacida; el pecho que amamanta y el corazón que ama. Y en estos tiempos de cruel adversidad, es un milagro de Dios Vivo, todo el personal sanitario, desde el médico más eminente hasta los obreros sencillos que trabajan en lavandería, los camilleros y enfermeras que han ayudado a preservar otras vidas, a veces aun a costa de la propia.

Pero el mayor milagro de todos es precisamente el amor, porque es el que hace posible todo lo demás. Es un verdadero milagro que el hombre salga de sí mismo y, despojándose de su natural egoísmo, sienta la pena del otro como propia; el prójimo que busca cómo ayudar al que la calamidad puso en situación de desventaja; quien de lo poco o mucho que recibió, toma algo para dárselo al que lo necesita. Y es un milagro que sintamos la necesidad ajena como si fuera nuestra y encontremos cómo aliviarla a través de nuestra personal donación y el compromiso que adquirimos con quien, como nosotros, es la imagen repetida de Aquel que es la fuente de donde todos procedemos.

En estos deslumbrantes y caóticos años del siglo XXI, que avanzan inexorables, el hombre debería comprender de un modo claro y definitivo, que si no comparte los recursos, no cuida la energía ni ayuda a sus semejantes que lo necesitan, no sobrevivirá. Porque así comenzará a ver de manera diferente esas cosas sencillas que constituyen el verdadero milagro de su vida y no detenerse en aquellas que solo desnaturalizan la esencia misma de ella, definida por su espíritu inmortal.

Tal vez por eso la naturaleza del auténtico milagro está en aquello que muchas veces parece no serlo, como el abrazo entrañable del amigo, la sonrisa de quien te ama, o el gesto generoso de quien, agradecido con el Autor de todos los dones, ofrece lo que puede e incluso lo que tiene, como la anciana del Libro Santo. Porque sabemos que todo lo demás es fuego fatuo que durará solo un instante, mientras que lo que en verdad vale la pena, que es dar y darse, ahí estará, aún después de que ya no estemos aquí. Y eso es lo único que en verdad permanecerá por siempre.

TIEMPO DE MILAGROS

“…Es pecado no hacer,

lo que se es capaz de hacer…”

José Martí

Los seres humanos tendemos a pensar que una acción debe por fuerza modificar el curso de los acontecimientos, para que sea considerada trascendental y extraordinaria. Precisamente por eso no es sencillo para nadie entender cómo es que las cosas simples de la vida puedan encerrar una grandeza tal, que iguale y hasta supere con creces lo que por tradición se considera como “milagro”.

Esto sucede, desde luego, con los eventos poco comunes. Se espera que se presenten al menos como deslumbrante explosión de colores en fantástica sucesión y de una forma tan inverosímil, que puedan alterar a nivel cósmico la realidad humana. Por obvias razones, con nada menos nos conformaremos, ya que se trata de algo que creemos merece ser llamado milagroso.

Devolver la vida a quien ya murió, caminar sobre el agua, detener la rotación de la Tierra, hacer que un paralítico camine, permitir que el mar se abra o una zarza arda sin consumirse, son maravillas que nos permiten identificar un hecho, aislarlo del resto de los eventos ordinarios para así considerarlo extraordinario. Le llamamos de esta manera, porque su presencia en nuestras vidas desafía toda concepción acerca de causas y efectos, el tiempo y el espacio, la contingencia y la finitud, y eso es lo que lo convierte en admirable. Así, un hecho que tenga ese singular ingrediente, incomprensible para la mente humana y que pueda hacer posible lo imposible, podrá ser llamado “milagro”.

Por desgracia estamos tan acostumbrados a creer que dichos eventos son algo que simplemente nos acontecen, que por eso simplemente los vemos como un don gratuito que, si pedimos y sabemos esperar, sin duda nos llegarán. Pero nunca pensamos que quizás el “milagro” seamos nosotros y por ello no deberían conformarnos sólo con desearlo, sino que también podemos diseñarlo con nuestra mente y nuestro corazón y hacerlo realidad. Pero hemos olvidado que, finalmente, ese milagro está dentro de cada uno, y que tenemos el privilegio de recrearlo, si lo deseamos con nuestro libre albedrío.

Porque milagro es la madre soltera, que trabaja todo el día, y aún se da tiempo para asistir al festival escolar donde participa su hijo. El estudiante o el profesionista que en sus vacaciones va a ese pueblo olvidado, y convertido en misionero lleva un mensaje de amor y solidaridad a sus semejantes. Milagro es la monja ignorada cuyas bendiciones celestes y terrenales son convertidas en pan y sonrisas a los niños y ancianos desvalidos; milagro es el maestro sencillo, quizás de pobre tecnología, pero de vocación noble y benevolente que no permite que sus alumnos perezcan bajo las ruinas de la desesperanza; y milagro es el obrero fatigado, de manos encallecidas que lleva con dignidad y con esfuerzo el pan a sus hijos.

Es un auténtico milagro cada madre que concibe; cada aurora vestida de malva y oro; cada crepúsculo carmesí que nos muestra el esplendente misterio de la vida. Son un milagro los ojos brillantes de un niño ante el juguete que le fascina; la sublime articulación que hace en esas primeras sílabas que construye sorprendido y que solo el tiempo se encargará de contener; es ese fuego en el alma del hombre, cuando es colmado por la gratitud, la compasión y la bondad; milagro es toda alma bien nacida; el pecho que amamanta y el corazón que ama. Y en estos tiempos de cruel adversidad, es un milagro de Dios Vivo, todo el personal sanitario, desde el médico más eminente hasta los obreros sencillos que trabajan en lavandería, los camilleros y enfermeras que han ayudado a preservar otras vidas, a veces aun a costa de la propia.

Pero el mayor milagro de todos es precisamente el amor, porque es el que hace posible todo lo demás. Es un verdadero milagro que el hombre salga de sí mismo y, despojándose de su natural egoísmo, sienta la pena del otro como propia; el prójimo que busca cómo ayudar al que la calamidad puso en situación de desventaja; quien de lo poco o mucho que recibió, toma algo para dárselo al que lo necesita. Y es un milagro que sintamos la necesidad ajena como si fuera nuestra y encontremos cómo aliviarla a través de nuestra personal donación y el compromiso que adquirimos con quien, como nosotros, es la imagen repetida de Aquel que es la fuente de donde todos procedemos.

En estos deslumbrantes y caóticos años del siglo XXI, que avanzan inexorables, el hombre debería comprender de un modo claro y definitivo, que si no comparte los recursos, no cuida la energía ni ayuda a sus semejantes que lo necesitan, no sobrevivirá. Porque así comenzará a ver de manera diferente esas cosas sencillas que constituyen el verdadero milagro de su vida y no detenerse en aquellas que solo desnaturalizan la esencia misma de ella, definida por su espíritu inmortal.

Tal vez por eso la naturaleza del auténtico milagro está en aquello que muchas veces parece no serlo, como el abrazo entrañable del amigo, la sonrisa de quien te ama, o el gesto generoso de quien, agradecido con el Autor de todos los dones, ofrece lo que puede e incluso lo que tiene, como la anciana del Libro Santo. Porque sabemos que todo lo demás es fuego fatuo que durará solo un instante, mientras que lo que en verdad vale la pena, que es dar y darse, ahí estará, aún después de que ya no estemos aquí. Y eso es lo único que en verdad permanecerá por siempre.

TIEMPO DE MILAGROS

“…Es pecado no hacer,

lo que se es capaz de hacer…”

José Martí