/ domingo 2 de agosto de 2020

Tramoya | Inagotable amor

Una tarde lluviosa me encontraba en un restaurante con Adriana, su semblante se hallaba inquieto y desencajado, preso de una aparente depresión. –Nunca he llevado una buena relación con mi padre-, me dijo.

Mientras yo le daba un primer sorbo a la taza del café. -Mi papá es muy espléndido con los amigos-, prosiguió; - sin embargo, cuando se encuentra en casa todo el tiempo se la pasa inexpresivo: Es preferible conversar con él delante de los amigos que cuando está solo con nosotros.

Mi mirada se extravió en el gran ventanal que mostraba la calle, donde la gente apresuraba el paso escondiéndose de las gruesas gotas que empezaban a sobrevenir por las inclemencias del tiempo.

El recuerdo de mi infancia llegó sin notarlo, en los momentos en que mi mamá asistía por mí al colegio. La esperaba junto a varios compañeros, sentados en una banquita de cemento que era resguardada de los rayos de sol por un gran árbol que parecía tener siglos.

Desde esa banca observaba cómo las diferentes mamás recibían a sus hijos con una sonrisa, al tiempo que los abrazaban afectuosamente.

La llegada de mi madre por mí era alejada de esa imagen de ensueño, sólo me preguntaba cómo había trascurrido mi día en la primaria. Y aunque en diferentes momentos extrañé un abrazo, mi vida familiar marchó felizmente. De mi padre obtenía la pasión para lograr los sueños y de mi madre el apoyo para todo, incluso interponiéndose a la voluntad de papá que no permitía que participase en obras de teatro; mi mamá me otorgó el permiso y el dinero para la inscripción.

Por algunos años me preguntaba por qué mi mama, no se manifestaba como esas mamás amorosas que el cine nos vende con tanta frecuencia de progenitoras que derraman miel por cualquier situación familiar. Hasta que una noche leí un libro donde se hacía referencia a un hecho común entre hijos, el de sentir que no somos suficientemente queridos por nuestros padres, sobre todo cuando no son muy expresivos.

Resulta comprensible la imposibilidad para poder comunicarnos amorosamente, cuando venimos de escenarios donde se poseen ideas como el que transmitir sus emociones es síntoma de debilidad, que no somos merecedores de recibir y proveer amor, o que de niños fueron reprendidos por padres excesivamente severos.

Cualesquiera que sean los motivos que tienen las personas que poseen la dificultad para expresar a sus hijos amor, la verdad es que la mayoría de nuestros padres nos aman intensamente, sólo que a veces no haya o no saben cómo demostrarlo, pues tampoco a ellos se los enseñaron. Como hijos nos toca poner nuestro granito de arena para acercarnos a nuestros padres. Decirles simplemente que los amamos, que conocemos el gran amor que sienten por nosotros y que estamos agradecidos por invitarnos por medio de su amor a venir a este mundo.

Ahora puedo decirle a Adriana que las experiencias nos fortalecen, que no sabemos por qué vivimos determinados hechos, pero que, en cierto tiempo, cuando todo se cree perdido, las ecuaciones se conjugan y aparecen las respuestas de los porqués de la vida.

Somos respuestas para nosotros mismo y cuando Dios lo considera también para los demás.

Hoy en este café se despeja la ecuación perfecta del amor, de lo que yo tengo que decirte y de lo que tú tienes que aprender; que los tiempos de Dios son perfectos; que no importa que te haya sucedido en el pasado o que piensa ahora mismo; todo puede ser superado por medio de esa fuente inagotable que es el amor.

Hace poco, durante una comida familiar, mi mamá me ofreció un gastado engargolado, cuando sorprendido lo abrí, descubrí infinidad de recortes de periódicos que había estado coleccionando orgullosamente desde hacía más de veinte años, sobre obras de teatro en los que he participado. Inmediatamente imaginé a mi madre pacientemente recortando y pegando en hojas blancas todos los recuadros donde su amado hijo aparecía.

Ahora fui yo quien emocionado por el detalle amoroso no pudo expresar las palabras adecuadas, palabras que cuando existe amor como el que una madre percibe por su hijo no importan.

Una tarde lluviosa me encontraba en un restaurante con Adriana, su semblante se hallaba inquieto y desencajado, preso de una aparente depresión. –Nunca he llevado una buena relación con mi padre-, me dijo.

Mientras yo le daba un primer sorbo a la taza del café. -Mi papá es muy espléndido con los amigos-, prosiguió; - sin embargo, cuando se encuentra en casa todo el tiempo se la pasa inexpresivo: Es preferible conversar con él delante de los amigos que cuando está solo con nosotros.

Mi mirada se extravió en el gran ventanal que mostraba la calle, donde la gente apresuraba el paso escondiéndose de las gruesas gotas que empezaban a sobrevenir por las inclemencias del tiempo.

El recuerdo de mi infancia llegó sin notarlo, en los momentos en que mi mamá asistía por mí al colegio. La esperaba junto a varios compañeros, sentados en una banquita de cemento que era resguardada de los rayos de sol por un gran árbol que parecía tener siglos.

Desde esa banca observaba cómo las diferentes mamás recibían a sus hijos con una sonrisa, al tiempo que los abrazaban afectuosamente.

La llegada de mi madre por mí era alejada de esa imagen de ensueño, sólo me preguntaba cómo había trascurrido mi día en la primaria. Y aunque en diferentes momentos extrañé un abrazo, mi vida familiar marchó felizmente. De mi padre obtenía la pasión para lograr los sueños y de mi madre el apoyo para todo, incluso interponiéndose a la voluntad de papá que no permitía que participase en obras de teatro; mi mamá me otorgó el permiso y el dinero para la inscripción.

Por algunos años me preguntaba por qué mi mama, no se manifestaba como esas mamás amorosas que el cine nos vende con tanta frecuencia de progenitoras que derraman miel por cualquier situación familiar. Hasta que una noche leí un libro donde se hacía referencia a un hecho común entre hijos, el de sentir que no somos suficientemente queridos por nuestros padres, sobre todo cuando no son muy expresivos.

Resulta comprensible la imposibilidad para poder comunicarnos amorosamente, cuando venimos de escenarios donde se poseen ideas como el que transmitir sus emociones es síntoma de debilidad, que no somos merecedores de recibir y proveer amor, o que de niños fueron reprendidos por padres excesivamente severos.

Cualesquiera que sean los motivos que tienen las personas que poseen la dificultad para expresar a sus hijos amor, la verdad es que la mayoría de nuestros padres nos aman intensamente, sólo que a veces no haya o no saben cómo demostrarlo, pues tampoco a ellos se los enseñaron. Como hijos nos toca poner nuestro granito de arena para acercarnos a nuestros padres. Decirles simplemente que los amamos, que conocemos el gran amor que sienten por nosotros y que estamos agradecidos por invitarnos por medio de su amor a venir a este mundo.

Ahora puedo decirle a Adriana que las experiencias nos fortalecen, que no sabemos por qué vivimos determinados hechos, pero que, en cierto tiempo, cuando todo se cree perdido, las ecuaciones se conjugan y aparecen las respuestas de los porqués de la vida.

Somos respuestas para nosotros mismo y cuando Dios lo considera también para los demás.

Hoy en este café se despeja la ecuación perfecta del amor, de lo que yo tengo que decirte y de lo que tú tienes que aprender; que los tiempos de Dios son perfectos; que no importa que te haya sucedido en el pasado o que piensa ahora mismo; todo puede ser superado por medio de esa fuente inagotable que es el amor.

Hace poco, durante una comida familiar, mi mamá me ofreció un gastado engargolado, cuando sorprendido lo abrí, descubrí infinidad de recortes de periódicos que había estado coleccionando orgullosamente desde hacía más de veinte años, sobre obras de teatro en los que he participado. Inmediatamente imaginé a mi madre pacientemente recortando y pegando en hojas blancas todos los recuadros donde su amado hijo aparecía.

Ahora fui yo quien emocionado por el detalle amoroso no pudo expresar las palabras adecuadas, palabras que cuando existe amor como el que una madre percibe por su hijo no importan.