/ domingo 15 de marzo de 2020

Tramoya | La esperanzadora manta del futuro

Había escuchado hablar del cáncer como una enfermedad lejana, donde cada cierto tiempo había que hacerse las revisiones correspondientes. Aunque la primera ocasión que tuve conocimiento de esta terrible enfermedad la descubrí en la universidad, mientras estudiaba la licenciatura en Comunicación.

En ese período un brillante maestro de la carrera sufrió este padecimiento, con el cual luchó valientemente por espacio de un año hasta que sucumbió a la batalla. Si bien ese fue mi contacto inicial con el carcinoma, no fue la última.

Cierta mañana mi teléfono sufrió el repiqueo de una llamada entrante, una voz entrecortada se escuchó del otro lado del auricular: tengo cáncer me dijo la voz de mi amigo Hugo. Sólo pude agregar “tenemos que vernos”. En un café, Hugo me comentó de su aparente migraña que derivó en un cáncer en la cabeza. No sabía qué decir, estos no son los escenarios en los que nos gusta movernos, siempre el ser humano se prepara para la vida, solamente para vivir la vida. Gustamos de envolvernos en la manta esperanzadora del futuro. Nadie piensa en lo único seguro que poseemos, la muerte.

Hugo llevó la conversación de manera que yo sólo me encontraba en silencio, asintiendo. Hugo que es un hombre de fe, me recordaba el poder de la oración, de las ideas centrales del “pide y se te dará” y la fe mueve montañas”. Estaba decidido a no ceder, pues contaba con dos razones poderosas, sus dos amados hijos Huguito y Alma, quienes después de un fuerte divorcio contra su ex esposa se habían quedado resguardados hacia el lado paterno.

Evitamos dialogar sobre la muerte no por que tengamos miedo, ya que lo que en verdad asusta es el saber que no volveremos a encontrarnos con la gente amada.

El solo pensamiento de dejarlos sin su padre a temprana edad posiblemente causaba más estragos en Hugo que la noción de su padecimiento cancerígeno. Al término de la charla, Hugo se levantó de su asiento para despedirse y perderse entre las calles. Vino a mi memoria esa melodía llamada “El Jibarito”, donde hace la referencia a la preocupación de un padre por sus hijos: “Pasa la mañana entera sin que nadie quiera su carga comprar; ay, todo está desierto, y el pueblo está lleno de necesidad, ay, de necesidad; se oyen los lamentos por doquier de su desdicha Borinquen. Sí y triste, el Jibarito va pensando así, diciendo así, llorando así por el camino, qué será de Borinquen, mi Dios querido, que será de mis hijos y de mi hogar”.

Las terapias de quimioterapia hicieron los primeros estragos, no sólo la caída de cabello, también el cansancio extenuante, rostro demacrado, pérdida de peso, la situación de los vómitos lo acompañaban a todas partes; como maestro que es Hugo, le tocó mientras impartía clases producirse la necesidad de vomitar hasta sobre su escritorio. Yo seguidamente le llamaba para infundirle ánimo, lo encontraba en diversas maneras, semidormido por las sesiones de la quimio, vomitando en algún punto de la ciudad, llorando por creer perdida la cruzada, abrazado con sus hijos viendo la televisión, en reuniones de padres de familia discutiendo a quien le tocaría la venta en la escuelita esta semana.

Hugo dejó de creer en el cáncer como una enfermedad mortal, aceptó y aprendió a vivir con ella. Sabía que serían compañeros por un largo periodo. En un momento me comentó que había aprendido que el cáncer es una expresión externa de un profundo resentimiento que anida en un largo periodo en nuestro interior, hasta que se vuelve contra nosotros para carcomernos por dentro. “Yo, me dijo Hugo, he vivido durante un lapso de mi vida resentido contra la sociedad, molesto por lo que no he logrado, lo que no me dieron. Ahora es importante cambiar este pensamiento para cumplir con los dos preceptos a lo que venimos a la tierra, a amar y ser amado”.

Con las oraciones, moviendo montañas, sujetándose a los cuidados médicos, con alegría interna y espíritu indomable Hugo sobrevivió al cáncer. Ya tiene varios años en perfecta salud, hace días le pregunté cuáles eran sus enseñanzas: “El saber que Dios existe, que somos una creación perfecta y amorosa de su poder, que poseemos gente valiosa a nuestro alrededor que te quiere y te fortalece, que el saber que el resentimiento hacia la vida se fue junto con el cáncer. Ahora sólo quiero disfrutar de la compañía de mis hijos y las personas que amo y me aman; ya todo está bien en mi mundo”.

Había escuchado hablar del cáncer como una enfermedad lejana, donde cada cierto tiempo había que hacerse las revisiones correspondientes. Aunque la primera ocasión que tuve conocimiento de esta terrible enfermedad la descubrí en la universidad, mientras estudiaba la licenciatura en Comunicación.

En ese período un brillante maestro de la carrera sufrió este padecimiento, con el cual luchó valientemente por espacio de un año hasta que sucumbió a la batalla. Si bien ese fue mi contacto inicial con el carcinoma, no fue la última.

Cierta mañana mi teléfono sufrió el repiqueo de una llamada entrante, una voz entrecortada se escuchó del otro lado del auricular: tengo cáncer me dijo la voz de mi amigo Hugo. Sólo pude agregar “tenemos que vernos”. En un café, Hugo me comentó de su aparente migraña que derivó en un cáncer en la cabeza. No sabía qué decir, estos no son los escenarios en los que nos gusta movernos, siempre el ser humano se prepara para la vida, solamente para vivir la vida. Gustamos de envolvernos en la manta esperanzadora del futuro. Nadie piensa en lo único seguro que poseemos, la muerte.

Hugo llevó la conversación de manera que yo sólo me encontraba en silencio, asintiendo. Hugo que es un hombre de fe, me recordaba el poder de la oración, de las ideas centrales del “pide y se te dará” y la fe mueve montañas”. Estaba decidido a no ceder, pues contaba con dos razones poderosas, sus dos amados hijos Huguito y Alma, quienes después de un fuerte divorcio contra su ex esposa se habían quedado resguardados hacia el lado paterno.

Evitamos dialogar sobre la muerte no por que tengamos miedo, ya que lo que en verdad asusta es el saber que no volveremos a encontrarnos con la gente amada.

El solo pensamiento de dejarlos sin su padre a temprana edad posiblemente causaba más estragos en Hugo que la noción de su padecimiento cancerígeno. Al término de la charla, Hugo se levantó de su asiento para despedirse y perderse entre las calles. Vino a mi memoria esa melodía llamada “El Jibarito”, donde hace la referencia a la preocupación de un padre por sus hijos: “Pasa la mañana entera sin que nadie quiera su carga comprar; ay, todo está desierto, y el pueblo está lleno de necesidad, ay, de necesidad; se oyen los lamentos por doquier de su desdicha Borinquen. Sí y triste, el Jibarito va pensando así, diciendo así, llorando así por el camino, qué será de Borinquen, mi Dios querido, que será de mis hijos y de mi hogar”.

Las terapias de quimioterapia hicieron los primeros estragos, no sólo la caída de cabello, también el cansancio extenuante, rostro demacrado, pérdida de peso, la situación de los vómitos lo acompañaban a todas partes; como maestro que es Hugo, le tocó mientras impartía clases producirse la necesidad de vomitar hasta sobre su escritorio. Yo seguidamente le llamaba para infundirle ánimo, lo encontraba en diversas maneras, semidormido por las sesiones de la quimio, vomitando en algún punto de la ciudad, llorando por creer perdida la cruzada, abrazado con sus hijos viendo la televisión, en reuniones de padres de familia discutiendo a quien le tocaría la venta en la escuelita esta semana.

Hugo dejó de creer en el cáncer como una enfermedad mortal, aceptó y aprendió a vivir con ella. Sabía que serían compañeros por un largo periodo. En un momento me comentó que había aprendido que el cáncer es una expresión externa de un profundo resentimiento que anida en un largo periodo en nuestro interior, hasta que se vuelve contra nosotros para carcomernos por dentro. “Yo, me dijo Hugo, he vivido durante un lapso de mi vida resentido contra la sociedad, molesto por lo que no he logrado, lo que no me dieron. Ahora es importante cambiar este pensamiento para cumplir con los dos preceptos a lo que venimos a la tierra, a amar y ser amado”.

Con las oraciones, moviendo montañas, sujetándose a los cuidados médicos, con alegría interna y espíritu indomable Hugo sobrevivió al cáncer. Ya tiene varios años en perfecta salud, hace días le pregunté cuáles eran sus enseñanzas: “El saber que Dios existe, que somos una creación perfecta y amorosa de su poder, que poseemos gente valiosa a nuestro alrededor que te quiere y te fortalece, que el saber que el resentimiento hacia la vida se fue junto con el cáncer. Ahora sólo quiero disfrutar de la compañía de mis hijos y las personas que amo y me aman; ya todo está bien en mi mundo”.