/ domingo 22 de marzo de 2020

Tramoya | Piel adentro

Dice un amigo que somos “caníbales humanos” porque gastamos continuamente nuestro tiempo libre para “comer prójimo”, ya que como jueces despiadados juzgamos los hechos de los otros como si contáramos con la verdad absoluta.

Sobre esto alguien me comentó en cierta ocasión: “Cuando comemos en el trabajo, me da miedo ser el primero en terminar, porque en cuanto sale el primer comensal, empiezan a hablar mal de él; después se va hablando mal de los que van saliendo del comedor”.

Esto de señalar los errores del prójimo, principalmente cuando el individuo en cuestión está ausente, pareciera un deporte moderno. El señalar, condenar, quejarse, es sólo una pérdida de tiempo, pues una buena crítica siempre debe ser directa entre las dos partes que tuvieron el contratiempo. En una ocasión le preguntaron a Benjamin Franklin (1706-1790) el secreto de su éxito y contestó: “No hablaré mal de hombre alguno y de todos diré todo lo bueno que sepa”. Seguramente Franklin, que fue gran científico, aparte de ser un magnífico diplomático, conocía que el ningunear o criticar significaba letra muerta y si existía alguien en que se podía obrar verdaderos cambios y milagros éramos en nosotros mismos.

Creo que el gran culpable de esta insatisfacción es el miedo a compartirnos. Pensamos inconscientemente que la otra persona es más importante que nosotros, por eso le dedicamos minutos enteros, inclusive horas, burlándonos hasta el cansancio. Ahora no quiero decir que si alguien cometió una falta con nosotros no sea una buena acción declararlo como un posible desahogo, sólo que después de un tiempo, si seguimos girando en el orden del agravio, se vuelve una carga negativa en nuestra contra. Por eso creo en el sabio consejo de un monje tibetano que formuló sobre la vida tres preguntas y respuestas: ¿Quién soy? Un hijo de Dios. ¿Qué necesito? Nada. ¿Qué tengo? Todo.

En efecto, existe tanta riqueza espiritual a nuestro alcance, pero sólo se aprecia con los ojos del alma. La persona que habla mal de la gente lo hace desde su insatisfacción personal, pues tiene miedo de mostrarse auténtico. Sólo los pequeños corazones gastan su valioso tiempo en señalar a sus semejantes. Somos marineros hacia todos los puertos desafiando horizontes, vadeando obstáculos, derribando barreras.

El poeta Jorge Debravo (1938-1967) decía: “Olvídate del mundo. Piensa solamente en lo que llevas piel adentro y sabrás qué dulce y qué sabroso es, de pronto, vivir”. Nuestra existencia es formidable, aunque no parezca en algún momento del día, recuerda que en este gran escenario del mundo, en determinado momento, somos primeros actores y después actores de reparto en otras vidas paralelas porque nuestro mayor tesoro no se encuentra ni en una isla lejana, ni en mar profundo, ni planicie escondida. Nuestra mayor virtud se halla en nuestro interior, que se expande por todos los territorios del mundo cuando abrazamos con nuestra luminosidad a toda la hermandad del Planeta.

Existe tanta riqueza espiritual a nuestro alcance, pero sólo se aprecia con los ojos del alma

Dice un amigo que somos “caníbales humanos” porque gastamos continuamente nuestro tiempo libre para “comer prójimo”, ya que como jueces despiadados juzgamos los hechos de los otros como si contáramos con la verdad absoluta.

Sobre esto alguien me comentó en cierta ocasión: “Cuando comemos en el trabajo, me da miedo ser el primero en terminar, porque en cuanto sale el primer comensal, empiezan a hablar mal de él; después se va hablando mal de los que van saliendo del comedor”.

Esto de señalar los errores del prójimo, principalmente cuando el individuo en cuestión está ausente, pareciera un deporte moderno. El señalar, condenar, quejarse, es sólo una pérdida de tiempo, pues una buena crítica siempre debe ser directa entre las dos partes que tuvieron el contratiempo. En una ocasión le preguntaron a Benjamin Franklin (1706-1790) el secreto de su éxito y contestó: “No hablaré mal de hombre alguno y de todos diré todo lo bueno que sepa”. Seguramente Franklin, que fue gran científico, aparte de ser un magnífico diplomático, conocía que el ningunear o criticar significaba letra muerta y si existía alguien en que se podía obrar verdaderos cambios y milagros éramos en nosotros mismos.

Creo que el gran culpable de esta insatisfacción es el miedo a compartirnos. Pensamos inconscientemente que la otra persona es más importante que nosotros, por eso le dedicamos minutos enteros, inclusive horas, burlándonos hasta el cansancio. Ahora no quiero decir que si alguien cometió una falta con nosotros no sea una buena acción declararlo como un posible desahogo, sólo que después de un tiempo, si seguimos girando en el orden del agravio, se vuelve una carga negativa en nuestra contra. Por eso creo en el sabio consejo de un monje tibetano que formuló sobre la vida tres preguntas y respuestas: ¿Quién soy? Un hijo de Dios. ¿Qué necesito? Nada. ¿Qué tengo? Todo.

En efecto, existe tanta riqueza espiritual a nuestro alcance, pero sólo se aprecia con los ojos del alma. La persona que habla mal de la gente lo hace desde su insatisfacción personal, pues tiene miedo de mostrarse auténtico. Sólo los pequeños corazones gastan su valioso tiempo en señalar a sus semejantes. Somos marineros hacia todos los puertos desafiando horizontes, vadeando obstáculos, derribando barreras.

El poeta Jorge Debravo (1938-1967) decía: “Olvídate del mundo. Piensa solamente en lo que llevas piel adentro y sabrás qué dulce y qué sabroso es, de pronto, vivir”. Nuestra existencia es formidable, aunque no parezca en algún momento del día, recuerda que en este gran escenario del mundo, en determinado momento, somos primeros actores y después actores de reparto en otras vidas paralelas porque nuestro mayor tesoro no se encuentra ni en una isla lejana, ni en mar profundo, ni planicie escondida. Nuestra mayor virtud se halla en nuestro interior, que se expande por todos los territorios del mundo cuando abrazamos con nuestra luminosidad a toda la hermandad del Planeta.

Existe tanta riqueza espiritual a nuestro alcance, pero sólo se aprecia con los ojos del alma