/ domingo 10 de mayo de 2020

Tramoya | Un asunto inconcluso

Una tarde de otoño los ojos del padre de Carlos se cerraron para siempre. Él fue un hombre trabajador y amoroso con su familia. No poseyó más tesoro en la tierra que el de alcanzar el sueño de haber hecho a sus hijos profesionistas. Carlos posiblemente era su mayor orgullo, no sólo por el parecido físico, sino también por haber estudiado la carrera que su padre ejercía... abogado.

Pasaron meses. Carlos se repartía entre atender la amplísima cartera de clientes con que su padre contaba y la de administrar varias propiedades que había heredado. Después del trago amargo de la muerte de su padre, la vida volvía a sonreírle a Carlos. Treintañero, carismático, asediado por las mujeres, trabajador, con un círculo de amistades exclusivas, poseía todo para hacer una existencia notable.

Aunque su verdad que no conocíamos, me la narró una noche estrellada de verano, mientras viajábamos por coche a las afueras de la ciudad hacia una boda familiar.

–Todo es felicidad cuando me encuentro en convivios, inclusive trabajando, pero todo cambia cuando llego a la fría casa, recuerdo a papá, quien pese a saber que me amaba profundamente, permanecí sin verlo largo tiempo, sin hablarle frecuentemente por teléfono. Ahora, invariablemente, pienso que le fallé.

Solamente podemos perder a un ser querido una sola vez en la vida, como toda pérdida nos deja un hueco en el alma difícil de llenar. Con el paso del tiempo comprendemos que la muerte es la única situación segura en este mundo. El paso por la vida es brevísimo, por eso toca a cada quien hacerla extraordinaria. Carlos sigue sufriendo por no aceptar esta verdad; continuamente se autocastiga, noche a noche, pensando que su padre se fue decepcionado por su abandono.

El dejar tareas inconclusas como no poder decirle a un ser querido cuánto lo amábamos alarga el proceso de duelo, obliga a que crónicamente volvamos al pasado, impidiendo que vivamos el presente, pues el “asunto inconcluso” contamina la felicidad en el ahora. Es necesario cerrar todo ciclo y eso sólo se logra en la acción. Por eso, hazlo ahora. No vale la pena atormentarse por el pasado por más que no hayas conseguido la comunicación ideal con tus padres; sólo lograrás aumentar la pena.

En la película 42, Harrison Ford interpreta a Branch Rickey, un ejecutivo de los Dodgers de Brooklyn, quien se arriesga a poner en juego su prestigio en 1947 al ofrecerle su primer contrato en su equipo al jugador de color Jackie Robinson, cuando el beisbol no aceptaba a ningún beisbolista negro en sus filas. En la cinta existe un minuto en que Robinson cuestiona a Rickey por ayudarle a convertirse en el primer jugador profesional en los Estados Unidos.

Jackie: “¿Por qué hizo esto, señor?”

Rickey: “Triunfamos sobre el fascismo en Alemania. Es tiempo que triunfemos sobre el racismo en casa”.

Jackie: “No. ¿Por qué lo hizo?”

Rickey: “Amo el béisbol”. Le dediqué toda mi vida. Hace cuarenta años fui entrenador en la Universidad de Ohio. Había un cátcher negro. El mejor bateador del equipo. Charlie Thomas. Un gran muchacho. Observé cómo sufrió. Lo rompieron por el color de su piel y no hice suficiente para ayudar. Me convencí de que sí, pero después no. Hubo una injusticia en el corazón del juego que amaba y lo ignoré. Pero llegó el momento…cuando no puedes seguir haciéndolo. Tú hiciste que amara el béisbol de nuevo. Gracias”.

La acción rompe patrones, muestra nuevos caminos, sólo tienes que estar dispuesto a intentarlo. La existencia coloca a padres y a hijos en sendas diferentes, cada quien tiene que cumplir una misión, contar su propia historia. Estoy seguro que el padre de Carlos, hasta el instante de su muerte, se fue amando a su querido hijo. Ahora, Carlos sabe que su padre conocía que su hijo, pese a la distancia, lo amaba y que su amor también era correspondido. Ahora, ambos se encuentran bien.

El dejar tareas inconclusas como no poder decirle a un ser querido cuánto lo amábamos alarga el proceso de duelo, obliga a que crónicamente volvamos al pasado...

Una tarde de otoño los ojos del padre de Carlos se cerraron para siempre. Él fue un hombre trabajador y amoroso con su familia. No poseyó más tesoro en la tierra que el de alcanzar el sueño de haber hecho a sus hijos profesionistas. Carlos posiblemente era su mayor orgullo, no sólo por el parecido físico, sino también por haber estudiado la carrera que su padre ejercía... abogado.

Pasaron meses. Carlos se repartía entre atender la amplísima cartera de clientes con que su padre contaba y la de administrar varias propiedades que había heredado. Después del trago amargo de la muerte de su padre, la vida volvía a sonreírle a Carlos. Treintañero, carismático, asediado por las mujeres, trabajador, con un círculo de amistades exclusivas, poseía todo para hacer una existencia notable.

Aunque su verdad que no conocíamos, me la narró una noche estrellada de verano, mientras viajábamos por coche a las afueras de la ciudad hacia una boda familiar.

–Todo es felicidad cuando me encuentro en convivios, inclusive trabajando, pero todo cambia cuando llego a la fría casa, recuerdo a papá, quien pese a saber que me amaba profundamente, permanecí sin verlo largo tiempo, sin hablarle frecuentemente por teléfono. Ahora, invariablemente, pienso que le fallé.

Solamente podemos perder a un ser querido una sola vez en la vida, como toda pérdida nos deja un hueco en el alma difícil de llenar. Con el paso del tiempo comprendemos que la muerte es la única situación segura en este mundo. El paso por la vida es brevísimo, por eso toca a cada quien hacerla extraordinaria. Carlos sigue sufriendo por no aceptar esta verdad; continuamente se autocastiga, noche a noche, pensando que su padre se fue decepcionado por su abandono.

El dejar tareas inconclusas como no poder decirle a un ser querido cuánto lo amábamos alarga el proceso de duelo, obliga a que crónicamente volvamos al pasado, impidiendo que vivamos el presente, pues el “asunto inconcluso” contamina la felicidad en el ahora. Es necesario cerrar todo ciclo y eso sólo se logra en la acción. Por eso, hazlo ahora. No vale la pena atormentarse por el pasado por más que no hayas conseguido la comunicación ideal con tus padres; sólo lograrás aumentar la pena.

En la película 42, Harrison Ford interpreta a Branch Rickey, un ejecutivo de los Dodgers de Brooklyn, quien se arriesga a poner en juego su prestigio en 1947 al ofrecerle su primer contrato en su equipo al jugador de color Jackie Robinson, cuando el beisbol no aceptaba a ningún beisbolista negro en sus filas. En la cinta existe un minuto en que Robinson cuestiona a Rickey por ayudarle a convertirse en el primer jugador profesional en los Estados Unidos.

Jackie: “¿Por qué hizo esto, señor?”

Rickey: “Triunfamos sobre el fascismo en Alemania. Es tiempo que triunfemos sobre el racismo en casa”.

Jackie: “No. ¿Por qué lo hizo?”

Rickey: “Amo el béisbol”. Le dediqué toda mi vida. Hace cuarenta años fui entrenador en la Universidad de Ohio. Había un cátcher negro. El mejor bateador del equipo. Charlie Thomas. Un gran muchacho. Observé cómo sufrió. Lo rompieron por el color de su piel y no hice suficiente para ayudar. Me convencí de que sí, pero después no. Hubo una injusticia en el corazón del juego que amaba y lo ignoré. Pero llegó el momento…cuando no puedes seguir haciéndolo. Tú hiciste que amara el béisbol de nuevo. Gracias”.

La acción rompe patrones, muestra nuevos caminos, sólo tienes que estar dispuesto a intentarlo. La existencia coloca a padres y a hijos en sendas diferentes, cada quien tiene que cumplir una misión, contar su propia historia. Estoy seguro que el padre de Carlos, hasta el instante de su muerte, se fue amando a su querido hijo. Ahora, Carlos sabe que su padre conocía que su hijo, pese a la distancia, lo amaba y que su amor también era correspondido. Ahora, ambos se encuentran bien.

El dejar tareas inconclusas como no poder decirle a un ser querido cuánto lo amábamos alarga el proceso de duelo, obliga a que crónicamente volvamos al pasado...