/ domingo 19 de junio de 2022

Un día en la vida de un padre

Todo padre que desee experimentar en verdad la extraordinaria dignidad que significa serlo, cualquiera que sea su posición social o económica, deberá enfrentar con valentía los retos que semejante empresa supone. Y les puedo asegurar que no es una tarea sencilla.

Tal vez para algunos padres el día comience con la comodidad de un horario ejecutivo, cuando van a la oficina en su lujoso automóvil, pues trabajan o dirigen una empresa que ofrece – benditos sean- empleo a otras personas. Pero habrá algunos más, y sin duda son la mayoría, que deben levantarse muy temprano, tomar varios autobuses, taxis o micros para llegar a tiempo a su trabajo. En todos los casos, no obstante, hay un espíritu que anima el esfuerzo de cada uno. El anhelo y la satisfacción que significa poder dar bienestar a aquellos que recibieron en heredad, del Padre común que es Dios.

Durante mucho tiempo se pensó en la figura de un padre cuya única función era sostener el hogar proporcionando los recursos materiales necesarios para ello. Afortunadamente hoy el paradigma de ese padre proveedor se ha desdibujado, o sólo existe en algunos, y eso ha hecho que él además se sienta corresponsable en el fortalecimiento, cuidado y protección de su familia como esa roca firme contra las asechanzas externas que, cada vez con más fuerza, cuestionan y retan la validez de su permanencia.

Por eso, el buen padre no siente que su misión como tal concluye cuando por la tarde o noche llega rendido de cansancio a su casa, con el deseo tan sólo de enajenarse viendo un rato la televisión, sin querer saber de nada más que de un buen masaje que le haga olvidar, siquiera un poco, del estrés de su trabajo agobiante y muchas veces rutinario.

El verdadero padre es el que se da a sí mismo la oportunidad de bendecir a sus hijos antes de salir a su trabajo, sea éste la oficina lujosa o el taller o la fábrica. Es el que todavía conversa con su esposa en el desayuno, y se despide con cariño de ella a la hora de ir sus labores.

El padre de hoy es el que no sólo está pendiente de pañales y ropa, leches y comida, dinero y descomposturas domésticas; sino también el que observa con detenimiento el desarrollo integral de su familia, revisa cuidadoso calificaciones y reportes de los hijos, acompaña, siempre que puede a su esposa en las compras de la casa; el que todavía disfruta viendo con ella una película, y espera las vacaciones para vivirlas plenamente, siempre cercano y unido con aquellos que ama y le aman. Sin detrimento de disfrutar también el espacio que es sólo para él.

El día de un padre es siempre intenso, porque su agenda comprende vínculos de todo tipo que deben ser cultivados. Con aquellos que dejó en casa; con los hijos y sus clases así como con los amigos de sus hijos; con los compañeros de trabajo de su empresa, muchos de ellos padres también, con la gente con la que debe convivir en el ámbito social o religioso, con las amistades que nutren su espíritu y con los que comparte sus experiencias y vivencias, y sobre todo consigo mismo, con su propio crecimiento personal, cosa que no debe nunca olvidar pues de él y de su estima consiguiente depende, en gran medida, el respeto y la estima de los demás.

El día de un padre, es verdad, puede ser rutina asfixiante, que a veces por desgracia termina con quejas, reclamos y denuncias para que ejerza su autoridad en la casa, mientras que lo que él desea es que lo abracen y lo mimen un poco y no ser como tantas veces sucede, juez y verdugo, ogro benevolente que debe disparar castigos y sanciones, porque eso es lo que de él se espera, aunque no tenga por qué ser así.

El día de un padre puede comenzar con la angustia producida por las dificultades económicas que lamentablemente inciden en su labor diaria, pero que por otra parte no deben hacerle perder la eficiencia y el profesionalismo en lo que hace, ya que su mismo trabajo estaría en peligro. El día de un padre puede ser tan interminable como sus preocupaciones por el hijo enfermo, o triste por la visión tantas veces distante que de él tiene su compañera, por otra parte siempre necesitada de afecto y comprensión, y hasta deprimente por todos esos sentimientos inevitables que por desgracia le van anestesiando y que debe marginar porque tiene otras necesidades que también le apremian y acaban por hacerle involuntariamente desaprensivo frente a su familia.

Y a veces el día de un padre termina cuando la incomprensión por el esfuerzo realizado le hace casi abdicar de esa sublime dignidad que le corona, pero que, al mismo tiempo, le crucifica, convirtiéndolo en un ser extraño, preso en la incongruencia que hay entre su ser y su querer, entre esa disciplina que debe exigir y ese amor que no debe soslayar.

Pero ese día y los que siguen sabemos que ellos estarán ahí, nuestros padres, los verdaderos padres, nuestros amados e incomprendidos padres, que sin olvidar la entrega a lo que les da autoestima y alimento para sí y los que ama, que es su trabajo, deben todavía dedicar su excedente de energía, a veces ya disminuida, a cuidar de su hogar, velar por los hijos, estar al pendiente de las necesidades tan diferentes de cada uno y mejorar al mismo tiempo y constantemente su calidad personal, para así poder servir y trascender. Y ese es el padre que todo hombre que aspire a serlo un día, debería tener como paradigma, porque sólo de esta forma su ser tanto como su quehacer, adquirirán sentido.

Tal vez muchos padres no oigan a menudo tantas alabanzas como los artistas, o los hombres de empresas exitosas o nuestras madres mismas. Tal vez aún tengan que responder a injustas acusaciones que van desde un supuesto autoritarismo, a menudo inexistente, hasta los inmerecidos reclamos de excesiva rigidez, ausencia de ternura, sutil indiferencia y fingido cuidado. Pero en todos esos escenarios, muchas veces fabricados y en otras impuestos por el espejo social, se esconde sin duda el corazón de un hombre, que aunque no lo diga, ilusionado y paciente espera tan sólo el sencillo tributo de ser llamado padre por aquellos a quienes, a pesar de todo, hizo un día conocer la esperanza.

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“…no es la carne ni la sangre

lo que nos hace ser padres,

sino el corazón…”

F. Schiller

Todo padre que desee experimentar en verdad la extraordinaria dignidad que significa serlo, cualquiera que sea su posición social o económica, deberá enfrentar con valentía los retos que semejante empresa supone. Y les puedo asegurar que no es una tarea sencilla.

Tal vez para algunos padres el día comience con la comodidad de un horario ejecutivo, cuando van a la oficina en su lujoso automóvil, pues trabajan o dirigen una empresa que ofrece – benditos sean- empleo a otras personas. Pero habrá algunos más, y sin duda son la mayoría, que deben levantarse muy temprano, tomar varios autobuses, taxis o micros para llegar a tiempo a su trabajo. En todos los casos, no obstante, hay un espíritu que anima el esfuerzo de cada uno. El anhelo y la satisfacción que significa poder dar bienestar a aquellos que recibieron en heredad, del Padre común que es Dios.

Durante mucho tiempo se pensó en la figura de un padre cuya única función era sostener el hogar proporcionando los recursos materiales necesarios para ello. Afortunadamente hoy el paradigma de ese padre proveedor se ha desdibujado, o sólo existe en algunos, y eso ha hecho que él además se sienta corresponsable en el fortalecimiento, cuidado y protección de su familia como esa roca firme contra las asechanzas externas que, cada vez con más fuerza, cuestionan y retan la validez de su permanencia.

Por eso, el buen padre no siente que su misión como tal concluye cuando por la tarde o noche llega rendido de cansancio a su casa, con el deseo tan sólo de enajenarse viendo un rato la televisión, sin querer saber de nada más que de un buen masaje que le haga olvidar, siquiera un poco, del estrés de su trabajo agobiante y muchas veces rutinario.

El verdadero padre es el que se da a sí mismo la oportunidad de bendecir a sus hijos antes de salir a su trabajo, sea éste la oficina lujosa o el taller o la fábrica. Es el que todavía conversa con su esposa en el desayuno, y se despide con cariño de ella a la hora de ir sus labores.

El padre de hoy es el que no sólo está pendiente de pañales y ropa, leches y comida, dinero y descomposturas domésticas; sino también el que observa con detenimiento el desarrollo integral de su familia, revisa cuidadoso calificaciones y reportes de los hijos, acompaña, siempre que puede a su esposa en las compras de la casa; el que todavía disfruta viendo con ella una película, y espera las vacaciones para vivirlas plenamente, siempre cercano y unido con aquellos que ama y le aman. Sin detrimento de disfrutar también el espacio que es sólo para él.

El día de un padre es siempre intenso, porque su agenda comprende vínculos de todo tipo que deben ser cultivados. Con aquellos que dejó en casa; con los hijos y sus clases así como con los amigos de sus hijos; con los compañeros de trabajo de su empresa, muchos de ellos padres también, con la gente con la que debe convivir en el ámbito social o religioso, con las amistades que nutren su espíritu y con los que comparte sus experiencias y vivencias, y sobre todo consigo mismo, con su propio crecimiento personal, cosa que no debe nunca olvidar pues de él y de su estima consiguiente depende, en gran medida, el respeto y la estima de los demás.

El día de un padre, es verdad, puede ser rutina asfixiante, que a veces por desgracia termina con quejas, reclamos y denuncias para que ejerza su autoridad en la casa, mientras que lo que él desea es que lo abracen y lo mimen un poco y no ser como tantas veces sucede, juez y verdugo, ogro benevolente que debe disparar castigos y sanciones, porque eso es lo que de él se espera, aunque no tenga por qué ser así.

El día de un padre puede comenzar con la angustia producida por las dificultades económicas que lamentablemente inciden en su labor diaria, pero que por otra parte no deben hacerle perder la eficiencia y el profesionalismo en lo que hace, ya que su mismo trabajo estaría en peligro. El día de un padre puede ser tan interminable como sus preocupaciones por el hijo enfermo, o triste por la visión tantas veces distante que de él tiene su compañera, por otra parte siempre necesitada de afecto y comprensión, y hasta deprimente por todos esos sentimientos inevitables que por desgracia le van anestesiando y que debe marginar porque tiene otras necesidades que también le apremian y acaban por hacerle involuntariamente desaprensivo frente a su familia.

Y a veces el día de un padre termina cuando la incomprensión por el esfuerzo realizado le hace casi abdicar de esa sublime dignidad que le corona, pero que, al mismo tiempo, le crucifica, convirtiéndolo en un ser extraño, preso en la incongruencia que hay entre su ser y su querer, entre esa disciplina que debe exigir y ese amor que no debe soslayar.

Pero ese día y los que siguen sabemos que ellos estarán ahí, nuestros padres, los verdaderos padres, nuestros amados e incomprendidos padres, que sin olvidar la entrega a lo que les da autoestima y alimento para sí y los que ama, que es su trabajo, deben todavía dedicar su excedente de energía, a veces ya disminuida, a cuidar de su hogar, velar por los hijos, estar al pendiente de las necesidades tan diferentes de cada uno y mejorar al mismo tiempo y constantemente su calidad personal, para así poder servir y trascender. Y ese es el padre que todo hombre que aspire a serlo un día, debería tener como paradigma, porque sólo de esta forma su ser tanto como su quehacer, adquirirán sentido.

Tal vez muchos padres no oigan a menudo tantas alabanzas como los artistas, o los hombres de empresas exitosas o nuestras madres mismas. Tal vez aún tengan que responder a injustas acusaciones que van desde un supuesto autoritarismo, a menudo inexistente, hasta los inmerecidos reclamos de excesiva rigidez, ausencia de ternura, sutil indiferencia y fingido cuidado. Pero en todos esos escenarios, muchas veces fabricados y en otras impuestos por el espejo social, se esconde sin duda el corazón de un hombre, que aunque no lo diga, ilusionado y paciente espera tan sólo el sencillo tributo de ser llamado padre por aquellos a quienes, a pesar de todo, hizo un día conocer la esperanza.

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“…no es la carne ni la sangre

lo que nos hace ser padres,

sino el corazón…”

F. Schiller