/ domingo 8 de mayo de 2022

Un día, las madres…

Hay un momento, cuando los hijos crecen, en el que preferirían que sus madres ya no fueran como hasta entonces habían sido.

Es el tiempo en que de pronto descubren que ellas no lo saben todo, como ingenuamente creían y peor aún, que muchas veces ignoran hasta lo más elemental. Entonces se dan cuenta que eso es inaceptable, hijos de la postmodernidad como son y cautivos como están de la tecnología de punta y de la incontinencia cibernética.

De repente los hijos deciden alejarse de la calidez que un día les dieron sus madres y que en su tiempo les significó crecimiento y autoestima, para inconscientemente renunciar a su cercanía y a su ternura, rechazar su regazo, antes tan anhelado, sin pensar siquiera que es el mismo que reclamaron con vehemencia cuando fueron niños.

Hay un momento en el que creen que ellas empiezan a hacerse obsoletas, cursis y obsesivas. Parecería como si quisieran que los hijos no crecieran y siguieran necesitándolas como antes y por eso siguen llamándolos en diminutivo, contando a todo el mundo sus hazañas infantiles, mostrando esas fotografías de su niñez, que aunque entrañables para ellas, son mortificantes para ellos, acostumbrados a que la única persistencia aceptable de una imagen es la selfie y el instagram, por descartables.

De pronto las madres no son ya más las heroínas audaces que un día fueron festejadas y que los hijos con orgullo presumían; las supermujeres que siempre tenían todas las respuestas, hacían los mejores hot cakes y el pollo frito; aquellas dulces doncellas que fueron su primer amor y a la que pensaban desposar un día, ni tampoco el tierno abrazo que esperaban al volver de la escuela, benditas mujeres que perfumaron su infancia, recuerdos inolvidables a los cuales de vez en cuando se asoman con gratitud.

Pero llega un momento, cuando los hijos crecen, en el que se les ocurre escudriñarlo todo: las calificaciones y tareas escolares; su ropa, la música, que escuchan; el celular, los videojuegos que disfrutan o el tiempo que emplean navegando en Internet. Es entonces que se convierten en inspectoras de horarios, certificadoras de los amigos y hasta pretenden obligarlos a asistir a la iglesia con ellas e incluso se atreven a ir a la escuela a hablar con sus profesores. Y entonces los hijos las declaran culpables de toda esa intromisión en sus vidas y les reprochan cómo es que se han vuelto anticuadas, que no los comprenden, que solo les hacen la vida imposible, que se la pasan impidiendo su natural crecimiento, así como su autoafirmación e independencia, Y hasta queriendo a veces vivir en sus hijos, los sueños que ellas no pudieron cumplir en su tiempo.

Un día, de manera insospechada, las madres dejan de ser tan fantásticas como habían sido con sus sorprendentes milagros como aliviar ese raspón en la rodilla, o pasar la noche en vela cuando vino la fiebre y la tos y las inyecciones, cosas ya no tan celebradas como antaño. Pero, por un enigma incomprensible, a las madres eso no les importará. Ellas seguirán alegres adornando este mundo con la flor siempre viva de su entrega incondicional, único misterio real del universo que nadie ha podido desentrañar y por el cual los seres humanos somos capaces de trascender. Porque ellas saben que su jardín, cuidado para ellos con tanto esmero, quedará yermo más tarde cuando los hijos decidan cultivar el propio. Pero las madres verán con gozo que todo ello valió la pena, porque corazón adentro entiende ciega y claramente que es así como Dios quiso hacerlas partícipes del don maravilloso y fascinante de la vida.

Por eso las madres representan el único paradigma que en verdad significa dar sin restricciones. Ellas son la rama frágil que un día floreció para adornar el mundo con su singular hermosura; la conjunción casi perfecta de la debilidad con la fortaleza, la sabiduría con la gracia y la pasión con el compromiso, lo que las define cabalmente en su naturaleza esencial y que le dan al mismo tiempo a este mundo la esperanza cierta de que, a pesar de los naturales acertijos que tiene la vida, ellas estarán ahí para invitar a sus hijos a celebrar su misterio y a reencontrar el rumbo hacia la plenitud, esa que con paciencia les enseñaron un día a perseguir tenazmente.

Alguien escribió: “…reunió Dios todas las aguas y las llamó mares; reunió enseguida todas las gracias y las llamó madres”. Es cierto, quizá las madres con el devenir del tiempo, serán vistas de manera distinta, porque el mundo en el que sus hijos vivirán es diferente y así tiene que ser. Pero algo indefinible y magnífico quedará en esa semilla que en ellas fue sembrada y que convertida en espiga inacabable, germinará por siempre a causa de su valentía. Y por eso las madres son y seguirán siendo, como dice el poeta, “bendecidas en todas las lenguas y en todos los rincones, por todos los hombres, de toda la Tierra”.

“…La mano que mece la cuna,

es la mano que gobierna al mundo…”

William Ross Wallace

Para María, Lydia Arminda,

Karla Fabiola y Araceli

Hay un momento, cuando los hijos crecen, en el que preferirían que sus madres ya no fueran como hasta entonces habían sido.

Es el tiempo en que de pronto descubren que ellas no lo saben todo, como ingenuamente creían y peor aún, que muchas veces ignoran hasta lo más elemental. Entonces se dan cuenta que eso es inaceptable, hijos de la postmodernidad como son y cautivos como están de la tecnología de punta y de la incontinencia cibernética.

De repente los hijos deciden alejarse de la calidez que un día les dieron sus madres y que en su tiempo les significó crecimiento y autoestima, para inconscientemente renunciar a su cercanía y a su ternura, rechazar su regazo, antes tan anhelado, sin pensar siquiera que es el mismo que reclamaron con vehemencia cuando fueron niños.

Hay un momento en el que creen que ellas empiezan a hacerse obsoletas, cursis y obsesivas. Parecería como si quisieran que los hijos no crecieran y siguieran necesitándolas como antes y por eso siguen llamándolos en diminutivo, contando a todo el mundo sus hazañas infantiles, mostrando esas fotografías de su niñez, que aunque entrañables para ellas, son mortificantes para ellos, acostumbrados a que la única persistencia aceptable de una imagen es la selfie y el instagram, por descartables.

De pronto las madres no son ya más las heroínas audaces que un día fueron festejadas y que los hijos con orgullo presumían; las supermujeres que siempre tenían todas las respuestas, hacían los mejores hot cakes y el pollo frito; aquellas dulces doncellas que fueron su primer amor y a la que pensaban desposar un día, ni tampoco el tierno abrazo que esperaban al volver de la escuela, benditas mujeres que perfumaron su infancia, recuerdos inolvidables a los cuales de vez en cuando se asoman con gratitud.

Pero llega un momento, cuando los hijos crecen, en el que se les ocurre escudriñarlo todo: las calificaciones y tareas escolares; su ropa, la música, que escuchan; el celular, los videojuegos que disfrutan o el tiempo que emplean navegando en Internet. Es entonces que se convierten en inspectoras de horarios, certificadoras de los amigos y hasta pretenden obligarlos a asistir a la iglesia con ellas e incluso se atreven a ir a la escuela a hablar con sus profesores. Y entonces los hijos las declaran culpables de toda esa intromisión en sus vidas y les reprochan cómo es que se han vuelto anticuadas, que no los comprenden, que solo les hacen la vida imposible, que se la pasan impidiendo su natural crecimiento, así como su autoafirmación e independencia, Y hasta queriendo a veces vivir en sus hijos, los sueños que ellas no pudieron cumplir en su tiempo.

Un día, de manera insospechada, las madres dejan de ser tan fantásticas como habían sido con sus sorprendentes milagros como aliviar ese raspón en la rodilla, o pasar la noche en vela cuando vino la fiebre y la tos y las inyecciones, cosas ya no tan celebradas como antaño. Pero, por un enigma incomprensible, a las madres eso no les importará. Ellas seguirán alegres adornando este mundo con la flor siempre viva de su entrega incondicional, único misterio real del universo que nadie ha podido desentrañar y por el cual los seres humanos somos capaces de trascender. Porque ellas saben que su jardín, cuidado para ellos con tanto esmero, quedará yermo más tarde cuando los hijos decidan cultivar el propio. Pero las madres verán con gozo que todo ello valió la pena, porque corazón adentro entiende ciega y claramente que es así como Dios quiso hacerlas partícipes del don maravilloso y fascinante de la vida.

Por eso las madres representan el único paradigma que en verdad significa dar sin restricciones. Ellas son la rama frágil que un día floreció para adornar el mundo con su singular hermosura; la conjunción casi perfecta de la debilidad con la fortaleza, la sabiduría con la gracia y la pasión con el compromiso, lo que las define cabalmente en su naturaleza esencial y que le dan al mismo tiempo a este mundo la esperanza cierta de que, a pesar de los naturales acertijos que tiene la vida, ellas estarán ahí para invitar a sus hijos a celebrar su misterio y a reencontrar el rumbo hacia la plenitud, esa que con paciencia les enseñaron un día a perseguir tenazmente.

Alguien escribió: “…reunió Dios todas las aguas y las llamó mares; reunió enseguida todas las gracias y las llamó madres”. Es cierto, quizá las madres con el devenir del tiempo, serán vistas de manera distinta, porque el mundo en el que sus hijos vivirán es diferente y así tiene que ser. Pero algo indefinible y magnífico quedará en esa semilla que en ellas fue sembrada y que convertida en espiga inacabable, germinará por siempre a causa de su valentía. Y por eso las madres son y seguirán siendo, como dice el poeta, “bendecidas en todas las lenguas y en todos los rincones, por todos los hombres, de toda la Tierra”.

“…La mano que mece la cuna,

es la mano que gobierna al mundo…”

William Ross Wallace

Para María, Lydia Arminda,

Karla Fabiola y Araceli