/ viernes 31 de mayo de 2019

Un escribidor

Es un sentimiento especial sentarse a escribir estas cuartillas. Uno difícilmente está seguro de que las palabras hilarán frases estéticas o ideas claras.

Ernest Heminway decía que para escribir solo es necesario poseer la devoción hacia el oficio que un sacerdote de Dios siente hacia el suyo, los riñones de un asaltante y ninguna conciencia más que para el oficio.

Yo, el escribidor, por elemental instinto de autodefensa me reservo los años que llevo encima. Pero cada año que pasa tengo más. No me quejo, el tiempo, ese sabio misterioso que ni los antiguos griegos explicaron con certeza, ha sido generoso conmigo. Me ha permitido beber hasta el fondo la pócima dulce y amarga de la interminable serie de “hola y adiós” que es la vida. He aprendido que a lo fácil y adverso se le debe tomar de igual manera sin preguntar el porqué. He tratado de crear en mi espíritu la sublime virtud humana de la tolerancia. Y he buscado en los volúmenes que pueblan las silenciosas bibliotecas, la definición de esa forma excelsa de amor a los demás que es la honestidad.

En ocasiones, el mal consejo del desaliento me ha sorprendido, y ha llegado a mi rescate la tenacidad por conseguir caros anhelos. He desechado amarguras y reencontrado la presencia de ánimo para lanzarme –siempre por última vez— a la Manchega llanura, para enfrentar sin armadura los míticos molinos de viento.

He tratado de cuidar todas mis acciones. En cada momento y circunstancia he intentado lo superior sin sacrificar lo indispensable. Jamas he inclinado mi frente ante persona a la que no reconozca nobleza de corazón y altos ideales.

Algunas veces he temido herir a alguien con mis palabras; sin embargo, la lámpara de la verdad ha seguido ardiendo. He atacado a los fariseos de las ideas para quienes las palabras son el frío cincel que esculpe la tosca piedra. Mi autodeterminación me ha ganado críticas, pero prefiero esta, a su ausencia. Aun así, aún me juego todo a una ficha, como el jugador de ruleta que asegura tener la corazonada perfecta. Todavía puedo hacer ciertas locuras, me siento fuerte y energético, y cuando se gozan de esas bendiciones -dicen— ni siquiera bajar la más lejana estrella es imposible.

Desde pequeño he aprendido a amar y respetar el correcto uso de las armas de fuego, mis manos se han adiestrado en el manejo de geométricas herramientas y mi entendimiento se ha entrometido por los caminos de números y letras. He profesado mi fe alejado de doctrinas complicadas y lujosos templos. He aceptado con dolor en mi corazón que todo es pasajero. He confiado y con la persistencia de una rueda de molino he vuelto a confiar. He escuchado consejos; pero jamás he tratado intencionalmente de darlos.

Me inquieta la vida de México, país al que amo entrañablemente y que demanda respeto, entendimiento y, por encima de la lucha, autenticidad.

NOTA DEL DÍA -- En los tiempos del neoliberalismo a ultranza, los altos funcionarios públicos en casi todas sus intervenciones se esmeraban por simular una pretendida preocupación por los múltiples y variados problemas juveniles, entre otros, los ninis. A estos jóvenes se les instó a prepararse para actuar decididamente en sectores tan determinantes como el social, económico, político, y cultural, mientras crecía un tinglado para acallar sus demandas. Como se sabe, a los jóvenes se les pidió ser portadores de un compromiso con la Patria, de una actitud crítica; sin embargo, autenticidad y patriotismo es lo que los jóvenes (y ya no tan jóvenes), hoy pueden reclamar a los profetas del neoliberalismo y a los líderes obreros y campesinos que los olvidaron y actuaron en concordancia al clásico de la política, quien dijo: ”Ni los veo, ni los oigo”. Quizás de ahí el verdadero origen de la palabra Nini y sus trágicas consecuencias.

Es un sentimiento especial sentarse a escribir estas cuartillas. Uno difícilmente está seguro de que las palabras hilarán frases estéticas o ideas claras.

Ernest Heminway decía que para escribir solo es necesario poseer la devoción hacia el oficio que un sacerdote de Dios siente hacia el suyo, los riñones de un asaltante y ninguna conciencia más que para el oficio.

Yo, el escribidor, por elemental instinto de autodefensa me reservo los años que llevo encima. Pero cada año que pasa tengo más. No me quejo, el tiempo, ese sabio misterioso que ni los antiguos griegos explicaron con certeza, ha sido generoso conmigo. Me ha permitido beber hasta el fondo la pócima dulce y amarga de la interminable serie de “hola y adiós” que es la vida. He aprendido que a lo fácil y adverso se le debe tomar de igual manera sin preguntar el porqué. He tratado de crear en mi espíritu la sublime virtud humana de la tolerancia. Y he buscado en los volúmenes que pueblan las silenciosas bibliotecas, la definición de esa forma excelsa de amor a los demás que es la honestidad.

En ocasiones, el mal consejo del desaliento me ha sorprendido, y ha llegado a mi rescate la tenacidad por conseguir caros anhelos. He desechado amarguras y reencontrado la presencia de ánimo para lanzarme –siempre por última vez— a la Manchega llanura, para enfrentar sin armadura los míticos molinos de viento.

He tratado de cuidar todas mis acciones. En cada momento y circunstancia he intentado lo superior sin sacrificar lo indispensable. Jamas he inclinado mi frente ante persona a la que no reconozca nobleza de corazón y altos ideales.

Algunas veces he temido herir a alguien con mis palabras; sin embargo, la lámpara de la verdad ha seguido ardiendo. He atacado a los fariseos de las ideas para quienes las palabras son el frío cincel que esculpe la tosca piedra. Mi autodeterminación me ha ganado críticas, pero prefiero esta, a su ausencia. Aun así, aún me juego todo a una ficha, como el jugador de ruleta que asegura tener la corazonada perfecta. Todavía puedo hacer ciertas locuras, me siento fuerte y energético, y cuando se gozan de esas bendiciones -dicen— ni siquiera bajar la más lejana estrella es imposible.

Desde pequeño he aprendido a amar y respetar el correcto uso de las armas de fuego, mis manos se han adiestrado en el manejo de geométricas herramientas y mi entendimiento se ha entrometido por los caminos de números y letras. He profesado mi fe alejado de doctrinas complicadas y lujosos templos. He aceptado con dolor en mi corazón que todo es pasajero. He confiado y con la persistencia de una rueda de molino he vuelto a confiar. He escuchado consejos; pero jamás he tratado intencionalmente de darlos.

Me inquieta la vida de México, país al que amo entrañablemente y que demanda respeto, entendimiento y, por encima de la lucha, autenticidad.

NOTA DEL DÍA -- En los tiempos del neoliberalismo a ultranza, los altos funcionarios públicos en casi todas sus intervenciones se esmeraban por simular una pretendida preocupación por los múltiples y variados problemas juveniles, entre otros, los ninis. A estos jóvenes se les instó a prepararse para actuar decididamente en sectores tan determinantes como el social, económico, político, y cultural, mientras crecía un tinglado para acallar sus demandas. Como se sabe, a los jóvenes se les pidió ser portadores de un compromiso con la Patria, de una actitud crítica; sin embargo, autenticidad y patriotismo es lo que los jóvenes (y ya no tan jóvenes), hoy pueden reclamar a los profetas del neoliberalismo y a los líderes obreros y campesinos que los olvidaron y actuaron en concordancia al clásico de la política, quien dijo: ”Ni los veo, ni los oigo”. Quizás de ahí el verdadero origen de la palabra Nini y sus trágicas consecuencias.