/ domingo 11 de octubre de 2020

Un hombre en búsqueda de significado

¿Cuál pudo haber sido la razón por la que un hombre, cuya vida parecería estar resuelta tanto en lo personal como en lo profesional, con un futuro promisorio en el campo de la investigación científica y una posición de privilegio en la sociedad a la que servía, para que de pronto interrumpiera el sentido original de su búsqueda y tuviera repentinamente que cambiar el rumbo y el horizonte que se había propuesto?

Hubo una vez un hombre así, en la década de los cuarenta del pasado siglo, que vivió eso y lo supo enfrentar con decisión y fortaleza, a pesar de las circunstancias adversas que con ello le sobrevinieron. Y logró superarlo con creces.

Su nombre era Viktor Frankl. Psiquiátra, estudioso de su disciplina, de reconocido prestigio en Viena donde ejercía celosamente su profesión y aparentemente con todo a su favor para disfrutarla tranquila y cómodamente. Solo que era judío.

Cuando los nazis se hicieron del poder, prometieron a sus seguidores un Reich que durara por mil años. Para lograrlo se propusieron, antes que nada, hacer una limpieza étnica, que preservara la “pureza” de la raza aria que, según ellos, era superior a cualquiera otra. Se dieron entonces a la triste tarea de perseguir a los negros, rusos, gitanos, polacos y, definitivamente, a los judíos. Los despojaron de sus bienes, saquearon sus negocios, exiliaron a muchos, los humillaron y hostigaron en sus mismos barrios y Sinagogas hasta que finalmente los confinaron en campos de horror y exterminio. Para ellos, esa sería la solución final.

Inició así el doloroso peregrinar de Frankl y su familia por varios campos de concentración. En uno de ellos murió su padre y en Auswichtz su madre y su esposa. Irónicamente en este, grabado en el portón de hierro de la entrada se leía: “El trabajo nos hará libres”. En ese lugar, como después lo recordaría, solo se les obligaba diariamente a hacer esas “horribles e interminables marchas”.

En ese sitio sombrío, hacinados, con frío y hambre, los prisioneros languidecían en la dolorosa espera de ser llevados a los hornos crematorios, trágica innovación de la ingeniería nazi, o ser arrojados como un desolado puñado de huesos a una fosa común, o servir como laboratorios vivientes de los experimentos de los doctores alemanes. Mientras tanto otros preferían suicidarse ante la mirada impasible de sus compañeros de cautiverio que veían el triste espectáculo de su desventura como un episodio casi normal, respuesta terrible para su ingrata existencia.

Después de su liberación y de su regreso a Viena, Frankl hace una vívida y emotiva descripción de lo que él llama “su vida miserable” en el campo. Pero más allá del recuento cruel de todo lo que tuvieron que sufrir allí, está la paradoja de que gracias a ese calvario pudo escribir el libro en el que relata cómo vivió en carne propia y pudo soportar todo el dolor que rodeaba su diario sobrevivir en esos sitios de muerte y sufrimiento que era ese infierno. Ahí comenzó a perfilar y perfeccionar, como experto de sí mismo y en medio todo ello, una teoría que fue luego conocida como “la tercera escuela” diferente de las ya reconocidas de Freud y Adler y que llamaría “logoterapia”. La experiencia de su propia pena y logró hacer en él, viva y actuante, la idea de que proyectarse en el futuro proponiéndose hacer algo más adelante y tener la esperanza puesta en ello, podría alentar fuertemente la voluntad de muchos para la supervivencia. Según afirma en su teoría, “es una particularidad del ser humano buscar una meta a lograr más allá del presente, porque eso significará su salvación, hasta en los momentos más difíciles de su existencia”.

En esta dura época de pandemia que todo el mundo padece, ante un confinamiento indeseado pero necesario en el que debemos sufrir la pesada carga del exilio hasta aun de nuestros seres queridos; frente a tantas restricciones sanitarias y sociales como debemos aceptar y el estrés que todo eso nos produce, tal vez nos convendría pensar un poco en aquellos que sufren confinamientos más severos aún o viven en peores condiciones humanas y para las cuales no parece haber vacuna posible a la vista. Frankl supo alimentar su propia esperanza, atado a la idea que aún tenía algo que hacer por los demás. Y también los hombres de ahora sabemos claramente, que si no somos capaces de construir una civilización diferente y esperanzadora para todos, a través de la solidaridad, la compasión y generosidad para con nuestros semejantes, no sobreviviremos como especie.

Viktor Frankl murió en 1997. Cumplió todas las metas que se propuso cuando fue enviado al holocausto judío y que fueron sobrevivir, aprender algo y ayudar a los demás en lo que pudiera.

Nuestra pintora más famosa y mundialmente reconocida, Frida Kalho, dijo alguna que “los seres humanos somos capaces de soportar más dolor del que creemos”. Y ciertamente ella sabía de lo que hablaba.

UN HOMBRE EN BÚSQUEDA DE SIGNIFICADO

“La esencia de la vida es ir hacia adelante. Es un calle de un solo sentido…”

Agatha Christie

¿Cuál pudo haber sido la razón por la que un hombre, cuya vida parecería estar resuelta tanto en lo personal como en lo profesional, con un futuro promisorio en el campo de la investigación científica y una posición de privilegio en la sociedad a la que servía, para que de pronto interrumpiera el sentido original de su búsqueda y tuviera repentinamente que cambiar el rumbo y el horizonte que se había propuesto?

Hubo una vez un hombre así, en la década de los cuarenta del pasado siglo, que vivió eso y lo supo enfrentar con decisión y fortaleza, a pesar de las circunstancias adversas que con ello le sobrevinieron. Y logró superarlo con creces.

Su nombre era Viktor Frankl. Psiquiátra, estudioso de su disciplina, de reconocido prestigio en Viena donde ejercía celosamente su profesión y aparentemente con todo a su favor para disfrutarla tranquila y cómodamente. Solo que era judío.

Cuando los nazis se hicieron del poder, prometieron a sus seguidores un Reich que durara por mil años. Para lograrlo se propusieron, antes que nada, hacer una limpieza étnica, que preservara la “pureza” de la raza aria que, según ellos, era superior a cualquiera otra. Se dieron entonces a la triste tarea de perseguir a los negros, rusos, gitanos, polacos y, definitivamente, a los judíos. Los despojaron de sus bienes, saquearon sus negocios, exiliaron a muchos, los humillaron y hostigaron en sus mismos barrios y Sinagogas hasta que finalmente los confinaron en campos de horror y exterminio. Para ellos, esa sería la solución final.

Inició así el doloroso peregrinar de Frankl y su familia por varios campos de concentración. En uno de ellos murió su padre y en Auswichtz su madre y su esposa. Irónicamente en este, grabado en el portón de hierro de la entrada se leía: “El trabajo nos hará libres”. En ese lugar, como después lo recordaría, solo se les obligaba diariamente a hacer esas “horribles e interminables marchas”.

En ese sitio sombrío, hacinados, con frío y hambre, los prisioneros languidecían en la dolorosa espera de ser llevados a los hornos crematorios, trágica innovación de la ingeniería nazi, o ser arrojados como un desolado puñado de huesos a una fosa común, o servir como laboratorios vivientes de los experimentos de los doctores alemanes. Mientras tanto otros preferían suicidarse ante la mirada impasible de sus compañeros de cautiverio que veían el triste espectáculo de su desventura como un episodio casi normal, respuesta terrible para su ingrata existencia.

Después de su liberación y de su regreso a Viena, Frankl hace una vívida y emotiva descripción de lo que él llama “su vida miserable” en el campo. Pero más allá del recuento cruel de todo lo que tuvieron que sufrir allí, está la paradoja de que gracias a ese calvario pudo escribir el libro en el que relata cómo vivió en carne propia y pudo soportar todo el dolor que rodeaba su diario sobrevivir en esos sitios de muerte y sufrimiento que era ese infierno. Ahí comenzó a perfilar y perfeccionar, como experto de sí mismo y en medio todo ello, una teoría que fue luego conocida como “la tercera escuela” diferente de las ya reconocidas de Freud y Adler y que llamaría “logoterapia”. La experiencia de su propia pena y logró hacer en él, viva y actuante, la idea de que proyectarse en el futuro proponiéndose hacer algo más adelante y tener la esperanza puesta en ello, podría alentar fuertemente la voluntad de muchos para la supervivencia. Según afirma en su teoría, “es una particularidad del ser humano buscar una meta a lograr más allá del presente, porque eso significará su salvación, hasta en los momentos más difíciles de su existencia”.

En esta dura época de pandemia que todo el mundo padece, ante un confinamiento indeseado pero necesario en el que debemos sufrir la pesada carga del exilio hasta aun de nuestros seres queridos; frente a tantas restricciones sanitarias y sociales como debemos aceptar y el estrés que todo eso nos produce, tal vez nos convendría pensar un poco en aquellos que sufren confinamientos más severos aún o viven en peores condiciones humanas y para las cuales no parece haber vacuna posible a la vista. Frankl supo alimentar su propia esperanza, atado a la idea que aún tenía algo que hacer por los demás. Y también los hombres de ahora sabemos claramente, que si no somos capaces de construir una civilización diferente y esperanzadora para todos, a través de la solidaridad, la compasión y generosidad para con nuestros semejantes, no sobreviviremos como especie.

Viktor Frankl murió en 1997. Cumplió todas las metas que se propuso cuando fue enviado al holocausto judío y que fueron sobrevivir, aprender algo y ayudar a los demás en lo que pudiera.

Nuestra pintora más famosa y mundialmente reconocida, Frida Kalho, dijo alguna que “los seres humanos somos capaces de soportar más dolor del que creemos”. Y ciertamente ella sabía de lo que hablaba.

UN HOMBRE EN BÚSQUEDA DE SIGNIFICADO

“La esencia de la vida es ir hacia adelante. Es un calle de un solo sentido…”

Agatha Christie