/ domingo 27 de diciembre de 2020

Un niño y la Navidad

“…Un Niño nos ha nacido,

un Hijo nos ha sido dado:

su nombre es El Admirable,

Consejero, Principe de la Paz…”

Isaías, 9.6.

Cuando yo era niño, mi madre me contó esta historia.

Navegando en el majestuoso espacio sideral, en su veloz nave intergaláctica, un padre platicaba con su hijo mientras esté sorprendido veía las constelaciones a su paso, en el maravilloso caleidoscopio del océano cósmico. Desde la ventanilla podía observar a lo lejos la cuna de las estrellas, los pulsares y los quasares, las galaxias espirales y redondas que, como faros de luz, eran testimonio vivo de la obra del Creador de todo lo creado. Desde aquella nave el niño pudo ver asombrado a Alfa Centauri, a Andrómeda, a Orión y a los cometas vagabundos que periódicamente pasean su cauda majestuosa y helada a través de la vasta arquitectura del universo, que ahora recién conocía.

Al pasar por M 39, donde está la galaxia a la que pertenece nuestro sistema solar, con su enorme ebullición de colores, el niño divisó a lo lejos un pequeño pero hermoso planeta azul, que en la oscuridad de la noche cósmica, parecía estar suspendido, en la infinitud del espacio, como una multiesplendente esfera de luz. Estaba iluminado, como si se preparara para celebrar una fiesta especial y ante ese bello espectáculo, el niño curioso interrogó a su padre sobre ese planeta en particular, que según adivinaba, debía estar festejando algo dada la magnífica luminosidad que desde lejos podía observarse.

El padre entonces narró a su hijo lo que los libros antiguos decían sobre el origen y el destino de ese planeta, llamado Tierra, en el que habitaban unos seres llamados hombres y en el que habían desarrollado una cultura y una civilización con mucho esfuerzo, logrando cierto nivel de comprensión y raciocinio. Pero que desafortunadamente, al ser puestos ahí para crecer en la cercanía con Dios y multiplicarse y crecer en su presencia, habían desobedecido un mandato sencillo que les había sido dado a sus primeros padres y que consistía en no comer de la fruta de un árbol en el que la ciencia del bien y del mal se conjugaban. Pudo -dijo el padre a su pequeño hijo- más el deseo de ser como su Creador, que obedecer una simple orden.

Le recordó entonces cómo en cambio sus primeros padres sí obedecieron el mandato que les había sido dado también por su Creador. Aquella puerta de la que su Libro Santo hablaba, y que se les había ordenado de ninguna manera debían cruzar, jamás fue abierta y por ello su crecimiento superaba con mucho al que los humanos habían logrado desde el tiempo de su creación, a pesar de que ambas habían sido casi simultáneas.

El niño, que había estado atento a aquella interesante narración, todavía más curioso e intrigado por cuál sería su desenlace, preguntó a su padre el porqué de la alegría que notaba compartían en esa época los humanos, pues seguía impresionado por la grandiosa explosión de colores que veía en aquel hermoso planeta azul. El padre respondió entonces que los hombres celebraban una fiesta llamada por ellos Navidad, en la que recordaban cómo Dios, hacía ya 21 siglos terrenales, había enviado a su Hijo a la tierra para redimirlos de esa desobediencia que les había desvinculado del amor de su Creador. Y que esa redención solo podría darse a través de la oferta de su propio Hijo, único capaz, dada la dimensión de la falta, de recomponer esa relación que el hombre había roto. Con orgullo le recalcó que en cambio ellos, por haber sido obedientes, no habían tenido necesidad de esa redención que los seres humanos sí necesitaron y que generosa y amorosamente se les había concedido, porque finalmente Dios no quiere la muerte del que se equivoca, sino que aprenda y viva.

El niño dijo entonces y ante la sorpresa de su padre, que los humanos habían sido más afortunados que ellos, pues Dios mismo se había encargado de rescatarlos de su falta, enviándoles a su Hijo primogénito, privilegio que por su parte, con todo y sus adelantos científicos y su perfección tecnológica, frutos de su orden y de su obediencia, no habían logrado recibir, y que a él le hubiera gustado conocer el sentido profundo de ese sagrado advenimiento, que no lo alcanzaba a comprender del todo. El padre permaneció en silencio. Y cruzando velozmente la atmósfera terrestre, como estrella fugaz se acercó a la tierra para que su hijo viera más de cerca cómo rebosante de luces de colores, los hombres recordaban en ese festejo impresionante, el advenimiento de un Niño, el Primogénito, el Bienamado, Aquel que vio con amor a la raza humana, y la encontró digna de ser redimida.

Y al alejarse de aquel hermoso planeta colorido, ambos oyeron a lo lejos un canto que nunca antes habían escuchado y en el que los humanos regocijados decían como en un coro gigantesco: "Oh feliz culpa, gracias a la cual hemos tenido la dicha de ver cómo ha puesto su morada entre nosotros semejante Redentor"

“… Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado: su nombre es El Admirable, Consejero, Príncipe de la Paz…”

Isaías, 9.6.

“…Un Niño nos ha nacido,

un Hijo nos ha sido dado:

su nombre es El Admirable,

Consejero, Principe de la Paz…”

Isaías, 9.6.

Cuando yo era niño, mi madre me contó esta historia.

Navegando en el majestuoso espacio sideral, en su veloz nave intergaláctica, un padre platicaba con su hijo mientras esté sorprendido veía las constelaciones a su paso, en el maravilloso caleidoscopio del océano cósmico. Desde la ventanilla podía observar a lo lejos la cuna de las estrellas, los pulsares y los quasares, las galaxias espirales y redondas que, como faros de luz, eran testimonio vivo de la obra del Creador de todo lo creado. Desde aquella nave el niño pudo ver asombrado a Alfa Centauri, a Andrómeda, a Orión y a los cometas vagabundos que periódicamente pasean su cauda majestuosa y helada a través de la vasta arquitectura del universo, que ahora recién conocía.

Al pasar por M 39, donde está la galaxia a la que pertenece nuestro sistema solar, con su enorme ebullición de colores, el niño divisó a lo lejos un pequeño pero hermoso planeta azul, que en la oscuridad de la noche cósmica, parecía estar suspendido, en la infinitud del espacio, como una multiesplendente esfera de luz. Estaba iluminado, como si se preparara para celebrar una fiesta especial y ante ese bello espectáculo, el niño curioso interrogó a su padre sobre ese planeta en particular, que según adivinaba, debía estar festejando algo dada la magnífica luminosidad que desde lejos podía observarse.

El padre entonces narró a su hijo lo que los libros antiguos decían sobre el origen y el destino de ese planeta, llamado Tierra, en el que habitaban unos seres llamados hombres y en el que habían desarrollado una cultura y una civilización con mucho esfuerzo, logrando cierto nivel de comprensión y raciocinio. Pero que desafortunadamente, al ser puestos ahí para crecer en la cercanía con Dios y multiplicarse y crecer en su presencia, habían desobedecido un mandato sencillo que les había sido dado a sus primeros padres y que consistía en no comer de la fruta de un árbol en el que la ciencia del bien y del mal se conjugaban. Pudo -dijo el padre a su pequeño hijo- más el deseo de ser como su Creador, que obedecer una simple orden.

Le recordó entonces cómo en cambio sus primeros padres sí obedecieron el mandato que les había sido dado también por su Creador. Aquella puerta de la que su Libro Santo hablaba, y que se les había ordenado de ninguna manera debían cruzar, jamás fue abierta y por ello su crecimiento superaba con mucho al que los humanos habían logrado desde el tiempo de su creación, a pesar de que ambas habían sido casi simultáneas.

El niño, que había estado atento a aquella interesante narración, todavía más curioso e intrigado por cuál sería su desenlace, preguntó a su padre el porqué de la alegría que notaba compartían en esa época los humanos, pues seguía impresionado por la grandiosa explosión de colores que veía en aquel hermoso planeta azul. El padre respondió entonces que los hombres celebraban una fiesta llamada por ellos Navidad, en la que recordaban cómo Dios, hacía ya 21 siglos terrenales, había enviado a su Hijo a la tierra para redimirlos de esa desobediencia que les había desvinculado del amor de su Creador. Y que esa redención solo podría darse a través de la oferta de su propio Hijo, único capaz, dada la dimensión de la falta, de recomponer esa relación que el hombre había roto. Con orgullo le recalcó que en cambio ellos, por haber sido obedientes, no habían tenido necesidad de esa redención que los seres humanos sí necesitaron y que generosa y amorosamente se les había concedido, porque finalmente Dios no quiere la muerte del que se equivoca, sino que aprenda y viva.

El niño dijo entonces y ante la sorpresa de su padre, que los humanos habían sido más afortunados que ellos, pues Dios mismo se había encargado de rescatarlos de su falta, enviándoles a su Hijo primogénito, privilegio que por su parte, con todo y sus adelantos científicos y su perfección tecnológica, frutos de su orden y de su obediencia, no habían logrado recibir, y que a él le hubiera gustado conocer el sentido profundo de ese sagrado advenimiento, que no lo alcanzaba a comprender del todo. El padre permaneció en silencio. Y cruzando velozmente la atmósfera terrestre, como estrella fugaz se acercó a la tierra para que su hijo viera más de cerca cómo rebosante de luces de colores, los hombres recordaban en ese festejo impresionante, el advenimiento de un Niño, el Primogénito, el Bienamado, Aquel que vio con amor a la raza humana, y la encontró digna de ser redimida.

Y al alejarse de aquel hermoso planeta colorido, ambos oyeron a lo lejos un canto que nunca antes habían escuchado y en el que los humanos regocijados decían como en un coro gigantesco: "Oh feliz culpa, gracias a la cual hemos tenido la dicha de ver cómo ha puesto su morada entre nosotros semejante Redentor"

“… Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado: su nombre es El Admirable, Consejero, Príncipe de la Paz…”

Isaías, 9.6.