/ lunes 5 de marzo de 2018

Un tiempo para cada cosa y...

Hay varios adagios que, llenos de sabiduría, embonan perfectamente en diversos momentos de la vida de cada uno de nosotros. ¡Es más!, existen aquellos que se aplican de manera permanente a un quehacer específico, a un determinado entorno o a un contexto en concreto, como es el caso de la política y, en sentido estricto, a la política a la mexicana, y hago la aclaración, debido a que en este tablado hay más denostaciones que proposiciones y, creo, salvo su mejor opinión, querido amigo lector, que debería ser al revés.

Así, hemos escuchado a lo largo de nuestras vidas cosas como “En la guerra, el amor y en la política, todo se vale”. Haciendo referencia clara al uso de recursos tanto lícitos como indebidos para obtener el triunfo o, más claro, para generarle la más dolorosa de las derrotas a nuestro acérrimo rival, ya sea sacándolo de la carrera por aquel puesto tan ansiado, haciendo que pierda adeptos o de plano “desaparecerlo”, políticamente hablando, de la contienda.

También hemos sido testigos que en este mundo donde la retórica es el discurso más utilizado que “Prometer no empobrece, cumplir es lo que aniquila”. Es de esta manera en que se “hermosea” el detalle particular de que el candidato, una vez que ha llegado al puesto deseado, olvida las promesas realizadas durante sus giras o reconoce que no es capaz de cumplirlas por ciertos “obstáculos” que él, asegura, en su momento, desconocía.

No debemos olvidar ese otro refrán que indica que “La forma es fondo”. Este hace referencia a cómo se construyen las estrategias, de qué manera se piden las cosas, qué “pieza” se mueve primero y cuál después. En otras palabras, ésta sería la máxima que pudiera justificar la razón del comportamiento de algunos de los políticos formados “a la mexicana”.

Y haga usted el resumen. Desde la forma oculta de la propaganda, las dádivas traducidas en tortas y jugos hasta las tarjetas prepagadas hasta llegar a las “urnas embarazadas”, “carruseles” y “ratones locos” y, por supuesto, los “compromisos” adquiridos durante la reyerta que, una vez en el cargo, hay que cumplir.

A esta serie de consejas, es mi deseo agregar otra: “Toda cosa tiene un tiempo y hay un tiempo para cada cosa”.

Para poder desmenuzar la razón de mi propuesta me veo en la obligación de contarle la siguiente historia, amable lector, no sin anteponer todo mi ánimo para que absolutamente nadie resulte ofendido por lo que escribe este servidor.

Érase una vez, hace ya algunos años y en una tierra remota, donde la brisa marina refrescaba el sol de la tarde y perfumaba con sus olores al ambiente, vivía un orador que cada domingo se paraba en el centro de la plaza pública para gritar sus pregones, noticias y contarle cuentos a los niños que se arremolinaban a su alrededor para escucharle de manera atenta.

Poco a poco se hizo notar por la ciudadanía por su facilidad de palabra y su carente miedo a ser observado por lo que, en una ocasión, fue invitado por cierto hacendado para que, en una importante celebración, cumpliera la función de “heraldo” y anunciara a los distinguidos personajes que se darían cita en su domicilio. El orador aceptó de buena gana, pues por haber estado tantos días en el kiosco del poblado compartiendo con sus pregones conocía a, prácticamente, todos los notables de la región.

Llegó el día del evento y él alistó sus mejores ropajes, llegó temprano, se colocó en el sitial asignado y con su báculo golpeaba el piso de mármol cada vez que llegaba algún visitante, una vez capturada la atención de los demás, raspaba la garganta para limpiar su voz y daba a conocer el nombre y el cargo de quien se encontraba en el umbral para que fuera recibido con el aplauso debido.

“¡Ha llegado el representante de los sabios y estudiosos!” Dijo primero, “Don fulano de tal”.Todos aplaudieron. Minutos después volvió a anunciar: “¡Ha llegado el representante de la tesorería suprema para esta provincia!”, mencionó, “Don perengano de tal”. Nuevamente se escuchó una sórdida ovación.

Así fue transcurriendo la tarde, hasta que arribó al salón un potentado amigo del dueño, cuyas riquezas y poderío eran similares a los del anfitrión. La amistad que les unía le dio la confianza al visitante de acudir con miembros de su corte para hacerlos copartícipes del ágape. Además de que este invitado portaba las cartas credenciales que lo hacían representante del virrey de esa comarca.

El orador, tomó el báculo, golpeó tres veces el suelo, raspó su garganta y pechó la notificación: “¡Ha llegado el representante del virrey, Don zutano de tal”! El hombre avanzó sonriente y, tras de sí, los tres personajes que conformaban la comitiva particular. El último de ellos, un mocetón aprendiz que apenas sobrepasaba los 20 abriles, heredero de una distinguida familia y que, formado desde la cuna en este ambiente, iba construyendo una imagen que le permitiese en un futuro obtener cargos de mayor prosapia, marchó molesto al interior del salón.

Cuando pensó que nadie lo veía se acercó al pregonero y le reclamó: “¿Por qué no me mencionaste a mí?” ¡Estaba esperando ser nombrado!

El orador lo miró sorprendido por la evidente falta de humildad de aquel chamaco y sabiendo que le había dado el crédito a quien se lo tuvo que otorgar, con voz calmada y amistosa le dijo: “No te preocupes, para la otra también te nombro a ti”, pues era claro que a la vuelta de los años el joven continuaría con su carrera política y el orador seguiría siendo orador.

Sin embargo, ambos tendrán que esperar para poder vivir ese momento, pues en la vida, como en la política “Cada cosa tiene un tiempo y hay un tiempo para cada cosa”.

Espero no haber ofendido a nadie.


¡Hasta la próxima!

Hay varios adagios que, llenos de sabiduría, embonan perfectamente en diversos momentos de la vida de cada uno de nosotros. ¡Es más!, existen aquellos que se aplican de manera permanente a un quehacer específico, a un determinado entorno o a un contexto en concreto, como es el caso de la política y, en sentido estricto, a la política a la mexicana, y hago la aclaración, debido a que en este tablado hay más denostaciones que proposiciones y, creo, salvo su mejor opinión, querido amigo lector, que debería ser al revés.

Así, hemos escuchado a lo largo de nuestras vidas cosas como “En la guerra, el amor y en la política, todo se vale”. Haciendo referencia clara al uso de recursos tanto lícitos como indebidos para obtener el triunfo o, más claro, para generarle la más dolorosa de las derrotas a nuestro acérrimo rival, ya sea sacándolo de la carrera por aquel puesto tan ansiado, haciendo que pierda adeptos o de plano “desaparecerlo”, políticamente hablando, de la contienda.

También hemos sido testigos que en este mundo donde la retórica es el discurso más utilizado que “Prometer no empobrece, cumplir es lo que aniquila”. Es de esta manera en que se “hermosea” el detalle particular de que el candidato, una vez que ha llegado al puesto deseado, olvida las promesas realizadas durante sus giras o reconoce que no es capaz de cumplirlas por ciertos “obstáculos” que él, asegura, en su momento, desconocía.

No debemos olvidar ese otro refrán que indica que “La forma es fondo”. Este hace referencia a cómo se construyen las estrategias, de qué manera se piden las cosas, qué “pieza” se mueve primero y cuál después. En otras palabras, ésta sería la máxima que pudiera justificar la razón del comportamiento de algunos de los políticos formados “a la mexicana”.

Y haga usted el resumen. Desde la forma oculta de la propaganda, las dádivas traducidas en tortas y jugos hasta las tarjetas prepagadas hasta llegar a las “urnas embarazadas”, “carruseles” y “ratones locos” y, por supuesto, los “compromisos” adquiridos durante la reyerta que, una vez en el cargo, hay que cumplir.

A esta serie de consejas, es mi deseo agregar otra: “Toda cosa tiene un tiempo y hay un tiempo para cada cosa”.

Para poder desmenuzar la razón de mi propuesta me veo en la obligación de contarle la siguiente historia, amable lector, no sin anteponer todo mi ánimo para que absolutamente nadie resulte ofendido por lo que escribe este servidor.

Érase una vez, hace ya algunos años y en una tierra remota, donde la brisa marina refrescaba el sol de la tarde y perfumaba con sus olores al ambiente, vivía un orador que cada domingo se paraba en el centro de la plaza pública para gritar sus pregones, noticias y contarle cuentos a los niños que se arremolinaban a su alrededor para escucharle de manera atenta.

Poco a poco se hizo notar por la ciudadanía por su facilidad de palabra y su carente miedo a ser observado por lo que, en una ocasión, fue invitado por cierto hacendado para que, en una importante celebración, cumpliera la función de “heraldo” y anunciara a los distinguidos personajes que se darían cita en su domicilio. El orador aceptó de buena gana, pues por haber estado tantos días en el kiosco del poblado compartiendo con sus pregones conocía a, prácticamente, todos los notables de la región.

Llegó el día del evento y él alistó sus mejores ropajes, llegó temprano, se colocó en el sitial asignado y con su báculo golpeaba el piso de mármol cada vez que llegaba algún visitante, una vez capturada la atención de los demás, raspaba la garganta para limpiar su voz y daba a conocer el nombre y el cargo de quien se encontraba en el umbral para que fuera recibido con el aplauso debido.

“¡Ha llegado el representante de los sabios y estudiosos!” Dijo primero, “Don fulano de tal”.Todos aplaudieron. Minutos después volvió a anunciar: “¡Ha llegado el representante de la tesorería suprema para esta provincia!”, mencionó, “Don perengano de tal”. Nuevamente se escuchó una sórdida ovación.

Así fue transcurriendo la tarde, hasta que arribó al salón un potentado amigo del dueño, cuyas riquezas y poderío eran similares a los del anfitrión. La amistad que les unía le dio la confianza al visitante de acudir con miembros de su corte para hacerlos copartícipes del ágape. Además de que este invitado portaba las cartas credenciales que lo hacían representante del virrey de esa comarca.

El orador, tomó el báculo, golpeó tres veces el suelo, raspó su garganta y pechó la notificación: “¡Ha llegado el representante del virrey, Don zutano de tal”! El hombre avanzó sonriente y, tras de sí, los tres personajes que conformaban la comitiva particular. El último de ellos, un mocetón aprendiz que apenas sobrepasaba los 20 abriles, heredero de una distinguida familia y que, formado desde la cuna en este ambiente, iba construyendo una imagen que le permitiese en un futuro obtener cargos de mayor prosapia, marchó molesto al interior del salón.

Cuando pensó que nadie lo veía se acercó al pregonero y le reclamó: “¿Por qué no me mencionaste a mí?” ¡Estaba esperando ser nombrado!

El orador lo miró sorprendido por la evidente falta de humildad de aquel chamaco y sabiendo que le había dado el crédito a quien se lo tuvo que otorgar, con voz calmada y amistosa le dijo: “No te preocupes, para la otra también te nombro a ti”, pues era claro que a la vuelta de los años el joven continuaría con su carrera política y el orador seguiría siendo orador.

Sin embargo, ambos tendrán que esperar para poder vivir ese momento, pues en la vida, como en la política “Cada cosa tiene un tiempo y hay un tiempo para cada cosa”.

Espero no haber ofendido a nadie.


¡Hasta la próxima!