/ domingo 30 de mayo de 2021

Una filosofía del poder

“Es posible que el hombre sea capaz de superar

cualquier vicisitud de su vida. Pero si en verdad

quieres conocer su carácter, dale poder…”

Abraham Lincoln

Cuando buscamos definir con objetividad lo que el poder es y significa, invariablemente nos enfrentamos a algo que nos produce cierta parálisis paradigmática. Por tradición cultural -los psicoanalistas jungianos dirían que anclados en nuestro inconsciente colectivo- los únicos referentes del poder son aquellos atributos que el espejo social privilegia y determina, y por consiguiente, lo que bajo ese supuesto se asume que debería representar.

Así, la primera fuente de donde algunos afirman que ese poder procede, es la capacidad económica y una amplia independencia financiera, lo que por lógica significa que mientras más dinero se tenga, se disfrutará de mayor poder. Los modernos le llaman “poder fáctico”

El dinero, sin embargo, en muchos casos hace egoístas a las personas que lo tienen, máxime si no son capaces de admitir, que por su empleo inadecuado, ellos son los tenidos. El poder económico frecuentemente corrompe, destruye y paradójicamente empobrece el espíritu de quienes no acaban de entender que solo les fue dado para hacer uso conveniente de él y no para convertirse en sus esclavos. Y esto no es un elogio romántico y necio a la pobreza como redención humana. Pero tampoco lo es para la riqueza como el único paradigma de la propia realización, ya que así contemplada, es solo un espejismo, brillo instantáneo, onerosa factura a la que un día se empezará a abonar sin remedio.

La segunda gran fuente del poder humano, es, para otros, la capacidad que se tenga para obtener placer. Inquieto como es el corazón del hombre, dice San Agustín, le lleva a querer probar todo, inclusive aquello que después de haber experimentado, pueda proporcionarle dolor. La búsqueda del placer indiscriminado es la meta de muchas personas, a pesar de que intuyen claramente la trampa de su fugacidad, por la que quienes resultan finalmente encadenados a su veleidad, son ellos mismos. Es por eso que el placer como fuente de poder, es la fórmula eficaz de los envenenadores de los jóvenes, que sabedores de que ese es un reclamo primario de nuestra naturaleza, y trata por todos los medios de presentárnoslo de tal manera aderezado, que esté listo para su consumo. Aunque el precio a pagar si se usa imprudentemente, resulte elevado.

Finalmente, para muchos, el auténtico sentido del poder se disfruta plenamente a través de la vanidad de la apariencia, falacia que algunos piensan les hacen valer más que los demás. El poder está en el puesto que se tiene, el título que se ostenta, las letras que se agregan al propio nombre, la reverencia con que se es tratado y hasta en el temor que se inspira. Y esto lo vemos en el ejercicio de la autoridad por parte de muchos jefes en la forma como tratan a sus empleados; en las actitudes ridículas de los políticos cuando hacen sus propuestas de gobierno, denostando y culpando a los adversarios (si no me cree observe las campañas políticas en tiempo de elecciones) o los discursos de muchos líderes religiosos para quienes dar órdenes que otros deben obedecer, significa haber llegado a la cumbre del éxito personal y social. Pero quizás el verdadero sabio es el que encuentra que es en el aprecio por las cosas pequeñas, generalmente despreciadas o ignoradas por muchos, que el poder en verdad reside. El que ha comprendido lo que el poder en realidad es, entiende que este brota de lo que sabe y no de lo que presume; de lo que enseña y no de lo que se ufana; de lo que da y no de lo que recibe; y que al final del día es en verdad definido por quienes más tarde le recordarán con afecto aunque ya no esté, y no por aquellos que le ensalzaron, pero al final le olvidarán. Solo el que es capaz de ver más allá del dinero, o el placer o la vanidad, sabe que una acción no tiene que cambiar el curso de los acontecimientos para convertirse en poderosa fuente de felicidad y ser también digna de aplauso y respeto por parte de los demás seres humanos.

Porque, lo sabemos bien, el poder de una caricia puede reconstruir un corazón roto, lo que nunca podrá hacer ningún dinero; el poder de la fe puede mover montañas, lo que no logrará ningún líder religioso por influyente que crea ser; el poder del conocimiento disipará las tinieblas de la ignorancia, y no la sola pretensión de saber, o la fatuidad del que se cree que lo sabe todo, podrá lograr jamás. Y es el poder del amor lo único que en verdad podrá dar una dimensión debida al placer, con el que a veces torpemente se le confunde.

Lo mismo sucede con el poder que se esconde en el servicio, en la solidaridad, en la no violencia, en la oración, la lealtad, el heroísmo y el espíritu bondadoso, en la generosidad y la humildad, formas por otra parte multiesplendentes del amor, aunque curiosamente para muchos, estos sean solo paradigmas de todo lo que se cree impide el poder en el hombre. Pobre poder es finalmente aquel del que pudiendo dar no da, servir y no sirve, incluir y no lo hace, pues con ello pierde el verdadero sentido de la trascendencia.

Es cierto, siempre habrá alguien que tendrá más dinero que otros; alguien que mandará y otros obedecerán; líderes religiosos cuya vanidad es mayor que su supuesta dignidad autoconcedida y políticos cuya figura enaltecida por el pueblo les hará creer que son superiores a los demás o se sientan diferentes a otros. Pero si todos ellos también incluyeran en sus acciones esos otros poderes que se ocultan en su corazón, y son en verdad los únicos que pueden transformarlo, no habría en nuestro mundo tanta prepotencia, tantas guerras, ni hambre, ni destrucción, ni tanta falta de compasión y la solidaridad sería la divisa indiscutible del alma humana.

Por todo esto, si un día nos atreviéramos a revalorar el sentido auténtico del poder, entenderíamos la profundidad y belleza de lo que un día expresó Gabriel García Márquez: “nadie tiene derecho a mirar hacia abajo a ninguna persona, a menos de que se esté inclinando para levantarla”. Porque es hasta entonces que la esencia y el verdadero significado del poder habrá sido visto en su genuina y real dimensión.

“Es posible que el hombre sea capaz de superar

cualquier vicisitud de su vida. Pero si en verdad

quieres conocer su carácter, dale poder…”

Abraham Lincoln

Cuando buscamos definir con objetividad lo que el poder es y significa, invariablemente nos enfrentamos a algo que nos produce cierta parálisis paradigmática. Por tradición cultural -los psicoanalistas jungianos dirían que anclados en nuestro inconsciente colectivo- los únicos referentes del poder son aquellos atributos que el espejo social privilegia y determina, y por consiguiente, lo que bajo ese supuesto se asume que debería representar.

Así, la primera fuente de donde algunos afirman que ese poder procede, es la capacidad económica y una amplia independencia financiera, lo que por lógica significa que mientras más dinero se tenga, se disfrutará de mayor poder. Los modernos le llaman “poder fáctico”

El dinero, sin embargo, en muchos casos hace egoístas a las personas que lo tienen, máxime si no son capaces de admitir, que por su empleo inadecuado, ellos son los tenidos. El poder económico frecuentemente corrompe, destruye y paradójicamente empobrece el espíritu de quienes no acaban de entender que solo les fue dado para hacer uso conveniente de él y no para convertirse en sus esclavos. Y esto no es un elogio romántico y necio a la pobreza como redención humana. Pero tampoco lo es para la riqueza como el único paradigma de la propia realización, ya que así contemplada, es solo un espejismo, brillo instantáneo, onerosa factura a la que un día se empezará a abonar sin remedio.

La segunda gran fuente del poder humano, es, para otros, la capacidad que se tenga para obtener placer. Inquieto como es el corazón del hombre, dice San Agustín, le lleva a querer probar todo, inclusive aquello que después de haber experimentado, pueda proporcionarle dolor. La búsqueda del placer indiscriminado es la meta de muchas personas, a pesar de que intuyen claramente la trampa de su fugacidad, por la que quienes resultan finalmente encadenados a su veleidad, son ellos mismos. Es por eso que el placer como fuente de poder, es la fórmula eficaz de los envenenadores de los jóvenes, que sabedores de que ese es un reclamo primario de nuestra naturaleza, y trata por todos los medios de presentárnoslo de tal manera aderezado, que esté listo para su consumo. Aunque el precio a pagar si se usa imprudentemente, resulte elevado.

Finalmente, para muchos, el auténtico sentido del poder se disfruta plenamente a través de la vanidad de la apariencia, falacia que algunos piensan les hacen valer más que los demás. El poder está en el puesto que se tiene, el título que se ostenta, las letras que se agregan al propio nombre, la reverencia con que se es tratado y hasta en el temor que se inspira. Y esto lo vemos en el ejercicio de la autoridad por parte de muchos jefes en la forma como tratan a sus empleados; en las actitudes ridículas de los políticos cuando hacen sus propuestas de gobierno, denostando y culpando a los adversarios (si no me cree observe las campañas políticas en tiempo de elecciones) o los discursos de muchos líderes religiosos para quienes dar órdenes que otros deben obedecer, significa haber llegado a la cumbre del éxito personal y social. Pero quizás el verdadero sabio es el que encuentra que es en el aprecio por las cosas pequeñas, generalmente despreciadas o ignoradas por muchos, que el poder en verdad reside. El que ha comprendido lo que el poder en realidad es, entiende que este brota de lo que sabe y no de lo que presume; de lo que enseña y no de lo que se ufana; de lo que da y no de lo que recibe; y que al final del día es en verdad definido por quienes más tarde le recordarán con afecto aunque ya no esté, y no por aquellos que le ensalzaron, pero al final le olvidarán. Solo el que es capaz de ver más allá del dinero, o el placer o la vanidad, sabe que una acción no tiene que cambiar el curso de los acontecimientos para convertirse en poderosa fuente de felicidad y ser también digna de aplauso y respeto por parte de los demás seres humanos.

Porque, lo sabemos bien, el poder de una caricia puede reconstruir un corazón roto, lo que nunca podrá hacer ningún dinero; el poder de la fe puede mover montañas, lo que no logrará ningún líder religioso por influyente que crea ser; el poder del conocimiento disipará las tinieblas de la ignorancia, y no la sola pretensión de saber, o la fatuidad del que se cree que lo sabe todo, podrá lograr jamás. Y es el poder del amor lo único que en verdad podrá dar una dimensión debida al placer, con el que a veces torpemente se le confunde.

Lo mismo sucede con el poder que se esconde en el servicio, en la solidaridad, en la no violencia, en la oración, la lealtad, el heroísmo y el espíritu bondadoso, en la generosidad y la humildad, formas por otra parte multiesplendentes del amor, aunque curiosamente para muchos, estos sean solo paradigmas de todo lo que se cree impide el poder en el hombre. Pobre poder es finalmente aquel del que pudiendo dar no da, servir y no sirve, incluir y no lo hace, pues con ello pierde el verdadero sentido de la trascendencia.

Es cierto, siempre habrá alguien que tendrá más dinero que otros; alguien que mandará y otros obedecerán; líderes religiosos cuya vanidad es mayor que su supuesta dignidad autoconcedida y políticos cuya figura enaltecida por el pueblo les hará creer que son superiores a los demás o se sientan diferentes a otros. Pero si todos ellos también incluyeran en sus acciones esos otros poderes que se ocultan en su corazón, y son en verdad los únicos que pueden transformarlo, no habría en nuestro mundo tanta prepotencia, tantas guerras, ni hambre, ni destrucción, ni tanta falta de compasión y la solidaridad sería la divisa indiscutible del alma humana.

Por todo esto, si un día nos atreviéramos a revalorar el sentido auténtico del poder, entenderíamos la profundidad y belleza de lo que un día expresó Gabriel García Márquez: “nadie tiene derecho a mirar hacia abajo a ninguna persona, a menos de que se esté inclinando para levantarla”. Porque es hasta entonces que la esencia y el verdadero significado del poder habrá sido visto en su genuina y real dimensión.