/ domingo 17 de noviembre de 2019

Una Revolución diferente


..La victoria más difícil no es sobre los enemigos, sino sobre nosotros mismos…Aristóteles

El concepto “revolución” ha sido sobrevalorado, o por decir lo menos, mal entendido. Si alguien quiere ser considerado como “progresista” o de avanzada postmoderna, debe definirse como “revolucionario”, ya que de otra forma sería un “reaccionario”, con toda la carga negativa que tal idea conlleva.

Pero sucede que este término es a veces manipulado para que se acomode a lo que algunos quieren significar con él. Hay organismos e instituciones que sin más se lo atribuyen, aunque ignoren y hasta confundan su sentido real. Por eso nos encontramos que se autonombran revolucionarios algunos partidos políticos, movimientos feministas y otras agrupaciones, desnaturalizando así el auténtico y profundo significado que tiene.

Una revolución diferente es aquella que nos invita a luchar por la libertad, pero no sólo esa por la que de toda esclavitud externa eliminada. Ser “revolucionario” debería ser un “algo “ peculiar que brote desde el interior mismo del hombre y le inspire hacia la trascendencia y no ser solamente definido como aquel que lucha por obtener la liberación de la dominación ajena. Porque en realidad la sumisión más grande es la que se encuentra en el corazón de las personas, aunque parezcan estar externamente liberadas

No basta entonces para merecer el nombre de “revolucionario” que el hombre sea capaz de sacudirse y tal vez hasta quitar de los demás el yugo de la servidumbre exterior. Para serlo debería, en primer término, eliminar la sumisión propia representada por la ceguera o el fanatismo y la nula opción que se tiene para elegir libremente. Y esto solamente podrá lograrlo aquel para quien la revolución es capaz de ser traducida como un verdadero esfuerzo emancipador de su espíritu, con todo lo que eso significa. La libertad debe servir para dignificar a la persona como ser dotado de valor, fin en sí mismo y además ser reconocido como tal.

Pero, por desgracia, las revoluciones juntamente con los revolucionarios del mundo parecen haber olvidado esta premisa. Han buscado sólo proveer a los demás de la libertad exterior, y en realidad esta no es sino un medio para un fin más alto que es la plena realización humana. La verdadera revolución es la que encuentra su fundamento en la libertad interna de las personas, por la que éstas finalmente comprenden que no basta con expulsar a ese otro enemigo de sus vidas, sino que además les enseñe a diseñar su propio deber por el conocimiento de su trascendencia. Sólo así, a través del automandato surgido de la conciencia podemos conseguir la auténtica victoria que es la que hacemos sobre nosotros mismos, y por la que somos realmente libres.

Por eso los auténticos revolucionarios, merecedores de tan alto nombre, son aquellos líderes que más allá de reclamos publicitarios y siglas sugestivas, convencen a sus seguidores de la bondad de sus paradigmas, sin que tengan que violentar su voluntad ni manipularlos. Así es revolucionario el maestro que hace que sus alumnos finalmente entiendan la maravilla que es aprender, más allá de exámenes y calificaciones; es revolucionario el padre de familia que logra que su hijo descubra, a través de su consejo, que lo bueno y lo malo no son tales sólo porque él lo diga, sino porque son exigencias intrínsecas de su naturaleza racional. Y es revolucionario el político que sabe negociar y llegar a acuerdos, y es capaz de ver más allá de su propia mirada partidista, a menudo egoísta, miope y convenenciera.

El actuar recta, libre y honorablemente se convierte de esta manera en la verdadera revolución por la que la disciplina y el orden se hacen un genuino deber ser: sólo así la esclavitud termina y la libertad comienza. Quien actúa de esta manera habrá logrado hacer de su vida algo más que una simple formulación bioquímica. Finalmente es libre al trascender la noble meta que impulsa a su voluntad a actuar.

Las revoluciones cruentas (y la nuestra es una muestra de ellas) enseñaron a las personas a rechazar la manipulación ajena, impuesta por enemigo extraño tanto como por el tirano y el déspota doméstico, y esto fue relativamente fácil y de hecho sigue siendo el principio movilizador de toda democracia. Pero el logro propio, la decisión de crear y el esfuerzo por la liberación personal, son el resultado de una revolución más profunda, más viva y diferente. Pero para que sea en verdad fructífera, debería comenzar por una auténtica educación en y para la libertad, porque de otra manera ella misma quedará trunca y frustrada y en un punto se romperá de nuevo.

Educar para la libertad es el único camino que puede guiar al hombre en esa trayectoria en la que vamos todos juntos, en busca de nuestro perfeccionamiento. La verdadera revolución se da cuando somos conscientes de que ser libres es sólo un logro que nos sirve para la obtención de uno mayor que es la plenitud como persona. Sólo así puede entenderse una revolución como la nuestra, de la que nuestros “revolucionarios” modernos se ufanan y con la que nos presumen.

Porque aunque muchos afirmen que lo han logrado, en realidad aún no vemos sus frutos en nosotros. Aunque neciamente crean haberlo hecho.


..La victoria más difícil no es sobre los enemigos, sino sobre nosotros mismos…Aristóteles

El concepto “revolución” ha sido sobrevalorado, o por decir lo menos, mal entendido. Si alguien quiere ser considerado como “progresista” o de avanzada postmoderna, debe definirse como “revolucionario”, ya que de otra forma sería un “reaccionario”, con toda la carga negativa que tal idea conlleva.

Pero sucede que este término es a veces manipulado para que se acomode a lo que algunos quieren significar con él. Hay organismos e instituciones que sin más se lo atribuyen, aunque ignoren y hasta confundan su sentido real. Por eso nos encontramos que se autonombran revolucionarios algunos partidos políticos, movimientos feministas y otras agrupaciones, desnaturalizando así el auténtico y profundo significado que tiene.

Una revolución diferente es aquella que nos invita a luchar por la libertad, pero no sólo esa por la que de toda esclavitud externa eliminada. Ser “revolucionario” debería ser un “algo “ peculiar que brote desde el interior mismo del hombre y le inspire hacia la trascendencia y no ser solamente definido como aquel que lucha por obtener la liberación de la dominación ajena. Porque en realidad la sumisión más grande es la que se encuentra en el corazón de las personas, aunque parezcan estar externamente liberadas

No basta entonces para merecer el nombre de “revolucionario” que el hombre sea capaz de sacudirse y tal vez hasta quitar de los demás el yugo de la servidumbre exterior. Para serlo debería, en primer término, eliminar la sumisión propia representada por la ceguera o el fanatismo y la nula opción que se tiene para elegir libremente. Y esto solamente podrá lograrlo aquel para quien la revolución es capaz de ser traducida como un verdadero esfuerzo emancipador de su espíritu, con todo lo que eso significa. La libertad debe servir para dignificar a la persona como ser dotado de valor, fin en sí mismo y además ser reconocido como tal.

Pero, por desgracia, las revoluciones juntamente con los revolucionarios del mundo parecen haber olvidado esta premisa. Han buscado sólo proveer a los demás de la libertad exterior, y en realidad esta no es sino un medio para un fin más alto que es la plena realización humana. La verdadera revolución es la que encuentra su fundamento en la libertad interna de las personas, por la que éstas finalmente comprenden que no basta con expulsar a ese otro enemigo de sus vidas, sino que además les enseñe a diseñar su propio deber por el conocimiento de su trascendencia. Sólo así, a través del automandato surgido de la conciencia podemos conseguir la auténtica victoria que es la que hacemos sobre nosotros mismos, y por la que somos realmente libres.

Por eso los auténticos revolucionarios, merecedores de tan alto nombre, son aquellos líderes que más allá de reclamos publicitarios y siglas sugestivas, convencen a sus seguidores de la bondad de sus paradigmas, sin que tengan que violentar su voluntad ni manipularlos. Así es revolucionario el maestro que hace que sus alumnos finalmente entiendan la maravilla que es aprender, más allá de exámenes y calificaciones; es revolucionario el padre de familia que logra que su hijo descubra, a través de su consejo, que lo bueno y lo malo no son tales sólo porque él lo diga, sino porque son exigencias intrínsecas de su naturaleza racional. Y es revolucionario el político que sabe negociar y llegar a acuerdos, y es capaz de ver más allá de su propia mirada partidista, a menudo egoísta, miope y convenenciera.

El actuar recta, libre y honorablemente se convierte de esta manera en la verdadera revolución por la que la disciplina y el orden se hacen un genuino deber ser: sólo así la esclavitud termina y la libertad comienza. Quien actúa de esta manera habrá logrado hacer de su vida algo más que una simple formulación bioquímica. Finalmente es libre al trascender la noble meta que impulsa a su voluntad a actuar.

Las revoluciones cruentas (y la nuestra es una muestra de ellas) enseñaron a las personas a rechazar la manipulación ajena, impuesta por enemigo extraño tanto como por el tirano y el déspota doméstico, y esto fue relativamente fácil y de hecho sigue siendo el principio movilizador de toda democracia. Pero el logro propio, la decisión de crear y el esfuerzo por la liberación personal, son el resultado de una revolución más profunda, más viva y diferente. Pero para que sea en verdad fructífera, debería comenzar por una auténtica educación en y para la libertad, porque de otra manera ella misma quedará trunca y frustrada y en un punto se romperá de nuevo.

Educar para la libertad es el único camino que puede guiar al hombre en esa trayectoria en la que vamos todos juntos, en busca de nuestro perfeccionamiento. La verdadera revolución se da cuando somos conscientes de que ser libres es sólo un logro que nos sirve para la obtención de uno mayor que es la plenitud como persona. Sólo así puede entenderse una revolución como la nuestra, de la que nuestros “revolucionarios” modernos se ufanan y con la que nos presumen.

Porque aunque muchos afirmen que lo han logrado, en realidad aún no vemos sus frutos en nosotros. Aunque neciamente crean haberlo hecho.