/ domingo 15 de marzo de 2020

Yo lo conozco bien…

Yo lo conozco. Yo lo conozco bien. Tomado de entre los hombres y constituido en favor de ellos en aquellas cosas que son de Dios, lo he visto ofrecer dones y sacrificios por los pecados, condolerse de los que ignoran y comprender a los que se equivocan, porque es consciente de que él también está rodeado de debilidad.

Yo lo he visto. No como príncipe de su Iglesia sino como simple soldado de ella, devoto ministro que ha cuidado con amor de sus fieles donde quiera que la obediencia le llevó; lo he visto no como dignatario magnífico en cuya mano luce un anillo que nos muestra su jerarquía, aunque estoy cierto que lo mereció más que muchos; lo vi cuando desde muy joven le preocupaba ya el llevar el mensaje salvífico de su Maestro a otros adolescentes que lo necesitaron, en ese humilde hospicio en el que compartió su alegría por vivir en aquella lejana tierra italiana, donde aún ahora le recuerdan con cariño, y a donde regresa, cuando puede, a ese pequeño lugar de sus vacaciones como estudiante, con aquellos que también escogió un día como parte de su heredad.

Y lo veo también ahora, ya con su otoño-invierno a cuestas, en el recuento de los mensajes de una redención que un día supo mostrar al mundo en nombre de su Redentor; brillante orador de sofisticados sermones o de sencillas pláticas radiofónicas o sentidos discursos para los alcohólicos anónimos, lo he visto permanecer fiel a su misión, esperando la corona de la vida con que se premiará un día a quienes, como él, pelearon el buen combate, concluyeron el camino y conservaron la fe.

Yo lo conozco bien. Buscador tenaz de horizontes y utopías visibles sólo para gente cuya divisa es la esperanza; seguido en apariencia por muchos que desconocen la renuncia profunda que su vocación supuso; frágil figura presa entre las aspiraciones superiores del espíritu y sus naturales deseos, pero con una confianza firme en Aquel que lo conforta; atado a una soledad que duele y que no siempre remedia la temporal algarabía con que tantas veces los fieles le rodean; presente en esponsales que él no tendrá jamás; llamado padre por hijos ajenos; luz y sombra de una corporeidad que asecha sus sentidos en vela; débil parte de una herencia ambivalente que le corona tanto como le crucifica; ministro de lo sublime enmedio de la banalidad; ser común al que sólo hacen diferente unas manos ungidas desde lo Alto para llevar un consuelo del que muchas veces él mismo ha carecido y que sólo sostiene esa fe para la que los demás a menudo somos ciegos.

Yo lo he visto. Predicador de intangibles en un mundo lleno de pragmatismo; creyendo ser otro Cristo pero sin milagros propios que ofrecer entre sus manos desvalidas; oficiando exequias que preludian las suyas, viviendo muchas veces de las migajas que caen de mesas ajenas; criticado por cómo vive, viste y piensa, huérfano de la ternura que proporciona el amor de una pareja; obrero de eriales a los que se pide abundancia de granos aún en el estío; soportando vendavales que los demás ni imaginarse pueden, y si alguna vez lo hacen, piensan que a él no le dañarán; amado cuando es necesitado, temporal suplencia de las ansias de infinito de otros; imperfecto trasunto de una divinidad que sólo se recuerda en la hora inquieta, pero al que se olvida en la hora tranquila.

Yo lo conozco. He visto su rostro a veces transfigurado y otras triste; con una historia que parte de una cruz y un resucitado; con sus ritos y sus dogmas que según afirma íntimamente convencido nos anclan en lo trascendente; frágil figura tan incomprendida por tantos; con su esencia indivisible que lo marcará por siempre; amigo mío, mi hermano, compañero feliz de fugaces momentos en plenitud vividos, y ahora de tiempo en tiempo recordados, que eligió la herencia inacabable que de muchas formas repleta la sombra, a veces dulce, a veces amarga de su sueño.

Para él, a quien conozco bien, es este sencillo homenaje a la madurez y la gracia insigne con que ha sabido llevar su ministerio, en este nuevo aniversario de su ordenación sacerdotal. Ahora en esa paradójicamente lejana cercanía, que de tiempo en tiempo compartimos, veo su imagen como salmo jubiloso que canta a ese buen Señor al que se ha entregado, seguro como está que Él conservará íntegra esa entrega.

Y al hacerlo, sobre la pátina gris del tiempo que ha noblemente recorrido, puedo casi sentir cómo es que el dolor de su temporalidad encuentra finalmente su sentido y su gozo en la esperanza cierta de la prometida y anhelada perennidad. Esa con la que Dios premiará un día a quienes, como él, supieron elegir la mejor parte.

Yo lo conozco. Yo lo conozco bien. Tomado de entre los hombres y constituido en favor de ellos en aquellas cosas que son de Dios, lo he visto ofrecer dones y sacrificios por los pecados, condolerse de los que ignoran y comprender a los que se equivocan, porque es consciente de que él también está rodeado de debilidad.

Yo lo he visto. No como príncipe de su Iglesia sino como simple soldado de ella, devoto ministro que ha cuidado con amor de sus fieles donde quiera que la obediencia le llevó; lo he visto no como dignatario magnífico en cuya mano luce un anillo que nos muestra su jerarquía, aunque estoy cierto que lo mereció más que muchos; lo vi cuando desde muy joven le preocupaba ya el llevar el mensaje salvífico de su Maestro a otros adolescentes que lo necesitaron, en ese humilde hospicio en el que compartió su alegría por vivir en aquella lejana tierra italiana, donde aún ahora le recuerdan con cariño, y a donde regresa, cuando puede, a ese pequeño lugar de sus vacaciones como estudiante, con aquellos que también escogió un día como parte de su heredad.

Y lo veo también ahora, ya con su otoño-invierno a cuestas, en el recuento de los mensajes de una redención que un día supo mostrar al mundo en nombre de su Redentor; brillante orador de sofisticados sermones o de sencillas pláticas radiofónicas o sentidos discursos para los alcohólicos anónimos, lo he visto permanecer fiel a su misión, esperando la corona de la vida con que se premiará un día a quienes, como él, pelearon el buen combate, concluyeron el camino y conservaron la fe.

Yo lo conozco bien. Buscador tenaz de horizontes y utopías visibles sólo para gente cuya divisa es la esperanza; seguido en apariencia por muchos que desconocen la renuncia profunda que su vocación supuso; frágil figura presa entre las aspiraciones superiores del espíritu y sus naturales deseos, pero con una confianza firme en Aquel que lo conforta; atado a una soledad que duele y que no siempre remedia la temporal algarabía con que tantas veces los fieles le rodean; presente en esponsales que él no tendrá jamás; llamado padre por hijos ajenos; luz y sombra de una corporeidad que asecha sus sentidos en vela; débil parte de una herencia ambivalente que le corona tanto como le crucifica; ministro de lo sublime enmedio de la banalidad; ser común al que sólo hacen diferente unas manos ungidas desde lo Alto para llevar un consuelo del que muchas veces él mismo ha carecido y que sólo sostiene esa fe para la que los demás a menudo somos ciegos.

Yo lo he visto. Predicador de intangibles en un mundo lleno de pragmatismo; creyendo ser otro Cristo pero sin milagros propios que ofrecer entre sus manos desvalidas; oficiando exequias que preludian las suyas, viviendo muchas veces de las migajas que caen de mesas ajenas; criticado por cómo vive, viste y piensa, huérfano de la ternura que proporciona el amor de una pareja; obrero de eriales a los que se pide abundancia de granos aún en el estío; soportando vendavales que los demás ni imaginarse pueden, y si alguna vez lo hacen, piensan que a él no le dañarán; amado cuando es necesitado, temporal suplencia de las ansias de infinito de otros; imperfecto trasunto de una divinidad que sólo se recuerda en la hora inquieta, pero al que se olvida en la hora tranquila.

Yo lo conozco. He visto su rostro a veces transfigurado y otras triste; con una historia que parte de una cruz y un resucitado; con sus ritos y sus dogmas que según afirma íntimamente convencido nos anclan en lo trascendente; frágil figura tan incomprendida por tantos; con su esencia indivisible que lo marcará por siempre; amigo mío, mi hermano, compañero feliz de fugaces momentos en plenitud vividos, y ahora de tiempo en tiempo recordados, que eligió la herencia inacabable que de muchas formas repleta la sombra, a veces dulce, a veces amarga de su sueño.

Para él, a quien conozco bien, es este sencillo homenaje a la madurez y la gracia insigne con que ha sabido llevar su ministerio, en este nuevo aniversario de su ordenación sacerdotal. Ahora en esa paradójicamente lejana cercanía, que de tiempo en tiempo compartimos, veo su imagen como salmo jubiloso que canta a ese buen Señor al que se ha entregado, seguro como está que Él conservará íntegra esa entrega.

Y al hacerlo, sobre la pátina gris del tiempo que ha noblemente recorrido, puedo casi sentir cómo es que el dolor de su temporalidad encuentra finalmente su sentido y su gozo en la esperanza cierta de la prometida y anhelada perennidad. Esa con la que Dios premiará un día a quienes, como él, supieron elegir la mejor parte.