/ domingo 7 de febrero de 2021

Yo quiero imaginarlo…

Si alguna semblanza pretendiera yo escribir de ese magnífico faro de luz que fue don Rafael Gallardo, y que iluminó el camino de cuantos tocó con su ministerio sacerdotal y episcopal, no habría espacio suficiente para hacerlo.

Me limitaré entonces a mostrar algunos chispazos de esa lumbre maravillosa que fue el corazón de padre y pastor de don Rafa, nombre con que muchos cariñosamente le llamaban.

Quiero imaginarlo aún niño, “cuando su madre le enseñó a recitar esa bella oración a la mamá de Agustín, su mentor más adelante, esa misma con la que muchos recordamos también a nuestras madres...” Santa Mónica bendita, madre de san Agustín…

Quiero imaginarlo más tarde, como adolescente, ya con ese sello indeleble de su vocación por lo sublime y que le acompañaría por siempre hasta hacerlo uno con su maestro y que le recordarán que un día “sería tomado de entre los hombres para ser constituido en favor de ellos, ofrecer dones y sacrificios por los pecados y para compadecerse de los que ignoran y se equivocan, porque él mismo estaría rodeado de debilidad”.

No puedo menos que imaginarlo, ya joven novicio, leyendo con avidez lo que Agustín hacía siglos le había enseñado en su libro “Las Confesiones”: sus luchas por entender los insondables misterios de la Santísima Trinidad, su esfuerzo por alejarse del mal que le seducía con dureza, y desde luego recordando vívidamente el episodio aquel en que, solo en un jardín lejano Agustín tomó al azar una lectura de la Sagrada Escritura y se encontró con esa memorable Epístola de Pablo a los Romanos que le recordaría siempre cómo había llevado a la plenitud de la vida a su mentor y por lo tanto a la propia… el mutuo amor como respuesta a la liberación de toda las necesidades humanas y contra la frivolidad con que muchos asumen su existencia.

Quiero imaginarlo recordando feliz sus años romanos; sus estudios en el “Angelicum”; sus visitas a la Santa Basílica para contemplar con emoción el altar de la cátedra, donde Agustín junto con otros doctores padres de la iglesia, sostienen firme la silla de Pedro, y finalmente el día de su ordenación en la venerable Basílica de San Juan de Letrán, su regreso a los suyos y a seguir, como le enseñó su guía, “buscando para encontrar, pero después de encontrar, seguir buscando”.

Pero sobre todo quiero ahora recordarlo como el hombre de alma bondadosa que todos conocimos; el pastor sencillo y generoso que siempre estuvo ahí cuando lo necesitamos, el padre manso y humilde de corazón que reverenciamos en vida y ahora lloramos en su muerte, pero conscientes de que habiendo nacido para morir. Murió para vivir.

Por eso ahora quiero finalmente imaginarlo, con esa certeza que solo puede darnos la fe, que junto con su mentor y con el maestro de ambos, el Señor Jesús, está ya en la patria definitiva y eterna, la ciudad de Dios donde toda victoria es final y toda paz es completa y donde pudo decir satisfecho: “He peleado el buen combate, he concluido el camino, he preservado la fe…”

Y donde estoy cierto también que Alguien ya le ha respondido: “eres bienvenido siervo bueno y fiel, porque si en lo poco fuiste fiel, yo le constituiré sobre lo mucho: entra en el gozo de tu Señor”.

YO QUIERO IMAGINARLO…

In memoriam

Don Rafael Gallardo García,

Obispo, Servidor, Amigo…

Rubén Núñez de Cáceres V.

Si alguna semblanza pretendiera yo escribir de ese magnífico faro de luz que fue don Rafael Gallardo, y que iluminó el camino de cuantos tocó con su ministerio sacerdotal y episcopal, no habría espacio suficiente para hacerlo.

Me limitaré entonces a mostrar algunos chispazos de esa lumbre maravillosa que fue el corazón de padre y pastor de don Rafa, nombre con que muchos cariñosamente le llamaban.

Quiero imaginarlo aún niño, “cuando su madre le enseñó a recitar esa bella oración a la mamá de Agustín, su mentor más adelante, esa misma con la que muchos recordamos también a nuestras madres...” Santa Mónica bendita, madre de san Agustín…

Quiero imaginarlo más tarde, como adolescente, ya con ese sello indeleble de su vocación por lo sublime y que le acompañaría por siempre hasta hacerlo uno con su maestro y que le recordarán que un día “sería tomado de entre los hombres para ser constituido en favor de ellos, ofrecer dones y sacrificios por los pecados y para compadecerse de los que ignoran y se equivocan, porque él mismo estaría rodeado de debilidad”.

No puedo menos que imaginarlo, ya joven novicio, leyendo con avidez lo que Agustín hacía siglos le había enseñado en su libro “Las Confesiones”: sus luchas por entender los insondables misterios de la Santísima Trinidad, su esfuerzo por alejarse del mal que le seducía con dureza, y desde luego recordando vívidamente el episodio aquel en que, solo en un jardín lejano Agustín tomó al azar una lectura de la Sagrada Escritura y se encontró con esa memorable Epístola de Pablo a los Romanos que le recordaría siempre cómo había llevado a la plenitud de la vida a su mentor y por lo tanto a la propia… el mutuo amor como respuesta a la liberación de toda las necesidades humanas y contra la frivolidad con que muchos asumen su existencia.

Quiero imaginarlo recordando feliz sus años romanos; sus estudios en el “Angelicum”; sus visitas a la Santa Basílica para contemplar con emoción el altar de la cátedra, donde Agustín junto con otros doctores padres de la iglesia, sostienen firme la silla de Pedro, y finalmente el día de su ordenación en la venerable Basílica de San Juan de Letrán, su regreso a los suyos y a seguir, como le enseñó su guía, “buscando para encontrar, pero después de encontrar, seguir buscando”.

Pero sobre todo quiero ahora recordarlo como el hombre de alma bondadosa que todos conocimos; el pastor sencillo y generoso que siempre estuvo ahí cuando lo necesitamos, el padre manso y humilde de corazón que reverenciamos en vida y ahora lloramos en su muerte, pero conscientes de que habiendo nacido para morir. Murió para vivir.

Por eso ahora quiero finalmente imaginarlo, con esa certeza que solo puede darnos la fe, que junto con su mentor y con el maestro de ambos, el Señor Jesús, está ya en la patria definitiva y eterna, la ciudad de Dios donde toda victoria es final y toda paz es completa y donde pudo decir satisfecho: “He peleado el buen combate, he concluido el camino, he preservado la fe…”

Y donde estoy cierto también que Alguien ya le ha respondido: “eres bienvenido siervo bueno y fiel, porque si en lo poco fuiste fiel, yo le constituiré sobre lo mucho: entra en el gozo de tu Señor”.

YO QUIERO IMAGINARLO…

In memoriam

Don Rafael Gallardo García,

Obispo, Servidor, Amigo…

Rubén Núñez de Cáceres V.