/ viernes 30 de octubre de 2020

Escribir historias de terror es como cultivar una planta por injerto: Pablo Martínez

El escritor argentino del género de terror y de ciencia ficción es autor de novelas y cuentos, entre ellos Mondo Cane

Rioplatense, adorador ferviente de la cultura latinoamericana y en particular de México y sus costumbres, Pablo Martínez Burkett ama el terror y sus derivados.

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En sus cuentos los lectores encuentran castillos valacos, guerreros celtas, personajes llenos de densidad que atemorizan no siempre por lo que hacen, sino por lo que piensan e imaginan. Abogado de profesión, combina su trabajo en los tribunales y despachos jurídicos, aunque al final el escritor derrota al profesional del derecho.

-¿Quién es Pablo Martínez Burkett?

En algún ejercicio adolescente escribí “Soy un pedazo de tiempo y un tiempo de pedazos”. Quizás cuarenta años después aquellas palabras hayan resultado una suerte de profecía. Soy este que fluye entre las dos imperativas fechas (como anotaba Borges) y soy la descangallada sumatoria de todos esos que fui a lo largo de los años. Como un huipil o un sarape, soy todas y cada una de las hebras que se fueron tejiendo para llegar a este dibujo. Quizás alguna hilada no sea del todo prolija, pero arrancarla significaría desmadejar todo el vestido. En las tradiciones mesoamericanas, el tejido era un regalo de los dioses. Así recibo y trato de honrar esta trama en constante mutación y, sin embargo, en obstinada persistencia. Soy una obra en progreso. Para mi hija soy papá, pero para mis padres soy su hijo. Para un amigo soy el que lo sostiene y acompaña y para otro, el destarifado al que hay que arrastrar. Para una mujer soy el mordisquito en el labio y para otra, el tedioso desdén. Para mis alumnos, el que enseña a pensar, pero para mis maestros el tábano que no se cansa de preguntar. Hijo, hermano, esposo, padre, amigo, señor de la guerra, escritor, profesor, cocinero, en fin, una larga lista de etcéteras. Soy todos y ninguno.

-¿Cuándo comenzaste a sentirte escritor?

No lo sé. Quizás debiera inventarme algún mito creacional, pero lo cierto es que nunca tuve una epifanía que me revelara un destino literario. Se fue dando, infiero, como consecuencia de una voracidad lectora. Sin duda que, si hay un paraíso, el mío es algún tipo de biblioteca (otra vez la sombra de Borges). Los escritores somos ilusionistas que, en lugar de sacar conejos de la galera, sacamos historias. Y a mí siempre me gustó contar historias. Pero soy incapaz de indicar un momento preciso donde me allegué a esa certeza. Sin embargo, y para no dejar la pregunta vacante, tal vez pudiera intentar una respuesta pensando cuándo dejé de sentirme un embustero, un miserable impostor si alguien me identificaba (o presentaba) como escritor. Y eso sucedió hace más o menos quince años.

-¿Cuáles autores clásicos y contemporáneos recomiendas leer a quienes aspiren a ser escritores?

La escritura nace del deseo de emulación. Emulación de las propias lecturas. Ya lo decían los romanos: “clásico es lo bueno que perdura” así que a leer Heródoto, Cervantes, Shakespeare y el Dante pero también a Blas Pascal, Schopenhauer y Bertrand Russel. Rimbaud, Verlaine y Baudelarie; Roland Barthes y Michel Foucault. Umberto Eco y Michel Houellebecq. Hay que leer los autores que te gustan y a los autores que le gustan al autor que a vos te gusta. Y dentro del género, bueno, todos los góticos, todos, empezando por Polidori y Mary Shelley pero también Poe, Bram Stoker, Sheridan Le Fanu, Lord Dunsany, Arthur Machen, Lovecraft, Shirley Jackson, Clive Barker, Ira Levin y William Peter Blatty. Bradbury, Asimov y Arthur C. Clark. Matheson, Sturgeon, Stapledon y Heinlein. Edogawa Rampo. Por favor, no dejen de leer Philip K. Dick. Y por supuesto, Stephen King. Pero también Neil Gaiman, Ramsey Campbell, Ken Liu o Ted Chiang. Y Alan Moore. Y si les queda tiempo, regresar a Jules Verne y H. G. Wells. Y si quieren formalizar un poco más lo que se aprende leyendo, está “Mientras escribo” de Stephen King; “Cómo escribir ciencia ficción y fantasía”, de Orson Scott Card y “Filosofías del terror o paradojas del corazón”, de Noël Carroll, por citar algunos.

-¿Escribir historias de terror y ciencia ficción deja suficiente plata para vivir cómodamente?

Estimo que, para los ya citados Stephen King, Neil Gaiman o Ted Chiang, la respuesta es afirmativa. Pero Poe sufrió una irritativa pobreza y H.P. Lovecraft disimulaba en sus anacrónicos pruritos de caballero la incapacidad de procurarse el pan mediante la escritura. Si esto sucedía con los precursores: ¿qué podemos esperar nosotros? Me siento un privilegiado porque de un tiempo a esta parte me han empezado a pagar por lo que escribo (tanto más por lo que leo). Pero lejos está de permitirme una vida acomodada. Y no es porque soy un hippie indolente que se dedica a escribir terror o ciencia ficción oscura en lugar de producir el utilísimo manual de autoayuda. La perversidad del sistema estraga a todos los escritores por igual, seamos de género o cultores de un realismo a ultranza. Piénsese que el escritor es el que genera un producto (que a veces le llevó años de labor) del que solo habrá de percibir el 10% del precio de tapa. ¿Cuántos ejemplares hay que vender para sufragar una vida decorosa? Saquen la cuenta. Y eso siempre que cuaje un best-seller. Pero la cosa no termina ahí: además debe verificarse una alineación planetaria propicia para que la editorial le liquide las regalías con alguna regularidad. Por eso cuando a mí me preguntan para qué escribo, invariablemente contesto que para hacerme rico en amigos.

-¿El terror argentino encabeza el género en América Latina?

Supongo que como tenemos cierta propensión al género que por aquí se llamó fantástico rioplatense (que exhibe como punta de lanza a Borges, Bioy Casares, Cortázar y Horacio Quiroga) el asunto se nos da más naturalmente. También el cine de terror autóctono está tomando vuelo. Pero con una mano en el corazón no tengo elementos de ponderación suficiente como para establecer algún ranking. Además, y mal que nos pese, al sur del río Bravo se nos pone en la misma bolsa de gatos, y se nos representa como un colectivo que bebe margaritas, baila tango y se desgañita en las corridas de toros. Y antes que una debilidad, veo allí una tremenda fortaleza: nuestro socorrido español es la segunda lengua más hablada del hemisferio occidental. Y así como en un equipo está el guardameta, la defensa, el medio campo y los atacantes; así todos juegan defendiendo los mismos colores. En este entendimiento, me percibo como un escritor hispanoamericano. Que haya nacido a la vera del Río de la Plata no es más que una circunstancia azarosa. De hecho, mis personajes se afanan por todas las geografías.

-¿Cuál es tu peor pesadilla?

Que como en la fábula del flautista de Hamelín, nos dejemos conducir al despeñadero por el canto de sirenas de las hordas bien pensantes que, desde las redes sociales cultivan un nuevo fascismo disfrazado de corrección política. Tener ideas propias se llama pensar. Y no pienso renunciar a ese “privilegio”.

-Una pregunta cliché: ¿Qué rol deben desempeñar los intelectuales para generar la transformación de un país?

Los intelectuales no sé. Los ciudadanos, sí: mientras sigamos dejando nuestros gobiernos en manos de políticos profesionales vamos a persistir en el atraso, la postración y la miseria. Poca esperanza tenemos con gentes cuyo medio de vida es prometer la extinción de la injusticia y la pobreza que, casualmente, son los insumos que alimentan el poder político. En cualquier caso, como escritor creo que si uno se siente tentado de introducir un manifestó político en sus textos es mejor hacerse dirigente, periodista o cura. La Literatura, y sobre todo los lectores, lo van a agradecer.

-¿Con cuál personaje de tus cuentos o tus novelas te identificas?

Si como dicen que dijo Freud, en los sueños todos los personajes son figuras alejadas del soñante, es probable que en mis cuentos haya mucho de la buena ventura con aroma a tomillo y menta granada de mi huerta. Pero como abomino de la literatura del yo y de todos esos nuevos experimentos autosatisfactivos, me gusta creer que todo lo demás es literatura.

-Las historias de Mondo Cane son precisas, llenas de ironía y con finales inesperados. ¿Mezclaste la realidad con la ficción?

Y sí, siempre. Escribir el tipo de literatura con la que me mal entretengo es análogo a cultivar una planta por injerto: el pie debe estar lo más cerca de eso que llamamos realidad para que luego la torsión fantástica tome vuelo y se convierta en un follaje envolvente. Freud decía que lo ominoso, lo siniestro sucede cuando se produce un extrañamiento de lo cotidiano. Entonces hay que estar muy atento para encontrar la grieta donde provocar el resquebrajamiento de lo familiar y tornarlo un horizonte desconocido y acechante.

-¿Cuáles son sus cuentos predilectos?

[Si la pregunta refiere a Mondo Cane] Mi cuento favorito es siempre el que estoy escribiendo. Pero de Mondo Cane quizás sean El Atamán de los gitanos, Un extraño caso de espejismo en la laguna Epecuén, Segunda Arca de Noé, Sospechas baldías, Admirable sonido en los sepulcros, La doncella de hierro, Ovejas o cabritos, El eclipse de Gyllene Draken, La estrella de ocho puntas y El payé. Estoy siendo ingrato.


Luna Azul, uno de sus libros | Cortesía Pablo Martínez

Rioplatense, adorador ferviente de la cultura latinoamericana y en particular de México y sus costumbres, Pablo Martínez Burkett ama el terror y sus derivados.

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En sus cuentos los lectores encuentran castillos valacos, guerreros celtas, personajes llenos de densidad que atemorizan no siempre por lo que hacen, sino por lo que piensan e imaginan. Abogado de profesión, combina su trabajo en los tribunales y despachos jurídicos, aunque al final el escritor derrota al profesional del derecho.

-¿Quién es Pablo Martínez Burkett?

En algún ejercicio adolescente escribí “Soy un pedazo de tiempo y un tiempo de pedazos”. Quizás cuarenta años después aquellas palabras hayan resultado una suerte de profecía. Soy este que fluye entre las dos imperativas fechas (como anotaba Borges) y soy la descangallada sumatoria de todos esos que fui a lo largo de los años. Como un huipil o un sarape, soy todas y cada una de las hebras que se fueron tejiendo para llegar a este dibujo. Quizás alguna hilada no sea del todo prolija, pero arrancarla significaría desmadejar todo el vestido. En las tradiciones mesoamericanas, el tejido era un regalo de los dioses. Así recibo y trato de honrar esta trama en constante mutación y, sin embargo, en obstinada persistencia. Soy una obra en progreso. Para mi hija soy papá, pero para mis padres soy su hijo. Para un amigo soy el que lo sostiene y acompaña y para otro, el destarifado al que hay que arrastrar. Para una mujer soy el mordisquito en el labio y para otra, el tedioso desdén. Para mis alumnos, el que enseña a pensar, pero para mis maestros el tábano que no se cansa de preguntar. Hijo, hermano, esposo, padre, amigo, señor de la guerra, escritor, profesor, cocinero, en fin, una larga lista de etcéteras. Soy todos y ninguno.

-¿Cuándo comenzaste a sentirte escritor?

No lo sé. Quizás debiera inventarme algún mito creacional, pero lo cierto es que nunca tuve una epifanía que me revelara un destino literario. Se fue dando, infiero, como consecuencia de una voracidad lectora. Sin duda que, si hay un paraíso, el mío es algún tipo de biblioteca (otra vez la sombra de Borges). Los escritores somos ilusionistas que, en lugar de sacar conejos de la galera, sacamos historias. Y a mí siempre me gustó contar historias. Pero soy incapaz de indicar un momento preciso donde me allegué a esa certeza. Sin embargo, y para no dejar la pregunta vacante, tal vez pudiera intentar una respuesta pensando cuándo dejé de sentirme un embustero, un miserable impostor si alguien me identificaba (o presentaba) como escritor. Y eso sucedió hace más o menos quince años.

-¿Cuáles autores clásicos y contemporáneos recomiendas leer a quienes aspiren a ser escritores?

La escritura nace del deseo de emulación. Emulación de las propias lecturas. Ya lo decían los romanos: “clásico es lo bueno que perdura” así que a leer Heródoto, Cervantes, Shakespeare y el Dante pero también a Blas Pascal, Schopenhauer y Bertrand Russel. Rimbaud, Verlaine y Baudelarie; Roland Barthes y Michel Foucault. Umberto Eco y Michel Houellebecq. Hay que leer los autores que te gustan y a los autores que le gustan al autor que a vos te gusta. Y dentro del género, bueno, todos los góticos, todos, empezando por Polidori y Mary Shelley pero también Poe, Bram Stoker, Sheridan Le Fanu, Lord Dunsany, Arthur Machen, Lovecraft, Shirley Jackson, Clive Barker, Ira Levin y William Peter Blatty. Bradbury, Asimov y Arthur C. Clark. Matheson, Sturgeon, Stapledon y Heinlein. Edogawa Rampo. Por favor, no dejen de leer Philip K. Dick. Y por supuesto, Stephen King. Pero también Neil Gaiman, Ramsey Campbell, Ken Liu o Ted Chiang. Y Alan Moore. Y si les queda tiempo, regresar a Jules Verne y H. G. Wells. Y si quieren formalizar un poco más lo que se aprende leyendo, está “Mientras escribo” de Stephen King; “Cómo escribir ciencia ficción y fantasía”, de Orson Scott Card y “Filosofías del terror o paradojas del corazón”, de Noël Carroll, por citar algunos.

-¿Escribir historias de terror y ciencia ficción deja suficiente plata para vivir cómodamente?

Estimo que, para los ya citados Stephen King, Neil Gaiman o Ted Chiang, la respuesta es afirmativa. Pero Poe sufrió una irritativa pobreza y H.P. Lovecraft disimulaba en sus anacrónicos pruritos de caballero la incapacidad de procurarse el pan mediante la escritura. Si esto sucedía con los precursores: ¿qué podemos esperar nosotros? Me siento un privilegiado porque de un tiempo a esta parte me han empezado a pagar por lo que escribo (tanto más por lo que leo). Pero lejos está de permitirme una vida acomodada. Y no es porque soy un hippie indolente que se dedica a escribir terror o ciencia ficción oscura en lugar de producir el utilísimo manual de autoayuda. La perversidad del sistema estraga a todos los escritores por igual, seamos de género o cultores de un realismo a ultranza. Piénsese que el escritor es el que genera un producto (que a veces le llevó años de labor) del que solo habrá de percibir el 10% del precio de tapa. ¿Cuántos ejemplares hay que vender para sufragar una vida decorosa? Saquen la cuenta. Y eso siempre que cuaje un best-seller. Pero la cosa no termina ahí: además debe verificarse una alineación planetaria propicia para que la editorial le liquide las regalías con alguna regularidad. Por eso cuando a mí me preguntan para qué escribo, invariablemente contesto que para hacerme rico en amigos.

-¿El terror argentino encabeza el género en América Latina?

Supongo que como tenemos cierta propensión al género que por aquí se llamó fantástico rioplatense (que exhibe como punta de lanza a Borges, Bioy Casares, Cortázar y Horacio Quiroga) el asunto se nos da más naturalmente. También el cine de terror autóctono está tomando vuelo. Pero con una mano en el corazón no tengo elementos de ponderación suficiente como para establecer algún ranking. Además, y mal que nos pese, al sur del río Bravo se nos pone en la misma bolsa de gatos, y se nos representa como un colectivo que bebe margaritas, baila tango y se desgañita en las corridas de toros. Y antes que una debilidad, veo allí una tremenda fortaleza: nuestro socorrido español es la segunda lengua más hablada del hemisferio occidental. Y así como en un equipo está el guardameta, la defensa, el medio campo y los atacantes; así todos juegan defendiendo los mismos colores. En este entendimiento, me percibo como un escritor hispanoamericano. Que haya nacido a la vera del Río de la Plata no es más que una circunstancia azarosa. De hecho, mis personajes se afanan por todas las geografías.

-¿Cuál es tu peor pesadilla?

Que como en la fábula del flautista de Hamelín, nos dejemos conducir al despeñadero por el canto de sirenas de las hordas bien pensantes que, desde las redes sociales cultivan un nuevo fascismo disfrazado de corrección política. Tener ideas propias se llama pensar. Y no pienso renunciar a ese “privilegio”.

-Una pregunta cliché: ¿Qué rol deben desempeñar los intelectuales para generar la transformación de un país?

Los intelectuales no sé. Los ciudadanos, sí: mientras sigamos dejando nuestros gobiernos en manos de políticos profesionales vamos a persistir en el atraso, la postración y la miseria. Poca esperanza tenemos con gentes cuyo medio de vida es prometer la extinción de la injusticia y la pobreza que, casualmente, son los insumos que alimentan el poder político. En cualquier caso, como escritor creo que si uno se siente tentado de introducir un manifestó político en sus textos es mejor hacerse dirigente, periodista o cura. La Literatura, y sobre todo los lectores, lo van a agradecer.

-¿Con cuál personaje de tus cuentos o tus novelas te identificas?

Si como dicen que dijo Freud, en los sueños todos los personajes son figuras alejadas del soñante, es probable que en mis cuentos haya mucho de la buena ventura con aroma a tomillo y menta granada de mi huerta. Pero como abomino de la literatura del yo y de todos esos nuevos experimentos autosatisfactivos, me gusta creer que todo lo demás es literatura.

-Las historias de Mondo Cane son precisas, llenas de ironía y con finales inesperados. ¿Mezclaste la realidad con la ficción?

Y sí, siempre. Escribir el tipo de literatura con la que me mal entretengo es análogo a cultivar una planta por injerto: el pie debe estar lo más cerca de eso que llamamos realidad para que luego la torsión fantástica tome vuelo y se convierta en un follaje envolvente. Freud decía que lo ominoso, lo siniestro sucede cuando se produce un extrañamiento de lo cotidiano. Entonces hay que estar muy atento para encontrar la grieta donde provocar el resquebrajamiento de lo familiar y tornarlo un horizonte desconocido y acechante.

-¿Cuáles son sus cuentos predilectos?

[Si la pregunta refiere a Mondo Cane] Mi cuento favorito es siempre el que estoy escribiendo. Pero de Mondo Cane quizás sean El Atamán de los gitanos, Un extraño caso de espejismo en la laguna Epecuén, Segunda Arca de Noé, Sospechas baldías, Admirable sonido en los sepulcros, La doncella de hierro, Ovejas o cabritos, El eclipse de Gyllene Draken, La estrella de ocho puntas y El payé. Estoy siendo ingrato.


Luna Azul, uno de sus libros | Cortesía Pablo Martínez

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