/ jueves 28 de marzo de 2019

Del murmullo del tiempo

Aquel que no puede ver más que a través de los ojos carece de visión…

El sonido empezaba a desvanecerse en la penumbra del entendimiento, del razonamiento de la realidad que agitaba sus brazos como quien se ahoga en el mar.

Yo deseaba seguir escuchando el sonido, seguir sumida en mi más profunda abstracción, sin pensar en nada, sin ver ni sentir más que lo que escuchaba… Así son mis recuerdos de la infancia. Voces pausadas, sonidos leves y sutiles que enmascaran la belleza profunda del ayer.

Siempre he pensado que negar nuestro origen es negarse uno mismo. La absurda creencia del lustre sin partir del punto común, carece de sentido convirtiendo a la persona en una caricatura o en un impostor. Las experiencias pasadas, gratas o no, constituyen la razón de lo que somos hoy por hoy. Traicionar lo que uno piensa equivale a abaratarse, a existir sin ser. El negar nuestro origen en aras de encajar en un estatus social determinado nos convierte en una sombra que baila al son que le toquen. La riqueza no se mide por lo que se tenga en el banco, sino por el porcentaje que guardemos de nosotros mismos.

Por todo ello me enorgullezco de hablar de mi infancia tal cual fue en aquel viejo edificio azul que se descascaraba lenta y tímidamente, tal como envejecemos, muriendo sin dolor.

En ocasiones se me antoja recorrer las calles empedradas con olor a recuerdos infantiles, cuando el sol despejaba la mente a través de delgados rayos que provenían del cielo con una esencia casi mística, donde los corpúsculos de polvo eran polvo de estrellas que Dios obsequiaba. La vida era fácil en aquellos días, donde la felicidad se compraba junto a la verdura y las flores en el rodante de la colonia Árbol Grande, donde mi madre hacía las compras mientras yo me divertía recogiendo pequeñas piedras o tratando de engullir los grandes trozos de jamón o fruta que los locatarios introducían en mi boca como muestra de la frescura de sus productos con el fin de que mi madre comprara, chapotear en el agua de lluvia recién vertida con las chanclas rosas que mi madre me compró en aquel rodante, o chupar una paleta de limón del señor del carrito de las nieves que anunciaba su llegada dos cuadras antes con su campanilla.

Cómo no extrañar el olor a la sopa de fideo que mi madre hacía mientras yo veía en la televisión Los Picapiedra al caer la tarde. Escuchar los pájaros que en primavera poblaban el techo de la casa de junto y que con su trinar matutino hacían la vida ligera. Cuántos deseos de soltar esta vieja y cansada piel como quien suelta la ropa sucia y salir en búsqueda de esos murmullos de la infancia y despojar mi mente de los miedos que como herrumbre se adhieren a mi alma y me impiden volar como cuando niña, como cuando vivía en aquel patio de vecindad.


Aquel que no puede ver más que a través de los ojos carece de visión…

El sonido empezaba a desvanecerse en la penumbra del entendimiento, del razonamiento de la realidad que agitaba sus brazos como quien se ahoga en el mar.

Yo deseaba seguir escuchando el sonido, seguir sumida en mi más profunda abstracción, sin pensar en nada, sin ver ni sentir más que lo que escuchaba… Así son mis recuerdos de la infancia. Voces pausadas, sonidos leves y sutiles que enmascaran la belleza profunda del ayer.

Siempre he pensado que negar nuestro origen es negarse uno mismo. La absurda creencia del lustre sin partir del punto común, carece de sentido convirtiendo a la persona en una caricatura o en un impostor. Las experiencias pasadas, gratas o no, constituyen la razón de lo que somos hoy por hoy. Traicionar lo que uno piensa equivale a abaratarse, a existir sin ser. El negar nuestro origen en aras de encajar en un estatus social determinado nos convierte en una sombra que baila al son que le toquen. La riqueza no se mide por lo que se tenga en el banco, sino por el porcentaje que guardemos de nosotros mismos.

Por todo ello me enorgullezco de hablar de mi infancia tal cual fue en aquel viejo edificio azul que se descascaraba lenta y tímidamente, tal como envejecemos, muriendo sin dolor.

En ocasiones se me antoja recorrer las calles empedradas con olor a recuerdos infantiles, cuando el sol despejaba la mente a través de delgados rayos que provenían del cielo con una esencia casi mística, donde los corpúsculos de polvo eran polvo de estrellas que Dios obsequiaba. La vida era fácil en aquellos días, donde la felicidad se compraba junto a la verdura y las flores en el rodante de la colonia Árbol Grande, donde mi madre hacía las compras mientras yo me divertía recogiendo pequeñas piedras o tratando de engullir los grandes trozos de jamón o fruta que los locatarios introducían en mi boca como muestra de la frescura de sus productos con el fin de que mi madre comprara, chapotear en el agua de lluvia recién vertida con las chanclas rosas que mi madre me compró en aquel rodante, o chupar una paleta de limón del señor del carrito de las nieves que anunciaba su llegada dos cuadras antes con su campanilla.

Cómo no extrañar el olor a la sopa de fideo que mi madre hacía mientras yo veía en la televisión Los Picapiedra al caer la tarde. Escuchar los pájaros que en primavera poblaban el techo de la casa de junto y que con su trinar matutino hacían la vida ligera. Cuántos deseos de soltar esta vieja y cansada piel como quien suelta la ropa sucia y salir en búsqueda de esos murmullos de la infancia y despojar mi mente de los miedos que como herrumbre se adhieren a mi alma y me impiden volar como cuando niña, como cuando vivía en aquel patio de vecindad.


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