/ jueves 26 de septiembre de 2019

Caminos eternos

En el jardín de la memoria yacen escondidos nuestros recuerdos que de cuando en cuando brotan para alegrarnos la vida o para otorgarnos nuestra dosis de nostalgia diaria, tan necesaria para plantarnos de nuevo en la tierra

En el jardín de la memoria yacen escondidos nuestros recuerdos que de cuando en cuando brotan para alegrarnos la vida o para otorgarnos nuestra dosis de nostalgia diaria, tan necesaria para plantarnos de nuevo en la tierra.

La llegada del otoño trae consigo ese aire místico del recuerdo, ¿será que el ambiente predispone al pensamiento? o es quizá el sentimiento que atrapado por mucho tiempo ¿busca escapar de su opresión como un preso que busca su libertad? no lo sé, pero lo cierto es que el cambio a la penúltima estación del año nos vuelve nostálgicos y nos hace recordar algunos ayeres.

En el otoño de 1976 mi madre gustaba llevarme a comprar las primeras mandarinas de la estación a un tienda llamada “La Vitualla”, que estaba en la esquina de la calle Olmos con Obregón, en lo que hoy es una zapatería; me gustaba ir con ella a esa tienda donde la cara de una mujer con trenzas hacia arriba y con una vasija ovalada en la cabeza conteniendo fruta nos recibía, además en aquella tienda vendían toda clase de artículos por lo que me llamaba a gritos a explorarla y en una de esas exploraciones me perdí... afortunadamente llevaba migajas de pan en mi vestido y me sentía protegida, así que las tiré al piso para recordarme el camino de regreso a mi madre, sin embargo, cuando me di cuenta las migajas habían cambiado de lugar, algún detalle técnico que no consideré.

Las faldas de las señoras golpeaban mi cara y me impedían ver hacia adelante, era como un pez pequeño entre peces gigantes, pero en lugar de desesperarme lo tomé como juego y no lloré y traté de encontrar una forma de llegar a donde mi madre pero como era pequeña los grandes cuerpos ahogaban mi presencia y mi voz, era un día de ofertas y la tienda estaba a reventar y de pronto escuché a lo lejos el grito de mi madre: “Neneeeé” y una voz de alerta se posesionó de mí, la ansiedad corrió en mi cuerpo a galope ya no tenía miedo de haberme perdido sino de lo que me pasaría cuando me encontrara y si me tardaba en responder sería peor, así que grité con todas mis fuerzas pero era imposible, entre la chillona voz que anunciaba a 3 pesos las mandarinas y la estrepitosa risa de las mujeres que se llamaban gordas unas a otras al no encontrar la talla de vestido para ellas, mi voz se ahogaba y así resignada a mi suerte esperé sentándome a lado de un maniquí, esperando de antemano los chanclazos que me esperarían en casa por haberme perdido.

Mi madre me encontró pasado un rato y nos fuimos a casa, durante todo el camino me predispuse a mi castigo casi podía sentir ya la palpitante piel de mi trasero cobrando el color rojo, recordatorio de mi aventura.

Pero al llegar a casa no hubo chancla, mi madre me lavó la cara y las manos y me sentó en mi sillita y agachándose hasta mi altura me dijo que no volviera a separarme de ella jamás y me dio un beso en la frente y una gelatina. Mis temores se esfumaron y mi alma volvió al cuerpo.

En la vida nos predisponemos por experiencias pasadas a lo que habrá de ocurrir, permitimos que nuestros miedos nos manipulen y congelen nuestros pensamientos y deseos inhibiendo en nosotros el espíritu de aventura, sufrimos el doble cuando nos preocupamos antes de que ocurran los acontecimientos e inútilmente cuando éstos no se presentan.Por ello ahora tomo la vida como viene sin pensar en lo que vendrá ya lo sortearé como venga, ahora pienso que todo problema tiene solución y si no lo tiene para que me preocupo. Ahora no dejo que el miedo me paralice y me haga renunciar a lo que deseo. Ahora me pierdo entre los caminos eternos del pensamiento y la acción y aunque sé que nadie me buscará dejo mis pies libres para que anden sobre la tierra de la aventura y para no perder el camino a casa procuro dejar migajas de pan tiradas.

En el jardín de la memoria yacen escondidos nuestros recuerdos que de cuando en cuando brotan para alegrarnos la vida o para otorgarnos nuestra dosis de nostalgia diaria, tan necesaria para plantarnos de nuevo en la tierra.

La llegada del otoño trae consigo ese aire místico del recuerdo, ¿será que el ambiente predispone al pensamiento? o es quizá el sentimiento que atrapado por mucho tiempo ¿busca escapar de su opresión como un preso que busca su libertad? no lo sé, pero lo cierto es que el cambio a la penúltima estación del año nos vuelve nostálgicos y nos hace recordar algunos ayeres.

En el otoño de 1976 mi madre gustaba llevarme a comprar las primeras mandarinas de la estación a un tienda llamada “La Vitualla”, que estaba en la esquina de la calle Olmos con Obregón, en lo que hoy es una zapatería; me gustaba ir con ella a esa tienda donde la cara de una mujer con trenzas hacia arriba y con una vasija ovalada en la cabeza conteniendo fruta nos recibía, además en aquella tienda vendían toda clase de artículos por lo que me llamaba a gritos a explorarla y en una de esas exploraciones me perdí... afortunadamente llevaba migajas de pan en mi vestido y me sentía protegida, así que las tiré al piso para recordarme el camino de regreso a mi madre, sin embargo, cuando me di cuenta las migajas habían cambiado de lugar, algún detalle técnico que no consideré.

Las faldas de las señoras golpeaban mi cara y me impedían ver hacia adelante, era como un pez pequeño entre peces gigantes, pero en lugar de desesperarme lo tomé como juego y no lloré y traté de encontrar una forma de llegar a donde mi madre pero como era pequeña los grandes cuerpos ahogaban mi presencia y mi voz, era un día de ofertas y la tienda estaba a reventar y de pronto escuché a lo lejos el grito de mi madre: “Neneeeé” y una voz de alerta se posesionó de mí, la ansiedad corrió en mi cuerpo a galope ya no tenía miedo de haberme perdido sino de lo que me pasaría cuando me encontrara y si me tardaba en responder sería peor, así que grité con todas mis fuerzas pero era imposible, entre la chillona voz que anunciaba a 3 pesos las mandarinas y la estrepitosa risa de las mujeres que se llamaban gordas unas a otras al no encontrar la talla de vestido para ellas, mi voz se ahogaba y así resignada a mi suerte esperé sentándome a lado de un maniquí, esperando de antemano los chanclazos que me esperarían en casa por haberme perdido.

Mi madre me encontró pasado un rato y nos fuimos a casa, durante todo el camino me predispuse a mi castigo casi podía sentir ya la palpitante piel de mi trasero cobrando el color rojo, recordatorio de mi aventura.

Pero al llegar a casa no hubo chancla, mi madre me lavó la cara y las manos y me sentó en mi sillita y agachándose hasta mi altura me dijo que no volviera a separarme de ella jamás y me dio un beso en la frente y una gelatina. Mis temores se esfumaron y mi alma volvió al cuerpo.

En la vida nos predisponemos por experiencias pasadas a lo que habrá de ocurrir, permitimos que nuestros miedos nos manipulen y congelen nuestros pensamientos y deseos inhibiendo en nosotros el espíritu de aventura, sufrimos el doble cuando nos preocupamos antes de que ocurran los acontecimientos e inútilmente cuando éstos no se presentan.Por ello ahora tomo la vida como viene sin pensar en lo que vendrá ya lo sortearé como venga, ahora pienso que todo problema tiene solución y si no lo tiene para que me preocupo. Ahora no dejo que el miedo me paralice y me haga renunciar a lo que deseo. Ahora me pierdo entre los caminos eternos del pensamiento y la acción y aunque sé que nadie me buscará dejo mis pies libres para que anden sobre la tierra de la aventura y para no perder el camino a casa procuro dejar migajas de pan tiradas.

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