/ miércoles 3 de abril de 2024

Autorretratos de hielo / La ciencia de los pseudónimos

La primera vez, como toda sorpresa verbal que cruza por la vida del transterrado en el Polo Norte, el fenómeno no lo entendí del todo. Que alguien, fuese cual fuese su origen, tuviese necesidad de adaptar su nombre a los oídos de la isla de Montreal, o que alguien decidiese mudar de sílabas para ser deletreado con más agilidad en una ciudad cosmopolita, o que una persona se transformara en apodo (aquí casi digo antifaz) por decisión propia…; en suma, que el desarraigo les exigiese a muchos migrantes un nuevo bautismo, me parecía poco menos que una aberración onomástica, y, por si fuera poco, también una traición a nuestras partidas de nacimiento. Además, al acudir a los pseudónimos, el asunto se envuelve de esnobismo, pues de alguna manera se cancela al interlocutor en su capacidad para estar en otras fonéticas.

Por lo demás, para los hijos del Parque Méndez la ciencia y arte de los sobrenombres se aprendía con naturalidad. Entre nosotros recuerdo a Luis la “Tecolota”, también a Jorge el “Karateca”, y, en fin, la primera vez que supe de alguien marcado por los apodos en la isla de Montreal fue con Temístocles, estudiante griego en la Facultad de Letras. Aunque la pronunciación no me parecía nada del otro mundo (al menos no para los hispanoparlantes), él me procuró los argumentos que se habían barajado en la familia y que daban lógica a la decisión de acudir a un alias: había que facilitarle al niño su paso por los patios de recreo, agilizar su integración en las escuelas, y, desde luego y sobre todo, garantizarle su derecho universal a las adolescencias enamoradizas y a las juventudes desahogadas, todo sin mayores contratiempos. Temístocles recordaba bien la cara de sus padres cuando se lo informaron, tendría cinco años de edad: a partir de aquel día él sería Sammy para el mundo exterior. Sólo Sammy, y nunca lo volví a ver, se enamoró de una mujer cubana y ambos partieron a construirse otra historia allá en Florida.

En aquellas tardes eternas sobre la calle Obregón, recuerdo a Beto el “Torombolo” y a Hugo el “Adobo”. Ah, sí, también al “Zama”. Dicho sea como de paso, jugar en sus respectivos equipos aseguraba campeonatos mundiales de baloncesto, y años después de mi expatriación conocí a don Yehoshua, profesor de lengua hebrea. Era un hombre mayor y casi al borde de la jubilación que se presentaba en el aula pidiendo lo llamásemos Mark, profesor Mark, y punto. Al acudir a un patronímico local, en silencio don Mark-Yehoshua apelaba a nuestra sagacidad para rebautizarnos, y, tal vez, también nos exhortaba a diseñarnos un nuevo rostro fonético, esto es, una identidad prosódica (perdón por el cultismo) que resultase apacible en la isla de Montreal. Nada en él tenía color de impostura o falsedad, sino todo lo contrario: vivía convencido de que el remoquete de Mark le había facilitado muchísimo la vida en esta torre de Babel donde se hablan más de ciento cincuenta idiomas…, y le creíamos, se lo creíamos todo, mientras aprendíamos los rudimentos de la gramática hebrea.

Ya, ya iba yo comprendiendo la magia escondida de la cuestión, pues ningún hijo del Parque Méndez hubiese corrido a esconderse por voluntad propia detrás de un sobrenombre. Para nosotros, insisto, el arte de los apodos siempre fue un evento natural, algo casi biológico (cómo olvidar al “Tomates”, figura mayor de nuestras canchas); en contraparte, en los bulevares hoy tan primaverales de la urbe políglota, los alias representan una urgencia, casi un salvamento lingüístico. Y, mientras lo digo, uno de los mejores ejemplos que viene al caletre es Devy: nacida en Antananarivo, Madagascar, por azares y necesidades profesionales, un día supe que su verdadero nombre exigía buena memoria, pues, escrito y pronunciado en malgache, ¡estaba formado por trece sílabas! Desde luego que no lo guardé en la sesera, aunque, por los atolladeros que aquella palabra provoca en las pronunciaciones occidentales, en nuestro círculo de amigos ella siempre fue Devy.

Hubo cosas mucho más elementales entre nosotros, como Daniel el “Perro” (es verdad…, tenía gestos de bulldog) y Miguel el “Panda”. Sin embargo, todo brotaba entre carcajadas, y porque la sangre nunca llegó al río allá en el parque, aquellos motes se integraron pronto a los diccionarios de nuestras amistades más largas… Por cierto, las y los migrantes venidos de China al Canadá casi de inmediato adaptan sus apelativos a nuestros labios mediante monosílabos, o inventando ritmos de letras muy juguetonas. Tal es el caso de Guan-Yin, o Yeyé para los amigos, artista gráfica nacida en Beijing y casada con mi buen amigo Christian, él por su parte francés, bohemio como el que más, y documentalista de profesión. Al paso de nuestras polémicas, a menudo acompañadas de vino blanco y comida india, nos encanta la cocina punyabí, fui descubriendo que, como Yeyé, las y los naturales de aquel país se lo piensan muchísimo antes de rebautizarse en el extranjero, pues saben bien que la máscara del sobrenombre ha de convertirse algún día en parte inevitable de su propio destino.

Ya, ya casi concluyo este primer miércoles de abril diciendo que hay otros motes recorriendo mi memoria tampiqueña o deambulando por mis rutinas en la ciudad boreal. Allá quedaron el “Capi”, el “Topo” y el “Duende”, si mal no recuerdo; por acá, a menudo suelo cruzarme con gente como la señora Bakisha, enfermera profesional nacida en el Congo y que, en mi última visita a su clínica, se presentó como la señora “Ba” (se recortó el nombre con tanta dulzura, que el efecto sonoro tuvo efectos inversos, es decir, sensaciones de gran profundidad). Al final, antes o aquí, ahora o allá mismo, el ejercicio continuo de los pseudónimos nos confirma como creadores naturales de nombres, sí, acaso porque lo nuestro ha sido siempre rebautizar la vida para sentir que la vivimos con nuestras propias palabras…

La primera vez, como toda sorpresa verbal que cruza por la vida del transterrado en el Polo Norte, el fenómeno no lo entendí del todo. Que alguien, fuese cual fuese su origen, tuviese necesidad de adaptar su nombre a los oídos de la isla de Montreal, o que alguien decidiese mudar de sílabas para ser deletreado con más agilidad en una ciudad cosmopolita, o que una persona se transformara en apodo (aquí casi digo antifaz) por decisión propia…; en suma, que el desarraigo les exigiese a muchos migrantes un nuevo bautismo, me parecía poco menos que una aberración onomástica, y, por si fuera poco, también una traición a nuestras partidas de nacimiento. Además, al acudir a los pseudónimos, el asunto se envuelve de esnobismo, pues de alguna manera se cancela al interlocutor en su capacidad para estar en otras fonéticas.

Por lo demás, para los hijos del Parque Méndez la ciencia y arte de los sobrenombres se aprendía con naturalidad. Entre nosotros recuerdo a Luis la “Tecolota”, también a Jorge el “Karateca”, y, en fin, la primera vez que supe de alguien marcado por los apodos en la isla de Montreal fue con Temístocles, estudiante griego en la Facultad de Letras. Aunque la pronunciación no me parecía nada del otro mundo (al menos no para los hispanoparlantes), él me procuró los argumentos que se habían barajado en la familia y que daban lógica a la decisión de acudir a un alias: había que facilitarle al niño su paso por los patios de recreo, agilizar su integración en las escuelas, y, desde luego y sobre todo, garantizarle su derecho universal a las adolescencias enamoradizas y a las juventudes desahogadas, todo sin mayores contratiempos. Temístocles recordaba bien la cara de sus padres cuando se lo informaron, tendría cinco años de edad: a partir de aquel día él sería Sammy para el mundo exterior. Sólo Sammy, y nunca lo volví a ver, se enamoró de una mujer cubana y ambos partieron a construirse otra historia allá en Florida.

En aquellas tardes eternas sobre la calle Obregón, recuerdo a Beto el “Torombolo” y a Hugo el “Adobo”. Ah, sí, también al “Zama”. Dicho sea como de paso, jugar en sus respectivos equipos aseguraba campeonatos mundiales de baloncesto, y años después de mi expatriación conocí a don Yehoshua, profesor de lengua hebrea. Era un hombre mayor y casi al borde de la jubilación que se presentaba en el aula pidiendo lo llamásemos Mark, profesor Mark, y punto. Al acudir a un patronímico local, en silencio don Mark-Yehoshua apelaba a nuestra sagacidad para rebautizarnos, y, tal vez, también nos exhortaba a diseñarnos un nuevo rostro fonético, esto es, una identidad prosódica (perdón por el cultismo) que resultase apacible en la isla de Montreal. Nada en él tenía color de impostura o falsedad, sino todo lo contrario: vivía convencido de que el remoquete de Mark le había facilitado muchísimo la vida en esta torre de Babel donde se hablan más de ciento cincuenta idiomas…, y le creíamos, se lo creíamos todo, mientras aprendíamos los rudimentos de la gramática hebrea.

Ya, ya iba yo comprendiendo la magia escondida de la cuestión, pues ningún hijo del Parque Méndez hubiese corrido a esconderse por voluntad propia detrás de un sobrenombre. Para nosotros, insisto, el arte de los apodos siempre fue un evento natural, algo casi biológico (cómo olvidar al “Tomates”, figura mayor de nuestras canchas); en contraparte, en los bulevares hoy tan primaverales de la urbe políglota, los alias representan una urgencia, casi un salvamento lingüístico. Y, mientras lo digo, uno de los mejores ejemplos que viene al caletre es Devy: nacida en Antananarivo, Madagascar, por azares y necesidades profesionales, un día supe que su verdadero nombre exigía buena memoria, pues, escrito y pronunciado en malgache, ¡estaba formado por trece sílabas! Desde luego que no lo guardé en la sesera, aunque, por los atolladeros que aquella palabra provoca en las pronunciaciones occidentales, en nuestro círculo de amigos ella siempre fue Devy.

Hubo cosas mucho más elementales entre nosotros, como Daniel el “Perro” (es verdad…, tenía gestos de bulldog) y Miguel el “Panda”. Sin embargo, todo brotaba entre carcajadas, y porque la sangre nunca llegó al río allá en el parque, aquellos motes se integraron pronto a los diccionarios de nuestras amistades más largas… Por cierto, las y los migrantes venidos de China al Canadá casi de inmediato adaptan sus apelativos a nuestros labios mediante monosílabos, o inventando ritmos de letras muy juguetonas. Tal es el caso de Guan-Yin, o Yeyé para los amigos, artista gráfica nacida en Beijing y casada con mi buen amigo Christian, él por su parte francés, bohemio como el que más, y documentalista de profesión. Al paso de nuestras polémicas, a menudo acompañadas de vino blanco y comida india, nos encanta la cocina punyabí, fui descubriendo que, como Yeyé, las y los naturales de aquel país se lo piensan muchísimo antes de rebautizarse en el extranjero, pues saben bien que la máscara del sobrenombre ha de convertirse algún día en parte inevitable de su propio destino.

Ya, ya casi concluyo este primer miércoles de abril diciendo que hay otros motes recorriendo mi memoria tampiqueña o deambulando por mis rutinas en la ciudad boreal. Allá quedaron el “Capi”, el “Topo” y el “Duende”, si mal no recuerdo; por acá, a menudo suelo cruzarme con gente como la señora Bakisha, enfermera profesional nacida en el Congo y que, en mi última visita a su clínica, se presentó como la señora “Ba” (se recortó el nombre con tanta dulzura, que el efecto sonoro tuvo efectos inversos, es decir, sensaciones de gran profundidad). Al final, antes o aquí, ahora o allá mismo, el ejercicio continuo de los pseudónimos nos confirma como creadores naturales de nombres, sí, acaso porque lo nuestro ha sido siempre rebautizar la vida para sentir que la vivimos con nuestras propias palabras…