/ viernes 7 de septiembre de 2018

De la multitud y sus creencias

La gente del lugar no sabía su nombre, sólo que habitaba la casa de la colina. Tampoco conocía su rostro, pues solía salir sólo por las noches de luna, cuando iba al lago para cantar una vieja canción que no era conocida por la gente del lugar. Su voz era como un canto de sirena que doliente lamentaba su soledad mientras acicalaba su pelo a la luz de la luna.

Los curiosos observaban de lejos el pequeño ritual que religiosamente llevaba a cabo, su silueta delgada se dibujaba a lo lejos como un espectro que le brindaba un halo de misterio mientras hechizaba con su voz dulce pero lastimera, suave pero siniestra.

Los chiquillos le pusieron por nombre Adela, simplemente porque había que llamarla de alguna manera y en torno a ella se generaban muchas historias, los más viejos decían que era una bruja que venía de lejos y que cuyas pociones y hechizos hicieron que una amante despechada muriese, otros decían que era un hada que había bajado del cielo en una noche de luna; otros más, que era una viuda que lamentaba la muerte de su esposo al que ella misma dio muerte y cuya culpa expiaba todas las noches de luna en aquella laguna cantando la misma canción. Lo cierto es que algo extraño sucedía en el pueblo alrededor de la presencia de esa mujer, pues siempre aparecían costales de maíz repletos en las casas más pobres del pueblo, nadie tenía sembradíos de maíz más que ella y sin embargo, nunca se oyó reclamar algún pago por ese maíz; los aldeanos simplemente hacían lo que toda la gente en todas las épocas, tomar lo que se les da gratis.

Así transcurría la vida en aquel pueblo hasta que una noche de luna no se escuchó el canto de Adela, la gente no le dio mayor importancia hasta que al día siguiente fue encontrado el cuerpo sin vida de un niño de apenas cinco años, un huérfano que pedía limosna en el mercado y que amaneció muerto en la laguna precisamente la noche en que no se escuchó cantar a Adela. Entonces, el pueblo olvidando los favores recibidos por aquella mujer, enardecido la culpó de la horrenda muerte, y sin un juicio se determinó que por ser la persona más extraña del mismo era quien tenía que haber dado muerte al pequeño. Ese día armados con antorchas y palos, todos los del pueblo fueron a la casa de Adela y al unísono entraron por la fuerza a la casa con la bravura de un toro, con el coraje en el pecho y con el diablo en la mirada; y empuñando sus armas, en aquella humilde vivienda encontraron a una pequeña y delgada mujer yaciendo enferma en la cama y que cantaba la misma canción que los aldeanos estaban acostumbrados a escuchar en las noches de luna. Adela estaba muriendo, por ello no había podido salir a cantar aquella noche en que murió el pequeño; pero pese a la prueba física de que ella no había podido ser la criminal, fue linchada y quemada viva. Cinco días después fue capturado en el pueblo vecino un hombre llamado Damián que confesó la muerte del pequeño huérfano. Nadie en el pueblo dijo nada y la vida siguió igual.

El pueblo gusta más de creer que de pensar y razonar, como recientemente sucedió en Acatlán, Puebla, donde una turba enardecida dio muerte a dos presuntos robachicos que resultaron ser campesinos.

La literatura y la vida están repletas de ejemplos como este, y sin embargo, nada, ni el hartazgo ni la venganza son motivos para hacer la justicia por nuestras manos, no somos Dios ni jueces. El Derecho fue instituido para dirimir controversias y dar a cada quien lo suyo.

Los órganos encargados de impartir justicia son los que deben cumplir con tal encomienda con base en hechos no en suposiciones, ni en elucubraciones. El pueblo mexicano debe aprender a evitar sus propias tragedias, bastante tenemos con lo que cargamos en nuestro costal de siglos atrás. Mexicanos no confundamos el coraje con la venganza y la bravura con la estupidez.


La gente del lugar no sabía su nombre, sólo que habitaba la casa de la colina. Tampoco conocía su rostro, pues solía salir sólo por las noches de luna, cuando iba al lago para cantar una vieja canción que no era conocida por la gente del lugar. Su voz era como un canto de sirena que doliente lamentaba su soledad mientras acicalaba su pelo a la luz de la luna.

Los curiosos observaban de lejos el pequeño ritual que religiosamente llevaba a cabo, su silueta delgada se dibujaba a lo lejos como un espectro que le brindaba un halo de misterio mientras hechizaba con su voz dulce pero lastimera, suave pero siniestra.

Los chiquillos le pusieron por nombre Adela, simplemente porque había que llamarla de alguna manera y en torno a ella se generaban muchas historias, los más viejos decían que era una bruja que venía de lejos y que cuyas pociones y hechizos hicieron que una amante despechada muriese, otros decían que era un hada que había bajado del cielo en una noche de luna; otros más, que era una viuda que lamentaba la muerte de su esposo al que ella misma dio muerte y cuya culpa expiaba todas las noches de luna en aquella laguna cantando la misma canción. Lo cierto es que algo extraño sucedía en el pueblo alrededor de la presencia de esa mujer, pues siempre aparecían costales de maíz repletos en las casas más pobres del pueblo, nadie tenía sembradíos de maíz más que ella y sin embargo, nunca se oyó reclamar algún pago por ese maíz; los aldeanos simplemente hacían lo que toda la gente en todas las épocas, tomar lo que se les da gratis.

Así transcurría la vida en aquel pueblo hasta que una noche de luna no se escuchó el canto de Adela, la gente no le dio mayor importancia hasta que al día siguiente fue encontrado el cuerpo sin vida de un niño de apenas cinco años, un huérfano que pedía limosna en el mercado y que amaneció muerto en la laguna precisamente la noche en que no se escuchó cantar a Adela. Entonces, el pueblo olvidando los favores recibidos por aquella mujer, enardecido la culpó de la horrenda muerte, y sin un juicio se determinó que por ser la persona más extraña del mismo era quien tenía que haber dado muerte al pequeño. Ese día armados con antorchas y palos, todos los del pueblo fueron a la casa de Adela y al unísono entraron por la fuerza a la casa con la bravura de un toro, con el coraje en el pecho y con el diablo en la mirada; y empuñando sus armas, en aquella humilde vivienda encontraron a una pequeña y delgada mujer yaciendo enferma en la cama y que cantaba la misma canción que los aldeanos estaban acostumbrados a escuchar en las noches de luna. Adela estaba muriendo, por ello no había podido salir a cantar aquella noche en que murió el pequeño; pero pese a la prueba física de que ella no había podido ser la criminal, fue linchada y quemada viva. Cinco días después fue capturado en el pueblo vecino un hombre llamado Damián que confesó la muerte del pequeño huérfano. Nadie en el pueblo dijo nada y la vida siguió igual.

El pueblo gusta más de creer que de pensar y razonar, como recientemente sucedió en Acatlán, Puebla, donde una turba enardecida dio muerte a dos presuntos robachicos que resultaron ser campesinos.

La literatura y la vida están repletas de ejemplos como este, y sin embargo, nada, ni el hartazgo ni la venganza son motivos para hacer la justicia por nuestras manos, no somos Dios ni jueces. El Derecho fue instituido para dirimir controversias y dar a cada quien lo suyo.

Los órganos encargados de impartir justicia son los que deben cumplir con tal encomienda con base en hechos no en suposiciones, ni en elucubraciones. El pueblo mexicano debe aprender a evitar sus propias tragedias, bastante tenemos con lo que cargamos en nuestro costal de siglos atrás. Mexicanos no confundamos el coraje con la venganza y la bravura con la estupidez.


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