Soy fronterizo, nací con un pie en Tampico y el otro en Ciudad Madero. El Sanatorio “Lázaro Cárdenas”, donde el tío de mi madre el doctor Héctor Gojon me “trajo al mundo” se anclaba en unas suaves colinas y entre curvas que difuminaban la línea divisoria municipal.
Una crónica que declare el amor más concreto que abstracto —y como una entelequia, más complejo de definir— al terruño, en su 200 aniversario, pasa por el relato memorioso de una historia muy personal. De antemano pido indulgencia.
Mi confesión, contenida en unas frases con imágenes desparpajadas, tienen el propósito de transmitir una emoción legítima: la de sentir el júbilo de pertenecer a un lugar y enorgullecerse de sus valores intrínsecos, los de su propia gente, que algunos llaman idiosincrasia, y de su maravilloso paisaje, entrañables ambos.
La emoción de declararse feliz por ser originario de un puerto de raigambre histórica y de raíces fecundas y creativas, que ha producido generaciones de talentos admirables en campos de la ciencia, el arte, la música, la cultura, no podía dejar de lado cuestionarnos también cómo nos hemos comportado ante nuestro patrimonio natural y urbano.
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Reprocho a menudo la especulación inmobiliaria destructora. La insensibilidad de los pudientes de una ciudad que alguna vez se quiso llamar la Nueva York del Golfo de México. Exagerada definición, sí, pero halagüeña. La fiebre del oro negro prometía construir un emporio y algunos edificios preservados de la inquina criminal lo ejemplifican.
Sin embargo, debo continuar por la parte más constructiva, la memoria primeriza que alimentó mi sed de poesía desde niño: mi playa definitiva, con sus descomunales arenas y médanos; la desembocadura del Río Pánuco, su Faro, el contraste con los metales, humos y olores de la refinería de petróleo; el pitar ronco de los barcos y el surcar de los navíos, a lado del trajín de hombres de mar, pescadores, y de quienes en sus lanchas con su radio de música huasteca o ranchera trasladan pasajeros y mercancías de un lado al otra de nuestras orillas.
Soy de la época de los chalanes. Imaginar un puente como el actual era un sueño que se cumplió después de mi niñez. Solo podíamos divisar a la distancia, frente al Golfo, a Pueblo Viejo o distinguir desde la escollera el enclave de Mata Redonda. Lo fácil entonces era hacerse la pinta desde el colegio Froebel y acabar desafiando las algas culebreantes del Chairel. Y ya andando entre esos suaves despeñaderos, enmarañarnos en las yerbas de la pirámide de Las Flores.
Los primeros acontecimientos marcantes de u imberbe
El primer desgarramiento de mi vida se dio cuando bajo engaños piadosos mi madre me depositó en el kínder. Llevaba el nombre de un maestro de mi abuela, Lauro Aguirre. El corte de ese otro cordón umbilical me hizo no parar de llorar. Luego, con mis compañeritos, asistiríamos cotidianamente al aparecimiento de los fantasmas; abnegados, humildes empleados del rastro, que con una batea de vísceras en la cabeza y salpicados de sangre iban gritando por la calle “Mondonguero”.
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Mi primer barco lo talló en corcho mi padre, tras recoger corteza de alcornoque, almacenada en pilas en la bellísima aduana del puerto, mientras esperábamos subir a conocer algún barco español y tal vez comprar algunos vinos y quesos de contrabando. Luego íbamos a navegar ese prodigio que nada hundía, en la fuente del parque de la colonia Águila; quiso el destino que años después viniera a saber que el abuelo de mi primera esposa, siendo funcionario de una compañía inglesa, había muerto de paludismo en un chalet de los que daban hacia la calle Olivo.
Mi primer enamoramiento y el detonador para escribir mis primeros textos poblados de cursilería aconteció durante una misa en la Iglesia del Santo Ángel, donde una niña rubia y su familia comulgaban los domingos. Años y episodios novelescos después, esa jovencita se convertiría en la madre de mis tres hijas.
Mi primer poema, una queja de amor, fue publicado en un semanario que se distribuía casa por casa y en restaurantes y cafés. Era impreso en sepia, como mis sentimientos de entonces. Mi primera crónica, a los 15 años, la publicó El Mundo. Mucho tiempo después, don Rubén Díaz de la Garza me abriría generosamente las puertas de una colaboración semanal (duró siete años ininterrumpidos) en la cadena de los Soles que había fundado el Coronel José García Valseca.
Mi primer escándalo lo publicó un pasquín de triste memoria que chorreaba amarillismo, el Alerta. Pese a la amenaza de ser expulsado de mi preparatoria, encabecé un movimiento de estudiantes que hizo caer a la Policía Judicial del puerto por haber golpeado cobardemente a un compañero al que dejaron malherido y al que habíamos trasladado en camilla desde la Cruz Roja, por las calles del puerto.
Tantos concursos en la ciudad de Tampico
Mis primeras declamaciones (luego ganaría concursos nacionales de lectura de poesía) se dieron en la Plaza de Armas, bajo la tutela de una figura fundamental en mi formación, el presbítero y licenciado (en Filología por Salamanca y en Sociología por la Gregoriana de Roma) don Carlos González Salas.
Mi primera afirmación de independencia fue durante una tarde en que mis padres jugaban “canasta” con el profesor Juan José Ruiz y su esposa (el director de mi escuela). Cargando con mi equipaje una enorme mochila llena de libros, escuché desde la puerta decir a mi padre: “… déjenlo que se vaya al DF, ya regresará, aquí tiene la universidad enfrente, auto y mesada, allá no…”. He vuelto solo de vacaciones y el exilio dura hasta hoy.
Por cierto, hablando de libros, mi primera biblioteca la fui conformando atraído por la maravillosa librería “Cosmos” de los doctores Ridaura. Allí conseguí “Memorias subnormales”, de Manolo Vázquez Montalbán (a quien trataría de cerca cuando fui cónsul General en Barcelona), y algunas obras de un autor que revolucionaría mi provinciana visión del mundo, Julio Cortázar.
Debo ir resumiendo esta estampa que enmarca la “Magdalena” de mis recuerdos, a la manera de Proust. El doscientos aniversario del puerto me da pie para hablar de la casona que alberga enseres de otras latitudes, miles de libros y cuadros. Hace cien años el arquitecto Matienzo —quien diseñó también el Palacio Municipal— construyó sus dos pisos y una elegante fachada, casi minimalista, en la arteria más simbólica del puerto.
La calle General San Martín nace prácticamente en las aguas del Pánuco y va a morir en las aguas del golfo. Frente a mi casa pasaba un maravilloso tranvía que desalmados burócratas se confabularon para hacerlo desa-parecer. Sus vías, de trazado sinuoso, llevaban desde la Plaza de la Libertad hasta Miramar.
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Mi oficio —prefiero llamar así a mi carrera diplomática— me ha ido entrenando para echar raíces en cada uno de los países de los cuatro continentes donde he vivido y luego arrancarme de cuajo: estoy habituado a la superación de dolorosas nostalgias.
No obstante, mi inagotable “saudade” seguirá siendo para mi amado puerto, su gente, sus ríos, canales, lagunas y mar. Y repito una frase de Fernando Pessoa —quien la retomó de una antiquísima sentencia—: “NAVEGAR É PRECISO, VIVER NÃO É PRECISO” (Navegar es necesario, Vivir no lo es).
En esa dimensión paradójica en la que navegar también es crear, mi puerto de origen ha sido siempre como la “Aguja de Marear” que guía mis pasos.
¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya sólo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento
José Gorostiza