/ domingo 12 de noviembre de 2023

Café cultura | Rufino Tamayo

El elemento reflexivo es la mitad de Tamayo; la otra mitad es la pasión que nunca se degrada... la belleza no es proporción ideal ni simetría sino carácter, energía, ruptura: expresión.

Octavio Paz

Al no ser Rivera, Orozco y Siqueiros maestros académicos, sus discípulos tuvieron que asimilar sus enseñanzas entre los andamios o siguiendo sus movimientos pedagógicos. Y aun con todo lo vivencial que estas prácticas aportaban a los jóvenes novicios, la instrucción se orientó por los nuevos rumbos, siendo elegido el maestro Rivera Director de la Escuela de Artes Plásticas, cargo que no fructificó ante la aplastante mayoría conservadora. Pero al margen de la academia, este movimiento continuó desarrollándose, y a la generación de los grandes siguió una primera, una segunda y una tercera emplazadas en dos senderos: el individualista basado en lo subjetivo, y el realista de objetivación histórico–política.

Tocó a Rufino Tamayo abrir la brecha hacia una subjetividad trascendente, oponiendo desde el principio una vigorosa pasión por lo original. Y en su desbordamiento creativo, Tamayo hace a un lado el contenido ético del realismo contemporáneo otorgándole tan sólo un valor estético, porque en la hondura de su espíritu la tradición mexicana reposó firme sin que ninguna influencia pudiera desplazarla.

Encendido el realismo en una dialéctica de origen histórico, Rufino Tamayo deambula sin embargo en su fantasía desligada de lo temporal, trasponiendo fronteras y obsequiándose la libertad de atravesar el universo cósmico. Porque su experiencia se mantiene de un deseo de evasión y luego de introspección que le otorga un halo esotérico, teniendo sus descripciones la validez relativa de un testimonio individual.

Hacia la tercera década del siglo pasado, al verse Tamayo influido por las tendencias europeas vigentes –Cezanne, Gauguin, Picasso, Matisse, Joan Miró–, las integra a su esencia mexicana. Obra de gran autenticidad desarrollada en etapas definidas que no se opacan ni se niegan, sino que se suman al proceso de adición y depuración constante de todo artista.


Y Tamayo se traslada del contorneo indigenista al constructivismo con niños, guitarras, frutas, arquitecturas; después al dinamismo del cuerpo desnudo; a conjeturas surrealistas toscas y elementales... Y ya saciado de todas esas influencias, cierra el libro de su formación para encontrarse con su lenguaje íntimo, donde estalla plena la fantasía poética sin esfuerzo aparente. Y los objetos de sus lienzos vuelan y danzan y palpitan y no hay delineamientos ni límites ni planos definidos, dejando de lado para lograrlo, los tonos terrosos y la materia opaca de su etapa primera. El artista abrillanta, trasluce, y en su paleta los colores ignoran su original apreciación, sometidos a una vertiginosa técnica convertida en riqueza frutal de cosa viva que se recrea en los mercados indígenas, como el suyo zapoteca sin adulteraciones.


El arte de Rufino Tamayo no fue nunca sencillo; a veces parecen sus pinceladas apólogos, mensajes enigmáticos. Son sus creaciones de tamaño mural, la mayoría en formatos de enormes cuadros transportables en que hace gala su composición plástica, a veces oculta en una simbología de misterio y tortura que es necesario descubrir, reinventar...


Y Tamayo afirma siempre sus estilos en el caballete para llevarlos al muro. Recuérdense si no, el fresco inconcluso La música (1933) para el ex–Conservatorio de Música; La naturaleza y el artista (1943), fresco en la Hillyer Art Library, Smith College Museum of Art, Northampton, Mass; las dos telas a la vinilita de tamaño monumental para el Palacio de Bellas Artes (1952-53: Nacimiento de la nacionalidad y México de hoy); El hombre (1953) para el Museo de Bellas Artes de Dallas, Texas; Naturaleza muerta y Noche y día (1954) para el local comercial de Sanborn’s en el Paseo de la Reforma; América (1955) para el Bank of the Southwest, Houston, Texas; el Prometeo (1957) para la Universidad de Puerto Rico; y se repite con la última de sus obras monumentales: Prometeo lleva el fuego a los hombres (1958), pintado en el edificio de la UNESCO, en París. Trabajos que pueden razonarse como pináculos de sucesivas experiencias y puntos de inicio donde no ha tenido lugar el conformismo; búsquedas constantes que dan cuenta de las encrucijadas obsesivas de los artistas verdaderos...


COLOFÓN: Estas líneas recuerdan de años atrás, la Colección Rufino Tamayo conformada por 20 obras, que inició en Tampico, en el Espacio Cultural Metropolitano, una itinerancia hacia el Museo de los Pintores Oaxaqueños en la ciudad de Oaxaca, y la Pinacoteca Diego Rivera en Xalapa, Veracruz.


amparo.gberumen@gmail.com

El elemento reflexivo es la mitad de Tamayo; la otra mitad es la pasión que nunca se degrada... la belleza no es proporción ideal ni simetría sino carácter, energía, ruptura: expresión.

Octavio Paz

Al no ser Rivera, Orozco y Siqueiros maestros académicos, sus discípulos tuvieron que asimilar sus enseñanzas entre los andamios o siguiendo sus movimientos pedagógicos. Y aun con todo lo vivencial que estas prácticas aportaban a los jóvenes novicios, la instrucción se orientó por los nuevos rumbos, siendo elegido el maestro Rivera Director de la Escuela de Artes Plásticas, cargo que no fructificó ante la aplastante mayoría conservadora. Pero al margen de la academia, este movimiento continuó desarrollándose, y a la generación de los grandes siguió una primera, una segunda y una tercera emplazadas en dos senderos: el individualista basado en lo subjetivo, y el realista de objetivación histórico–política.

Tocó a Rufino Tamayo abrir la brecha hacia una subjetividad trascendente, oponiendo desde el principio una vigorosa pasión por lo original. Y en su desbordamiento creativo, Tamayo hace a un lado el contenido ético del realismo contemporáneo otorgándole tan sólo un valor estético, porque en la hondura de su espíritu la tradición mexicana reposó firme sin que ninguna influencia pudiera desplazarla.

Encendido el realismo en una dialéctica de origen histórico, Rufino Tamayo deambula sin embargo en su fantasía desligada de lo temporal, trasponiendo fronteras y obsequiándose la libertad de atravesar el universo cósmico. Porque su experiencia se mantiene de un deseo de evasión y luego de introspección que le otorga un halo esotérico, teniendo sus descripciones la validez relativa de un testimonio individual.

Hacia la tercera década del siglo pasado, al verse Tamayo influido por las tendencias europeas vigentes –Cezanne, Gauguin, Picasso, Matisse, Joan Miró–, las integra a su esencia mexicana. Obra de gran autenticidad desarrollada en etapas definidas que no se opacan ni se niegan, sino que se suman al proceso de adición y depuración constante de todo artista.


Y Tamayo se traslada del contorneo indigenista al constructivismo con niños, guitarras, frutas, arquitecturas; después al dinamismo del cuerpo desnudo; a conjeturas surrealistas toscas y elementales... Y ya saciado de todas esas influencias, cierra el libro de su formación para encontrarse con su lenguaje íntimo, donde estalla plena la fantasía poética sin esfuerzo aparente. Y los objetos de sus lienzos vuelan y danzan y palpitan y no hay delineamientos ni límites ni planos definidos, dejando de lado para lograrlo, los tonos terrosos y la materia opaca de su etapa primera. El artista abrillanta, trasluce, y en su paleta los colores ignoran su original apreciación, sometidos a una vertiginosa técnica convertida en riqueza frutal de cosa viva que se recrea en los mercados indígenas, como el suyo zapoteca sin adulteraciones.


El arte de Rufino Tamayo no fue nunca sencillo; a veces parecen sus pinceladas apólogos, mensajes enigmáticos. Son sus creaciones de tamaño mural, la mayoría en formatos de enormes cuadros transportables en que hace gala su composición plástica, a veces oculta en una simbología de misterio y tortura que es necesario descubrir, reinventar...


Y Tamayo afirma siempre sus estilos en el caballete para llevarlos al muro. Recuérdense si no, el fresco inconcluso La música (1933) para el ex–Conservatorio de Música; La naturaleza y el artista (1943), fresco en la Hillyer Art Library, Smith College Museum of Art, Northampton, Mass; las dos telas a la vinilita de tamaño monumental para el Palacio de Bellas Artes (1952-53: Nacimiento de la nacionalidad y México de hoy); El hombre (1953) para el Museo de Bellas Artes de Dallas, Texas; Naturaleza muerta y Noche y día (1954) para el local comercial de Sanborn’s en el Paseo de la Reforma; América (1955) para el Bank of the Southwest, Houston, Texas; el Prometeo (1957) para la Universidad de Puerto Rico; y se repite con la última de sus obras monumentales: Prometeo lleva el fuego a los hombres (1958), pintado en el edificio de la UNESCO, en París. Trabajos que pueden razonarse como pináculos de sucesivas experiencias y puntos de inicio donde no ha tenido lugar el conformismo; búsquedas constantes que dan cuenta de las encrucijadas obsesivas de los artistas verdaderos...


COLOFÓN: Estas líneas recuerdan de años atrás, la Colección Rufino Tamayo conformada por 20 obras, que inició en Tampico, en el Espacio Cultural Metropolitano, una itinerancia hacia el Museo de los Pintores Oaxaqueños en la ciudad de Oaxaca, y la Pinacoteca Diego Rivera en Xalapa, Veracruz.


amparo.gberumen@gmail.com