/ domingo 28 de enero de 2024

El cumpleaños del perro | Dos filmes de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne

Ganadores dos veces de la prestigiosa Palma de Oro en el festival de Cannes (por Rosseta/ 1999 y El niño/ 2005), los hermanos Dardenne abordan con una compleja transparencia fílmica en El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo)/ Bélgica-Francia-Italia- 2010 lo mismo que Buñuel con Los olvidados/ 1959: el abandono de los hijos por los padres.

Si en la cinta de Buñuel el gran ausente era el progenitor, en la de los Dardenne es la madre de quien no se da mayor cuenta. Jorge Luis Borges anotó que “la plena eficiencia y plena invisibilidad serían las dos perfecciones de cualquier estilo”, así, la dupla de directores adquieren la cima de su arte en un estilo que se opone y, la vez, confirma un estilo digamos naturalista (cámara en mano, largos planos-secuencia, abundantes exteriores) que alcanzó el clímax en su obra maestra Rosetta.

Cyril/ Thomas Doret, un niño de 12 años, busca a su padre/ Jéremy Renier que lo ha dejado dizque por un mes en una casa hogar. Fortuitamente se topa con Samantha/ Cécile de France, quien trabaja como peluquera y la cual lo acompañará en el calvario por el desprecio del padre.

Con un lenguaje directo, con una caligrafía burilada mediante el lenguaje evidente del cineasta, la imagen, los Dardenne narran el viaje de Cyril hacia el puerto de su efecto con una solvencia reposada, inteligente, sin el caos y crispante sinfonía visual de Rosetta (con quien El chico de la bicicleta guarda enormes paralelos).

Al igual que Rosetta, Cyril viste de rojo a lo largo de todo el filme como acentuando un dolor constante ante el combate por la batalla de antaño perdida (para Rosetta el encontrar un empleo; para Cyril, la aceptación de su padre).

El minimalismo los Dardenne alcanza una inusitada ternura requerida, ansiada (Cyril mezclando las salsas en la estufa con su padre para granjearse a éste), pero a la vez va más allá del abrazo de Pedro y su madre en el sueño de Los olvidados con una descarnada hiperrealidad: el abandono carcomiendo la conciencia (Cyril arañándose el rostro y golpeándose la cabeza dentro del auto, y la tutoría del lumpen para que Cyril delinca).

Los Dardenne se ajustan a una cronografía estética eficaz para subrayar la sicología de los personajes. La cámara en mano sólo será para la explanación de estados exaltados (el pedaleo incesante de Cyril cuando su padre le rechaza el dinero que robó para ayudarle).

Apunta Juan Rulfo en su cuento ¡Diles que no me maten! que “es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”; en símil trazo, la bicicleta de Cyril será el macguffin vital, el cordón umbilical efectivo de Cyril para con su padre.

Vista como un cuento de hadas moderno (dicho por los propios Dardenne en alguna entrevista), El chico de la bicicleta, al igual que el final de Rosetta, cuando alicaída carga el tanque de gas y es ayudada por un muchacho, guarda en su último tramo un toque sobre natural (influencia/ homenaje de Ordet/ 1955, de Theodor Dreyer) que permite el cumplimiento de una posible moraleja.

El silencio de Lorna/ 2008. Le comentaba hace unos días a un amigo fotógrafo que el cine contemporáneo se ha perfilado por el rumbo de la globalización entendida como tal a la incursión de las nacionalidades y culturas diversas en un contexto que subyace entre el concierto de los destinos enlazados y el azar irremediable de lo antropológico.

En el filme italiano de Marco Tullio Giordana, Una vez que naces/ 2005 se aborda con espeluznante mirada: la situación de las inmigraciones (y la red de traficantes de personas) hacia países más prometedores económicamente para sortear un sino ineluctable: las relaciones a conveniencia. Y el cine de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne no es la excepción. En El silencio de Lorna/ Bélgica- Francia- 2008 aborda los mismos temas que Giordana sólo que apuntala su narración fílmica con una sobriedad y a ratos manejo de cámaras dignos del mejor Godard.

La historia del belga Charly (Jérémy Renier, actor fetiche de los Dardenne) y la inmigrante albanesa en la ciudad de Lieja Lorna/ Artha Dobroshi es convertida en una especie de apología maldita de las relaciones humanas en un continente que ha soportado la unión económica pero para nada la armonía de sus habitantes marginales.

Al igual que su impecable filme La promesa/ 1996, en El silencio de Lorna los Dardenne abrazan a personajes que naufragan en la supervivencia social con salarios mediocres (“esto se los dedico/ a todos que trabajan por un sueldo bajito/ para darle de comer a sus pollitos”, dice Calle 13 en su canción La perla) y a parte tienen que padecer los tufos de los poderes fácticos: la explotación laboral, las mafias, la corrupción. Lorna es un personaje manejado in crescendo, de su calvario de inmigrante pasa a otro aún mayor: la dependencia a la heroína de Charly, convirtiéndola en una especie de amoral protagonista de su derrumbe existencial que no puede hallar pecio salvador, acaso esa deseada cabaña en el bosque o, hacerle como el personaje de Teorema/ 1968, de Pasolini, correr, gritando a campo abierto sus miserias interiores

Ganadores dos veces de la prestigiosa Palma de Oro en el festival de Cannes (por Rosseta/ 1999 y El niño/ 2005), los hermanos Dardenne abordan con una compleja transparencia fílmica en El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo)/ Bélgica-Francia-Italia- 2010 lo mismo que Buñuel con Los olvidados/ 1959: el abandono de los hijos por los padres.

Si en la cinta de Buñuel el gran ausente era el progenitor, en la de los Dardenne es la madre de quien no se da mayor cuenta. Jorge Luis Borges anotó que “la plena eficiencia y plena invisibilidad serían las dos perfecciones de cualquier estilo”, así, la dupla de directores adquieren la cima de su arte en un estilo que se opone y, la vez, confirma un estilo digamos naturalista (cámara en mano, largos planos-secuencia, abundantes exteriores) que alcanzó el clímax en su obra maestra Rosetta.

Cyril/ Thomas Doret, un niño de 12 años, busca a su padre/ Jéremy Renier que lo ha dejado dizque por un mes en una casa hogar. Fortuitamente se topa con Samantha/ Cécile de France, quien trabaja como peluquera y la cual lo acompañará en el calvario por el desprecio del padre.

Con un lenguaje directo, con una caligrafía burilada mediante el lenguaje evidente del cineasta, la imagen, los Dardenne narran el viaje de Cyril hacia el puerto de su efecto con una solvencia reposada, inteligente, sin el caos y crispante sinfonía visual de Rosetta (con quien El chico de la bicicleta guarda enormes paralelos).

Al igual que Rosetta, Cyril viste de rojo a lo largo de todo el filme como acentuando un dolor constante ante el combate por la batalla de antaño perdida (para Rosetta el encontrar un empleo; para Cyril, la aceptación de su padre).

El minimalismo los Dardenne alcanza una inusitada ternura requerida, ansiada (Cyril mezclando las salsas en la estufa con su padre para granjearse a éste), pero a la vez va más allá del abrazo de Pedro y su madre en el sueño de Los olvidados con una descarnada hiperrealidad: el abandono carcomiendo la conciencia (Cyril arañándose el rostro y golpeándose la cabeza dentro del auto, y la tutoría del lumpen para que Cyril delinca).

Los Dardenne se ajustan a una cronografía estética eficaz para subrayar la sicología de los personajes. La cámara en mano sólo será para la explanación de estados exaltados (el pedaleo incesante de Cyril cuando su padre le rechaza el dinero que robó para ayudarle).

Apunta Juan Rulfo en su cuento ¡Diles que no me maten! que “es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”; en símil trazo, la bicicleta de Cyril será el macguffin vital, el cordón umbilical efectivo de Cyril para con su padre.

Vista como un cuento de hadas moderno (dicho por los propios Dardenne en alguna entrevista), El chico de la bicicleta, al igual que el final de Rosetta, cuando alicaída carga el tanque de gas y es ayudada por un muchacho, guarda en su último tramo un toque sobre natural (influencia/ homenaje de Ordet/ 1955, de Theodor Dreyer) que permite el cumplimiento de una posible moraleja.

El silencio de Lorna/ 2008. Le comentaba hace unos días a un amigo fotógrafo que el cine contemporáneo se ha perfilado por el rumbo de la globalización entendida como tal a la incursión de las nacionalidades y culturas diversas en un contexto que subyace entre el concierto de los destinos enlazados y el azar irremediable de lo antropológico.

En el filme italiano de Marco Tullio Giordana, Una vez que naces/ 2005 se aborda con espeluznante mirada: la situación de las inmigraciones (y la red de traficantes de personas) hacia países más prometedores económicamente para sortear un sino ineluctable: las relaciones a conveniencia. Y el cine de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne no es la excepción. En El silencio de Lorna/ Bélgica- Francia- 2008 aborda los mismos temas que Giordana sólo que apuntala su narración fílmica con una sobriedad y a ratos manejo de cámaras dignos del mejor Godard.

La historia del belga Charly (Jérémy Renier, actor fetiche de los Dardenne) y la inmigrante albanesa en la ciudad de Lieja Lorna/ Artha Dobroshi es convertida en una especie de apología maldita de las relaciones humanas en un continente que ha soportado la unión económica pero para nada la armonía de sus habitantes marginales.

Al igual que su impecable filme La promesa/ 1996, en El silencio de Lorna los Dardenne abrazan a personajes que naufragan en la supervivencia social con salarios mediocres (“esto se los dedico/ a todos que trabajan por un sueldo bajito/ para darle de comer a sus pollitos”, dice Calle 13 en su canción La perla) y a parte tienen que padecer los tufos de los poderes fácticos: la explotación laboral, las mafias, la corrupción. Lorna es un personaje manejado in crescendo, de su calvario de inmigrante pasa a otro aún mayor: la dependencia a la heroína de Charly, convirtiéndola en una especie de amoral protagonista de su derrumbe existencial que no puede hallar pecio salvador, acaso esa deseada cabaña en el bosque o, hacerle como el personaje de Teorema/ 1968, de Pasolini, correr, gritando a campo abierto sus miserias interiores