/ domingo 7 de abril de 2024

El cumpleaños del perro / En el número 16 de la calle Monterrey, colonia Campbell...

Ya no es más. La casa donde viví y pasé mi infancia no es más. Ahora es una construcción –lo supongo– de interés social o de conjunto habitacional que alguna empresa del ramo levantó para, con la mayor frialdad monetaria del mundo, se rente o se venda al postor que ofrezca lo conveniente para cerrar el trato, sin considerar si las escrituras fueron el usufructo de un “alguien” que nunca mereció la propiedad del terreno.

El pasado tiene la cualidad de sanar y de poner a cada quien en su lugar.

En la calle Monterrey, en el número 16, por la bajada del Paseo Bellavista, allí viví muchos años. Incluso, mi madre nació en esa casa. Una casa no es lo mismo que un hogar. La primera está constituida por madera, ladrillos o cemento; la segunda, por almas, pasiones, miedos, ilusiones y esperanzas.

Siempre tengo presentes los versos de Antonio Machado:

“Cuando el primer aroma exhalen los jazmines y cuando más palpiten las rosas del amor, una mañana de oro que alumbre los jardines, ¿no huirá, como una nube dispersa, el sueño en flor?”.

Nunca nos vamos del todo de ese pasado que huele, duele, canta, imanta con sus flores y sus jardines construidos desde la memoria.

Al recordar vivimos, ciertamente, pero también activamos una palanca, la de la imaginación porque la vida –desde su inalterable realidad– necesita el fuego de la imaginación para que ardan aún los deseos.

Las personas que amamos y ya no están siguen vivas, en otra dimensión, dentro de nosotros porque, ¿de qué otro modo transcurre la vida si no es por la fuerza de la nostalgia y de sabernos oriundos de un lugar, de un afecto?

T. S. Eliot escribió: “Lo que pudo haber sido y lo que ha sido tienden a un solo fin, presente siempre”. Verdad buena. Jamás volveremos, en términos de la física, al pasado. Pero está el recuerdo y su gran titiritera: la memoria; por medio de ésta muchas de las veces ejecutamos al plan para soportar o sortear lo insoportable del vivir del presente.

Es mi calle, el lugar de mis mayores recuerdos. Calle Monterrey, en Tampico, en la frontera con el Cascajal.

Subiendo la Monterrey se topa uno con la Linares, calle paralela –custodio, reptil de asfalto, curva de breña- al Paseo Bellavista. Oh, el Paseo Bellavista, aleph, faro mestizo, cíclope perenne que observa al Chairel, al Muelle, al Pánuco, al Tamesí. Paseo Bellavista donde una vez lloré (bueno: varias veces) porque no estaba conforme con mi vida.

Frente a la Prevo Uno (Secundaria Francisco Nicodemo) recuerdo que tomamos el autobús Bellavista, una tarde que salíamos de nuestra amada secundaria, Adriana Margarita y yo, mi condiscípula y la alumna más inteligente que conocí en mi vida estudiantil, hacia nuestras respectivas casas –Adriana, si mal no me ubico- vivía atrasito de la escuela Zaragoza, la cual se hizo famosa porque allí estudió alguien que fue gobernador.

El trayecto del autobús por la curva que le da el nombre al Paseo Bellavista era un agasajo visual. Desde allí se podía ver Tampico vestido de agua, de puerto, de brisa, de sudor nostálgico.

Hoy en mi memoria recorro la calle Monterrey y mi pecho vibra. Los nombres de mis amigos Doroteo (Tello), el mejor amigo de mi infancia, Alejandro, Panchín, Martín Solano (El Chino), y de vecinos pretéritos: los Tamez, los Medrano Cárdenas (los dos Ponchos, doña Socorro, sus hijas), los Solano (don Amador, doña Tina) y doña Esperanza Martínez, la cual a sus casi noventa años seguía aguardando por la única hermana que dejó de ver desde joven. Mi casa tenía un patio grande (y aún lo tiene) donde jugábamos futbol. No me acuerdo quién me enseñó (ah: ya sé: don Beto, hijo mayor de doña Esperanza, quien era carpintero) a hacer porterías de madera que forraba con costales de azúcar que servían de red.

La batahola en el patio era buena: El más hábil con el balón era Jesús, a quien le decíamos de cariño El Pelón; él solo se “burlaba” a casi todos. Mi patio, donde también jugábamos a los “hoyos”, que consistía en escarbar unos socavones no muy profundos (de cinco centímetros) suficientemente holgados para que cupiera la pelota. El dueño del hoyo donde cayese la pelota tenía la obligación de coger el esférico y asestárselo a los demás niños: quien recibiera el pelotazo perdía.

Con los ojos del adulto que soy ahora veo ese pequeño pedazo de mi pasado de niño. La memoria es como una telaraña que atrapa, retiene momentos, sucesos que allí permanecen hasta que, desde el presente, liberamos.

Contradiciendo a Octavio Paz (“el presente es perpetuo”) el pasado es perpetuo…

Ya no es más. La casa donde viví y pasé mi infancia no es más. Ahora es una construcción –lo supongo– de interés social o de conjunto habitacional que alguna empresa del ramo levantó para, con la mayor frialdad monetaria del mundo, se rente o se venda al postor que ofrezca lo conveniente para cerrar el trato, sin considerar si las escrituras fueron el usufructo de un “alguien” que nunca mereció la propiedad del terreno.

El pasado tiene la cualidad de sanar y de poner a cada quien en su lugar.

En la calle Monterrey, en el número 16, por la bajada del Paseo Bellavista, allí viví muchos años. Incluso, mi madre nació en esa casa. Una casa no es lo mismo que un hogar. La primera está constituida por madera, ladrillos o cemento; la segunda, por almas, pasiones, miedos, ilusiones y esperanzas.

Siempre tengo presentes los versos de Antonio Machado:

“Cuando el primer aroma exhalen los jazmines y cuando más palpiten las rosas del amor, una mañana de oro que alumbre los jardines, ¿no huirá, como una nube dispersa, el sueño en flor?”.

Nunca nos vamos del todo de ese pasado que huele, duele, canta, imanta con sus flores y sus jardines construidos desde la memoria.

Al recordar vivimos, ciertamente, pero también activamos una palanca, la de la imaginación porque la vida –desde su inalterable realidad– necesita el fuego de la imaginación para que ardan aún los deseos.

Las personas que amamos y ya no están siguen vivas, en otra dimensión, dentro de nosotros porque, ¿de qué otro modo transcurre la vida si no es por la fuerza de la nostalgia y de sabernos oriundos de un lugar, de un afecto?

T. S. Eliot escribió: “Lo que pudo haber sido y lo que ha sido tienden a un solo fin, presente siempre”. Verdad buena. Jamás volveremos, en términos de la física, al pasado. Pero está el recuerdo y su gran titiritera: la memoria; por medio de ésta muchas de las veces ejecutamos al plan para soportar o sortear lo insoportable del vivir del presente.

Es mi calle, el lugar de mis mayores recuerdos. Calle Monterrey, en Tampico, en la frontera con el Cascajal.

Subiendo la Monterrey se topa uno con la Linares, calle paralela –custodio, reptil de asfalto, curva de breña- al Paseo Bellavista. Oh, el Paseo Bellavista, aleph, faro mestizo, cíclope perenne que observa al Chairel, al Muelle, al Pánuco, al Tamesí. Paseo Bellavista donde una vez lloré (bueno: varias veces) porque no estaba conforme con mi vida.

Frente a la Prevo Uno (Secundaria Francisco Nicodemo) recuerdo que tomamos el autobús Bellavista, una tarde que salíamos de nuestra amada secundaria, Adriana Margarita y yo, mi condiscípula y la alumna más inteligente que conocí en mi vida estudiantil, hacia nuestras respectivas casas –Adriana, si mal no me ubico- vivía atrasito de la escuela Zaragoza, la cual se hizo famosa porque allí estudió alguien que fue gobernador.

El trayecto del autobús por la curva que le da el nombre al Paseo Bellavista era un agasajo visual. Desde allí se podía ver Tampico vestido de agua, de puerto, de brisa, de sudor nostálgico.

Hoy en mi memoria recorro la calle Monterrey y mi pecho vibra. Los nombres de mis amigos Doroteo (Tello), el mejor amigo de mi infancia, Alejandro, Panchín, Martín Solano (El Chino), y de vecinos pretéritos: los Tamez, los Medrano Cárdenas (los dos Ponchos, doña Socorro, sus hijas), los Solano (don Amador, doña Tina) y doña Esperanza Martínez, la cual a sus casi noventa años seguía aguardando por la única hermana que dejó de ver desde joven. Mi casa tenía un patio grande (y aún lo tiene) donde jugábamos futbol. No me acuerdo quién me enseñó (ah: ya sé: don Beto, hijo mayor de doña Esperanza, quien era carpintero) a hacer porterías de madera que forraba con costales de azúcar que servían de red.

La batahola en el patio era buena: El más hábil con el balón era Jesús, a quien le decíamos de cariño El Pelón; él solo se “burlaba” a casi todos. Mi patio, donde también jugábamos a los “hoyos”, que consistía en escarbar unos socavones no muy profundos (de cinco centímetros) suficientemente holgados para que cupiera la pelota. El dueño del hoyo donde cayese la pelota tenía la obligación de coger el esférico y asestárselo a los demás niños: quien recibiera el pelotazo perdía.

Con los ojos del adulto que soy ahora veo ese pequeño pedazo de mi pasado de niño. La memoria es como una telaraña que atrapa, retiene momentos, sucesos que allí permanecen hasta que, desde el presente, liberamos.

Contradiciendo a Octavio Paz (“el presente es perpetuo”) el pasado es perpetuo…