/ domingo 11 de febrero de 2024

El cumpleaños del perro / José Emilio Pacheco y la dulce, eterna, luminosa poesía

A diez años de la muerte de José Emilio Pacheco, es menester hacer una revisión de su importante legado como “polígrafo vertical”, como lo citó Juan Villoro en una conferencia a propósito de la obra del autor de El principio del placer.

JEP (quizás las siglas más famosas de nombre de cualquier escritor), con su partida el 26 de enero de 1014 dejó un sentido de orfandad en las letras mexicanas y universales. Autor tentacular, poliédrico. Narrador, poeta, traductor, ensayista, crítico literario, periodista cultural y guionista de cine, Pacheco fue, a mí me lo parece, un curioso intelectual cuyo axioma vital, dicho por él mismo, fue tener por “tarea la de escribir versos”.

Pacheco le dio memoria al tiempo. Puso frente a las letras mexicanas las figuras de Arquíloco y Catulo en sus textos poéticos que, con el hálito de los epigramáticos griegos, puntualizó la brevedad del existir ante la inmensidad de la naturaleza y las acciones humanas siempre fatuas en No me preguntes cómo pasa el tiempo/ 1970 y Como la lluvia/ 2000.

Sintetizó la amorfa cotidianidad en versos que atendieron lo nimio, lo inalterado por la rutina como es el polvo de una casa, la hierba del jardín o la laxitud de una mosca. Le proporcionó densidad a la historia mexicana mediante la revisión sin fobias, sólo apegado a las tersuras irrompibles de la metáfora y la cadencia.

En alguna ocasión Pacheco dijo que la literatura servía para darle tránsito al idioma. Su presencia física no estará más, quedan sus libros (cliché ya sabido), pero el José Emilio Pacheco crítico de las estulticias de los poseedores del poder político hará falta. Es memorable aquella línea que escribió: “Ya somos todos aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años” para establecer la premisa ineluctable de todo intelectual: con la obra se hace la obra misma y la crítica a la sociedad donde se produce. No hace falta retórica (nadie más alejado de ello que Pacheco, de allí que a veces su poesía haya sido tachada de didáctica) para exponer la mácula amoral de las acciones civiles y políticas.

La condición del poeta es la de vate, vidente. Pacheco desde la poesía pareció adelantarse en sus versos al desastre de la pérdida de valores que asolan al México de nuestros días en su poema El mañana: “A los veinte años nos dijeron:/ “Hay que sacrificarse por el Mañana”./ Y ofrendamos la vida en el altar// del dios que nunca llega./ Me gustaría encontrarme ya al final/ con los viejos maestros de aquel tiempo./ Tendrían que decirme si de verdad/ todo este horror de ahora era el Mañana”.

Si nos ajustamos a la referencia de Edward Bulwer- Lytton, que la espada es más fuerte que la espada, el poderío de Pacheco no radicaría en ese prurito sino aún más hondo y genuino: el poderío que le dieron (y le siguen dando) sus millones de lectores. Porque Pacheco fue un escritor de veras leído, reverenciado y eso no es otra cosa que un poder otorgado. De allí, su figura como conciencia ante el poder político no como confrontación maniquea, más bien como punto de equilibrio y, lo más interesante tal vez para cualquier escritor: contacto de diálogo. No es entendible la crítica sin el halo de la conversación, de la tolerancia.

¿Qué nos dio el poeta José Emilio Pacheco? La revelación fugaz de la poesía para establecer, a la manera borgeana, un aleph de eternidad mediante la verdad escondida detrás de un beso, de un graffiti, de un tranvía, de un paseo dominical, de una reunión de exalumnos, de un casa derrumbada para construir un centro comercial. La poesía de Pacheco fue una poesía que dio crónica del paso del tiempo, sí, pero más de la nostalgia. Robinson Crusoe de la nostalgia, Pacheco no se sentó en la isla de la desmemoria, al contrario, vislumbró nuevos horizontes de la recordación para decirnos que en el pasado (del país, de nuestros afectos y relaciones familiares) siempre habrá coordenadas para ubicar dónde nos perdimos, qué perdimos y que todo indicio de rescate aún es posible.

De allí que su novela Las batallas en el desierto/ 1981 (elegida por la revista Nexos como una de las tres mejores novelas escritas de 1977 a 2007) se apegue, desde la ficción, a la batahola de la realidad inaprensible de nuestros días cruentos. Las líneas finales de la novela son de una actualidad incontestable: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquél país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola…”

José Emilio Pacheco le dio majestuosidad a lo nimio con avasallante sencillez y sabia concisión. Puso a la luz de los lectores la pulsación de la otredad (no en la tónica paciana de lo metafísico) sino bajo la sístole y diástole de la naturaleza, de lo que corroe y nos hace cambiantes. “La poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento”, apuntaba Pacheco en un verso; y en otro lo constataba desde los orgánico e irremediable: “Sobre tu rostro/ crecerá otra cara/de cada surco en que la edad/ madura”.

Memoria, presencia orgánica del tiempo, auscultación del pasado para establecer un diálogo con él y tentativas de explorar la intimidad de nuestro afectos, son algunas de las coordenadas intelectuales de Pacheco. Pero también su constante peregrinación hacia los territorios de la tradición literaria; de allí que sus lúcidos ensayos, sus Inventarios y sus traducciones a T. S. Eliot, Wilde, Marcel Schwob y Beckett sean altos registros de su tesitura de poeta atento a la contemporaneidad de todas las literaturas. De hecho, su versión a Los cuatro cuartetos, de Eliot, fueron celebrados por Octavio Paz como una de las mejores a cualquier lengua.

Nacido el 30 de junio del 39 en la Ciudad de México, y perteneciente a la llamada Generación de los 50 (junto a Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Vicente Leñero y Juan Vicente Melo), José Emilio Pacheco es tal vez el último humanista de nuestras letras. Intérprete y testigo de su tiempo, prestó su inteligencia al idioma de Cervantes (del cual fue Premio Cervantes 2009) para dar su amor a la poesía, a la narrativa y a México a través de “La dulce, eterna, luminosa poesía…”

A diez años de la muerte de José Emilio Pacheco, es menester hacer una revisión de su importante legado como “polígrafo vertical”, como lo citó Juan Villoro en una conferencia a propósito de la obra del autor de El principio del placer.

JEP (quizás las siglas más famosas de nombre de cualquier escritor), con su partida el 26 de enero de 1014 dejó un sentido de orfandad en las letras mexicanas y universales. Autor tentacular, poliédrico. Narrador, poeta, traductor, ensayista, crítico literario, periodista cultural y guionista de cine, Pacheco fue, a mí me lo parece, un curioso intelectual cuyo axioma vital, dicho por él mismo, fue tener por “tarea la de escribir versos”.

Pacheco le dio memoria al tiempo. Puso frente a las letras mexicanas las figuras de Arquíloco y Catulo en sus textos poéticos que, con el hálito de los epigramáticos griegos, puntualizó la brevedad del existir ante la inmensidad de la naturaleza y las acciones humanas siempre fatuas en No me preguntes cómo pasa el tiempo/ 1970 y Como la lluvia/ 2000.

Sintetizó la amorfa cotidianidad en versos que atendieron lo nimio, lo inalterado por la rutina como es el polvo de una casa, la hierba del jardín o la laxitud de una mosca. Le proporcionó densidad a la historia mexicana mediante la revisión sin fobias, sólo apegado a las tersuras irrompibles de la metáfora y la cadencia.

En alguna ocasión Pacheco dijo que la literatura servía para darle tránsito al idioma. Su presencia física no estará más, quedan sus libros (cliché ya sabido), pero el José Emilio Pacheco crítico de las estulticias de los poseedores del poder político hará falta. Es memorable aquella línea que escribió: “Ya somos todos aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años” para establecer la premisa ineluctable de todo intelectual: con la obra se hace la obra misma y la crítica a la sociedad donde se produce. No hace falta retórica (nadie más alejado de ello que Pacheco, de allí que a veces su poesía haya sido tachada de didáctica) para exponer la mácula amoral de las acciones civiles y políticas.

La condición del poeta es la de vate, vidente. Pacheco desde la poesía pareció adelantarse en sus versos al desastre de la pérdida de valores que asolan al México de nuestros días en su poema El mañana: “A los veinte años nos dijeron:/ “Hay que sacrificarse por el Mañana”./ Y ofrendamos la vida en el altar// del dios que nunca llega./ Me gustaría encontrarme ya al final/ con los viejos maestros de aquel tiempo./ Tendrían que decirme si de verdad/ todo este horror de ahora era el Mañana”.

Si nos ajustamos a la referencia de Edward Bulwer- Lytton, que la espada es más fuerte que la espada, el poderío de Pacheco no radicaría en ese prurito sino aún más hondo y genuino: el poderío que le dieron (y le siguen dando) sus millones de lectores. Porque Pacheco fue un escritor de veras leído, reverenciado y eso no es otra cosa que un poder otorgado. De allí, su figura como conciencia ante el poder político no como confrontación maniquea, más bien como punto de equilibrio y, lo más interesante tal vez para cualquier escritor: contacto de diálogo. No es entendible la crítica sin el halo de la conversación, de la tolerancia.

¿Qué nos dio el poeta José Emilio Pacheco? La revelación fugaz de la poesía para establecer, a la manera borgeana, un aleph de eternidad mediante la verdad escondida detrás de un beso, de un graffiti, de un tranvía, de un paseo dominical, de una reunión de exalumnos, de un casa derrumbada para construir un centro comercial. La poesía de Pacheco fue una poesía que dio crónica del paso del tiempo, sí, pero más de la nostalgia. Robinson Crusoe de la nostalgia, Pacheco no se sentó en la isla de la desmemoria, al contrario, vislumbró nuevos horizontes de la recordación para decirnos que en el pasado (del país, de nuestros afectos y relaciones familiares) siempre habrá coordenadas para ubicar dónde nos perdimos, qué perdimos y que todo indicio de rescate aún es posible.

De allí que su novela Las batallas en el desierto/ 1981 (elegida por la revista Nexos como una de las tres mejores novelas escritas de 1977 a 2007) se apegue, desde la ficción, a la batahola de la realidad inaprensible de nuestros días cruentos. Las líneas finales de la novela son de una actualidad incontestable: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquél país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola…”

José Emilio Pacheco le dio majestuosidad a lo nimio con avasallante sencillez y sabia concisión. Puso a la luz de los lectores la pulsación de la otredad (no en la tónica paciana de lo metafísico) sino bajo la sístole y diástole de la naturaleza, de lo que corroe y nos hace cambiantes. “La poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento”, apuntaba Pacheco en un verso; y en otro lo constataba desde los orgánico e irremediable: “Sobre tu rostro/ crecerá otra cara/de cada surco en que la edad/ madura”.

Memoria, presencia orgánica del tiempo, auscultación del pasado para establecer un diálogo con él y tentativas de explorar la intimidad de nuestro afectos, son algunas de las coordenadas intelectuales de Pacheco. Pero también su constante peregrinación hacia los territorios de la tradición literaria; de allí que sus lúcidos ensayos, sus Inventarios y sus traducciones a T. S. Eliot, Wilde, Marcel Schwob y Beckett sean altos registros de su tesitura de poeta atento a la contemporaneidad de todas las literaturas. De hecho, su versión a Los cuatro cuartetos, de Eliot, fueron celebrados por Octavio Paz como una de las mejores a cualquier lengua.

Nacido el 30 de junio del 39 en la Ciudad de México, y perteneciente a la llamada Generación de los 50 (junto a Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Vicente Leñero y Juan Vicente Melo), José Emilio Pacheco es tal vez el último humanista de nuestras letras. Intérprete y testigo de su tiempo, prestó su inteligencia al idioma de Cervantes (del cual fue Premio Cervantes 2009) para dar su amor a la poesía, a la narrativa y a México a través de “La dulce, eterna, luminosa poesía…”