/ lunes 19 de agosto de 2019

Con café y a media luz | El violento discurso contra la violencia


En el 2005, a mitad de una severa gresca entre dos grupos de camioneros y productores cañeros, en las afueras de uno de los ingenios de Ciudad Valles, San Luis Potosí, me aposté en el acceso de la empresa con micrófono en la mano y mi compañero con la cámara sobre el hombro. La indicación era entrar al ingenio y entrevistar a los delegados de los tres elementos en conflicto, a como diera lugar.

Entre empujones llegamos hasta la puerta y allí, nos obstruyó el paso un individuo cuya sola presencia causaba miedo. Me rebasaba por unos diez centímetros más de altura y, fácilmente, por unos treinta o treinta y cinco kilos de peso. El trabajo rudo del campo le había forjado el físico y el carácter al caballero que hacía de barrera humana.

Fue una verdadera torpeza enfrentarlo. En ese momento no cavilé en las consecuencias físicas que pudiera haber traído entrar en pleito con el hombre aquel. Aunque por dentro temblaba por un miedo atroz, me le planté y le exigí que se quitara. Así, los dos nos pusimos al “tú por tú”, con palabras y miradas de reto. Debo confesarle que el temblor subía hasta mi cabeza y se convertía en agujas que se clavaban en mi nuca y, de ellas, no dejaba de salir un sudor frío que bajaba por mi espalda.

Alrededor de nosotros ya se había formado una rueda de productores que demandaban un “baño de sangre” o, por lo menos, tres o cuatro “moquetes” al reportero entrometido que insistía en conseguir la nota. De “reojo” yo podía mirar los machetes danzando en el aire, empuñados por los campesinos que exigían ver el primer golpe.

El cañero, después de unos instantes, corroboró que yo estaba dispuesto a recibir la tunda en lugar de regresarme por donde había llegado –terrible estupidez de mi parte– así que se puso en guardia de boxeo y amenazó con lanzar el primer golpe, este servidor dio un ligero paso hacia atrás para no caer tan estrepitosamente una vez que el fulminante “cañonazo” se depositara en mi rostro.

Y cuando pensé que daría inicio la paliza de mi vida, aparecieron los tres delegados sindicales por la puerta para avisar que se había solucionado el conflicto. El hombre bajó los puños al mismo ritmo que el alma volvió a mi cuerpo. Aproveché el descuido de mi rival y “metí” el micrófono para captar las primeras declaraciones de los representantes de camioneros y cañeros.

Afortunadamente, en aquel tiempo no existía el discurso violento que desacredita la labor del periodista acusándolo de cuestiones que a él no le competen, de lo contrario, la turba enardecida no se hubiera “tentado el corazón” y más de uno hubiera hecho “cera y pabilo” de este que hoy le escribe.

En nuestros días, por un discurso violento, desacreditador y mal intencionado, se ha confundido la postura empresarial de los medios de comunicación y su relación contractual con la figura gubernamental con la labor del ser humano que fue empleado para generar la información que emana de las autoridades –ejecutivas, legislativas y judiciales- y de la sociedad. En otras palabras, el reportero no es el medio, ni la agenda informativa, ni la línea editorial. El reportero es meramente el salvoconducto por el cual la sociedad se entera de la noticia que emerge de sí misma para ayudarle a tomar decisiones más atinadas.

Lo que presenciamos en días pasados en una “violenta” marcha contra la violencia que sufre la mujer, dio cuenta de un síntoma de una enfermedad social que está creciendo en nuestro país y es el desprecio a aquellos que cumplen con el compromiso de informar. Se ha olvidado que son hombres y mujeres que, por tener una grabadora, un micrófono o una cámara, también son esposos, madres, padres, hijos y hermanos.

El joven agredido cobardemente en repetidas ocasiones, estaba allí para describirle a México lo que sucedía. Se mostró respetuoso con las damas que le empujaron, con las que le aventaron la diamantina y con la que le arrebató el micrófono para gritar sus consignas. Mientras la violencia en su contra aumentaba, el muchacho se limitaba a explicar que solamente cumplía con su labor, tratando de revertir la ola de agresión que estaba viviendo en ese desfile pacífico. Por su profesionalismo, la narración no se detuvo. Por el contrario, se podía observar que estaba atento a las indicaciones del productor y no dudo que, por un afán de aumentar los niveles de audiencia, los responsables del noticiario no suspendían el enlace.

El golpe fue fatal. Un vándalo, se coló por detrás de él y, como el más miserable de los matreros, por la espalda le descargó el puñetazo que dejó al muchacho tendido sobre el pavimento, inmóvil, inconsciente, inerte y expuesto a cualquier tipo de vejación.

Le pido que no me malentienda. Aplaudo la manifestación pacífica en búsqueda del respeto a la vida, a vivir sin miedo y a crecer en paz. Las mujeres hoy demandan una igualdad que siempre debió existir. Sin embargo, la protesta por la vida no debió convertirse en marco de la agresión cobarde a una persona que de por sí, ya vive con las etiquetas de “fifí”, “chayotero”, y más.

La pluralidad, la tolerancia, la democracia y el respeto en el entorno del cambio, son valores que se están diluyendo y no debe ser así, por el contrario, deberían engrandecerse.

Para concluir, debo decirle que en este México dividido por las posturas políticas deberíamos hermanarnos para luchar por la patria que tanto deseamos tener.

¡Hasta la próxima!

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!



En el 2005, a mitad de una severa gresca entre dos grupos de camioneros y productores cañeros, en las afueras de uno de los ingenios de Ciudad Valles, San Luis Potosí, me aposté en el acceso de la empresa con micrófono en la mano y mi compañero con la cámara sobre el hombro. La indicación era entrar al ingenio y entrevistar a los delegados de los tres elementos en conflicto, a como diera lugar.

Entre empujones llegamos hasta la puerta y allí, nos obstruyó el paso un individuo cuya sola presencia causaba miedo. Me rebasaba por unos diez centímetros más de altura y, fácilmente, por unos treinta o treinta y cinco kilos de peso. El trabajo rudo del campo le había forjado el físico y el carácter al caballero que hacía de barrera humana.

Fue una verdadera torpeza enfrentarlo. En ese momento no cavilé en las consecuencias físicas que pudiera haber traído entrar en pleito con el hombre aquel. Aunque por dentro temblaba por un miedo atroz, me le planté y le exigí que se quitara. Así, los dos nos pusimos al “tú por tú”, con palabras y miradas de reto. Debo confesarle que el temblor subía hasta mi cabeza y se convertía en agujas que se clavaban en mi nuca y, de ellas, no dejaba de salir un sudor frío que bajaba por mi espalda.

Alrededor de nosotros ya se había formado una rueda de productores que demandaban un “baño de sangre” o, por lo menos, tres o cuatro “moquetes” al reportero entrometido que insistía en conseguir la nota. De “reojo” yo podía mirar los machetes danzando en el aire, empuñados por los campesinos que exigían ver el primer golpe.

El cañero, después de unos instantes, corroboró que yo estaba dispuesto a recibir la tunda en lugar de regresarme por donde había llegado –terrible estupidez de mi parte– así que se puso en guardia de boxeo y amenazó con lanzar el primer golpe, este servidor dio un ligero paso hacia atrás para no caer tan estrepitosamente una vez que el fulminante “cañonazo” se depositara en mi rostro.

Y cuando pensé que daría inicio la paliza de mi vida, aparecieron los tres delegados sindicales por la puerta para avisar que se había solucionado el conflicto. El hombre bajó los puños al mismo ritmo que el alma volvió a mi cuerpo. Aproveché el descuido de mi rival y “metí” el micrófono para captar las primeras declaraciones de los representantes de camioneros y cañeros.

Afortunadamente, en aquel tiempo no existía el discurso violento que desacredita la labor del periodista acusándolo de cuestiones que a él no le competen, de lo contrario, la turba enardecida no se hubiera “tentado el corazón” y más de uno hubiera hecho “cera y pabilo” de este que hoy le escribe.

En nuestros días, por un discurso violento, desacreditador y mal intencionado, se ha confundido la postura empresarial de los medios de comunicación y su relación contractual con la figura gubernamental con la labor del ser humano que fue empleado para generar la información que emana de las autoridades –ejecutivas, legislativas y judiciales- y de la sociedad. En otras palabras, el reportero no es el medio, ni la agenda informativa, ni la línea editorial. El reportero es meramente el salvoconducto por el cual la sociedad se entera de la noticia que emerge de sí misma para ayudarle a tomar decisiones más atinadas.

Lo que presenciamos en días pasados en una “violenta” marcha contra la violencia que sufre la mujer, dio cuenta de un síntoma de una enfermedad social que está creciendo en nuestro país y es el desprecio a aquellos que cumplen con el compromiso de informar. Se ha olvidado que son hombres y mujeres que, por tener una grabadora, un micrófono o una cámara, también son esposos, madres, padres, hijos y hermanos.

El joven agredido cobardemente en repetidas ocasiones, estaba allí para describirle a México lo que sucedía. Se mostró respetuoso con las damas que le empujaron, con las que le aventaron la diamantina y con la que le arrebató el micrófono para gritar sus consignas. Mientras la violencia en su contra aumentaba, el muchacho se limitaba a explicar que solamente cumplía con su labor, tratando de revertir la ola de agresión que estaba viviendo en ese desfile pacífico. Por su profesionalismo, la narración no se detuvo. Por el contrario, se podía observar que estaba atento a las indicaciones del productor y no dudo que, por un afán de aumentar los niveles de audiencia, los responsables del noticiario no suspendían el enlace.

El golpe fue fatal. Un vándalo, se coló por detrás de él y, como el más miserable de los matreros, por la espalda le descargó el puñetazo que dejó al muchacho tendido sobre el pavimento, inmóvil, inconsciente, inerte y expuesto a cualquier tipo de vejación.

Le pido que no me malentienda. Aplaudo la manifestación pacífica en búsqueda del respeto a la vida, a vivir sin miedo y a crecer en paz. Las mujeres hoy demandan una igualdad que siempre debió existir. Sin embargo, la protesta por la vida no debió convertirse en marco de la agresión cobarde a una persona que de por sí, ya vive con las etiquetas de “fifí”, “chayotero”, y más.

La pluralidad, la tolerancia, la democracia y el respeto en el entorno del cambio, son valores que se están diluyendo y no debe ser así, por el contrario, deberían engrandecerse.

Para concluir, debo decirle que en este México dividido por las posturas políticas deberíamos hermanarnos para luchar por la patria que tanto deseamos tener.

¡Hasta la próxima!

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!